En el futuro la Tierra es un planeta devastado en el que el aire se ha vuelto tóxico. Rodeados por este paisaje desolado, algunos seres humanos sobreviven en un silo subterráneo. Allí, hombres y mujeres viven en una sociedad regulada por estrictas leyes que han sido creadas para protegerlos. El sheriff Holston, quien no ha vacilado en defender las reglas del silo durante años, de repente rompe el mayor de todos los tabúes: pide salir al exterior.
Su fatídica decisión desencadenará una serie de drásticos acontecimientos que llevará al resto de habitantes del silo a enfrentarse a algo que sólo se conoce por las historias y cuyo nombre ni siquiera se atreven a susurrar.
Hugh Howey
Espejismo
ePub r1.0
mantaraya 17.11.13
Título original: Wool
Hugh Howey, 2013
Diseño de portada: mantaraya
Editor digital: mantaraya
ePub base r1.0
Para Amber
Primera parte
HOLSTON
1
Los niños jugaban mientras Holston se dirigía hacia su muerte. Los oía chillar como sólo chillan los niños cuando se sienten felices. Mientras sus voces atronaban frenéticas más arriba, él se tomaba su tiempo para ascender dando vueltas y vueltas por la escalera de caracol, con zancadas metódicas y trabajosas de las viejas botas que resonaban contra el metal.
Los peldaños, al igual que las botas de su padre, exhibían muestras de desgaste. De la capa de pintura no quedaban más que fragmentos débilmente adheridos, sobre todo en las esquinas y partes interiores, donde nadie pisaba jamás. Los movimientos en otros tramos de la escalera levantaban pequeñas y temblorosas nubes de polvo. Holston podía sentir las vibraciones en la barandilla, desgastada hasta sacar el brillo del metal. Esto era algo que nunca dejaba de asombrarlo: que siglos de manos desnudas y pies arrastrados por el suelo pudieran desgastar el acero macizo. Una molécula cada vez, suponía. Cada vida podía llevarse una capa entera en el tiempo que tardaba el silo en llevarse esa vida.
Cada peldaño estaba ligeramente combado por generaciones de pasos, con el borde curvado como en una mueca triste. En el centro no quedaba casi ni rastro de los pequeños diamantes utilizados en su día para que la superficie no fuese tan resbaladiza. Su ausencia sólo se podía inferir por los restos originales que había a ambos lados, las pequeñas protuberancias piramidales que sobresalían de la superficie plana del acero, con sus bordes arrugados y sus manchas de pintura.
Holston levantó una de sus viejas botas sobre un viejo peldaño, se dio impulso y volvió a repetir el movimiento. Se ensimismó en la obra de los años incontables, la ablación de moléculas y vidas, capas y capas transformadas en fino polvo. Y pensó, no por primera vez, que ni la vida ni la escalera habían sido concebidas para una existencia como aquélla. Los estrechos confines de aquella espiral alargada que atravesaba el silo subterráneo como una pajita en un vaso no habían sido construidos para soportar un uso tan abusivo. Al igual que su cilíndrico hogar, se diría que la habían construido con otros objetivos, para fines olvidados mucho tiempo atrás. Lo que ahora servía de morada a millares de personas que se movían arriba y abajo por su estructura en repetitivos ciclos cotidianos, a Holston se le antojaba apropiado sólo para usarse en caso de emergencia, y por unas pocas decenas de seres humanos, como mucho.
Otro piso quedó atrás, una zona de dormitorios dividida como una tarta cortada en porciones. A medida que Holston se iba acercando a los últimos pisos en el último ascenso que jamás haría, la intensidad de la lluvia de infantil deleite que caía sobre su cabeza iba en aumento. Era la risa de la juventud, de unos espíritus que aún no habían comprendido el mundo en el que vivían, que todavía no sentían la presión de la tierra a su alrededor, que en su mente no estaban enterrados, en absoluto, sino vivos. Vivos y puros aún, como ponían de manifiesto los sonidos de alegría que descendían por la escalera, aquellos trinos incongruentes con los actos de Holston, con su decisión y su determinación de salir al exterior.
Cuando estaba acercándose al último piso, una voz juvenil resonó por encima de las demás y Holston se acordó de cuando era un niño en el silo, de las clases y los juegos. Por aquel entonces, el atestado cilindro de hormigón, con sus pisos y pisos de viviendas, talleres, huertas hidropónicas y salas de purificación repletas de marañas de tuberías, le parecía un vasto universo, un mundo tan grande que nadie podría nunca llegar a explorarlo entero, un laberinto en el que sus amigos y él podrían perderse para siempre.
Pero aquellos días distaban ya más de treinta años. Tenía la impresión de que su infancia se encontraba a dos o tres vidas de distancia y era algo de lo que había disfrutado otra persona. No él. A él, una vida entera como comisario le impedía acceder a aquel pasado. Y, más recientemente, estaba la tercera fase de su vida, una vida secreta más allá de su infancia y de sus obligaciones como comisario. Eran las últimas capas de su yo, machacadas hasta quedar transformadas en polvo, tres años transcurridos en silencio, a la espera de algo que nunca llegaría; tres años de los que cada día, por sí solo, había sido más largo que un mes entero de sus anteriores y más felices vidas.
Al llegar al final de la escalera en espiral, la mano de Holston dejó atrás la barandilla. La curva barra de acero desgastado desembocaba en las salas más grandes de todo el complejo: la cafetería y la sala contigua a ella. Los chillidos de alegría procedían de allí. Unas formas rápidas y brillantes zigzagueaban entre las sillas desperdigadas, jugando al gato y al ratón. Un puñado de adultos procuraba contener el caos. Holston vio que Donna estaba recogiendo ceras y tizas del suelo de baldosas manchadas. Su marido, Clarke, estaba sentado a una mesa cubierta de vasos de zumo y cuencos con galletas de fécula de maíz. Saludó a Holston con la mano desde el otro lado de la sala.
Holston no pensó siquiera en devolverle el gesto. No tenía energía ni ganas de hacerlo. Miró más allá de los adultos y los niños en pleno juego, hacia la borrosa imagen que aparecía sobre una de las paredes de la cafetería. Era la mayor vista que tenían del inhóspito mundo exterior. Una escena matutina. La tenue luz del alba bañaba unas colinas sin vida que apenas habían cambiado desde la infancia de Holston. Habían permanecido allí esperando, como siempre, mientras él pasaba de jugar al ratón y al gato entre las mesas de la cafetería a convertirse en el envoltorio vacío que ahora era. Más allá de las imponentes y onduladas colinas, en lo alto, un cielo del color de la podredumbre atrapaba los rayos del amanecer en forma de débiles destellos. En la distancia, sobre la tierra, se alzaban el vidrio y el acero antiguos, allí donde, según se creía, había vivido la gente una vez.
Un niño, que salió disparado del grupo como un cometa, chocó contra las rodillas de Holston. Éste bajó la mirada y alargó la mano para tocarlo —era el hijo de Susan—, pero al igual que un cometa, el niño se alejó otra vez y volvió a caer en la órbita de los demás.
Holston se acordó de pronto del sorteo de la lotería que Allison y él habían ganado el año en que ella murió. Aún conservaba el billete. Lo llevaba consigo a todas partes. Uno de aquellos niños —ahora tendría probablemente dos años y andaría correteando detrás de los demás— podría haber sido suyo. Habían soñado, como todos los padres, con la doble fortuna de unos gemelos. Y lo habían intentado, claro. Una vez extraído el implante de Allison, habían vivido una sucesión de noches gloriosas tratando de cobrar el premio, mientras los demás padres les deseaban suerte y otros jugadores de la lotería suplicaban en silencio que el año pasara en blanco.