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Alexandra Bracken - Mentes poderosas

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Alexandra Bracken Mentes poderosas

Mentes poderosas: resumen, descripción y anotación

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Cuando Ruby despierta en su décimo cumpleaños, algo en ella ha cambiado. Algo lo suficientemente alarmante como para que sus padres la encierren en el garaje y llamen inmediatamente a la policía buscando ayuda. Ha sucedido. Un fenómeno inexplicable le ha arrancado de la vida que siempre ha conocido, y la ha repudiado a Thurmond, el escalofriante campode rehabilitación del gobierno donde se destinan a los supervivientes. Ruby no ha sucumbido a la misteriosa enfermedad que ha aniquilado a la mayoría de niños de Estados Unidos, pero ella y los demás prisioneros se han convertido en algo mucho peor: porque han desarrollado poderosas habilidades mentales que no pueden controlar.

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Cuando Ruby despierta en su décimo cumpleaños, algo en ella ha cambiado. Algo lo suficientemente alarmante como para que sus padres la encierren en el garaje y llamen inmediatamente a la policía buscando ayuda. Ha sucedido. Un fenómeno inexplicable le ha arrancado de la vida que siempre ha conocido, y la ha repudiado a Thurmond, el escalofriante campode rehabilitación del gobierno donde se destinan a los supervivientes. Ruby no ha sucumbido a la misteriosa enfermedad que ha aniquilado a la mayoría de niños de Estados Unidos, pero ella y los demás prisioneros se han convertido en algo mucho peor: porque han desarrollado poderosas habilidades mentales que no pueden controlar.


Alexandra Bracken

Mentes poderosas

Mentes poderosas 0


Título original: The Darkest Minds

Alexandra Bracken, 2012

Traducción: Isabel Murillo


PRÓLOGO

Cuando estalló el ruido blanco estábamos en el jardín, arrancando malas hierbas.

Yo siempre reaccionaba mal. Daba igual si estaba en el exterior, comiendo en la Cantina o encerrada en mi cabaña. Cuando sonaba, sus tonos agudos me explotaban en los oídos como una bomba de fabricación casera.

Las demás chicas de Thurmond lograban serenarse pasados unos minutos y se olvidaban de las náuseas y de la sensación de desorientación con la misma facilidad con que se sacudían las briznas de hierba adheridas al uniforme del campamento. ¿Pero yo? Yo necesitaba horas para recomponerme.

Esta vez no tendría por qué haber sido distinta.

Pero lo fue.

No entendía qué podía haber pasado para provocar aquel castigo. Estábamos trabajando tan cerca de la alambrada electrificada del campamento que olía incluso a chamuscado y percibía en los dientes las vibraciones del voltaje. Tal vez alguien se había hecho el valiente y había traspasado los límites del Jardín. O tal vez, con un poco de suerte, alguien había hecho realidad nuestras fantasías y le había lanzado una piedra al soldado de las Fuerzas Especiales Psi más próximo. En ese caso, habría valido la pena.

Lo único que sabía seguro era que los altavoces acababan de vomitar dos bramidos de advertencia: uno corto, largo el otro. Me incliné sobre la tierra húmeda con los pelos de punta, las manos en los oídos y los hombros tensos, dispuestos a recibir el envite.

El sonido que emitían los altavoces no era en realidad ruido blanco. No era aquel siniestro zumbido que flota a veces en el ambiente cuando uno está sentado en silencio, ni el débil ronroneo de una pantalla de ordenador. Para el gobierno de los Estados Unidos y su Departamento de Juventudes Psi, era el hijo bastardo engendrado entre la alarma de un coche y la fresa del dentista, sintonizado a un volumen lo bastante elevado como para hacer sangrar los oídos.

Literalmente.

El sonido desgarró los altavoces y me hizo añicos hasta el último nervio del cuerpo. Se me abrió paso entre las manos, rugiendo por encima de los gritos de un centenar de monstruosos adolescentes, y se me plantó en el punto central del cerebro, donde era imposible alcanzarlo o arrancarlo.

Se me llenaron los ojos de lágrimas. Intenté aplastar la cara contra el suelo y el sabor a tierra y a sangre me llenó la boca. Una chica cayó a mi lado, con la boca abierta en un grito que no logré oír. Y todo a mi alrededor se desenfocó.

Sacudí el cuerpo al compás de las interferencias, enroscándome sobre mí misma como un pedazo de papel amarillento. Noté que unas manos me zarandeaban; oí a alguien pronunciar mi nombre —Ruby—, pero yo estaba demasiado lejos y no podía responder. Me iba, me iba, me iba, me sumergía en la nada, era como si la tierra me hubiese engullido de un solo trago. Luego la oscuridad.

Y el silencio.


CAPÍTULO UNO

Grace Somerfield fue la primera en morir.

O, como mínimo, la primera de la clase de cuarto, mi curso. Estoy segura de que, para entonces, miles, tal vez cientos de miles de niños, debían de haberse ido igual que ella. A la gente le llevó tiempo encajar todas las piezas… al menos habían concebido la manera de mantenernos en la inopia mucho después de que empezaran a morir niños.

Cuando las muertes salieron por fin a la luz, mi escuela de primaria prohibió estrictamente a los profesores y al personal que nos hablaran de lo que por aquel entonces se conocía como enfermedad de Everhart, en honor a Michael Everhart, el primer niño que había muerto víctima de la misma. Pero pronto, alguien decidió ponerle el nombre correcto: enfermedad neurodegenerativa idiopática aguda en adolescentes, o ENIAA. Y la enfermedad no había afectado únicamente a Michael. Sino a todos nosotros.

Todos los adultos que conocía ocultaban la verdad detrás de sonrisas y abrazos. Yo seguía aferrada a mi mundo de sol y ponis y a mi colección de coches de carreras. Si vuelvo la vista atrás, me cuesta creer lo ingenua que llegaba a ser, la enorme cantidad de indicios que pasé por alto. Incluso cosas notorias, como cuando mi padre, que era policía, empezó a trabajar muchas horas y no soportaba ni mirarme cuando por fin volvía a casa. Mi madre me sometió a un estricto régimen de vitaminas y se negaba a dejarme sola, ni siquiera por unos minutos.

Por otro lado, tanto mi padre como mi madre eran hijos únicos. Yo no tenía primos que hubieran muerto y encendieran con ello una señal de alarma, y la negativa de mi madre a permitir que mi padre instalara una «vorágine de basura y entretenimiento absurdo que te devora el alma» —esa cosa comúnmente conocida como televisor— aseguraba que mi mundo no se viese zarandeado por noticias espantosas. Esto, combinado con un control parental de acceso a Internet digno de la CIA, garantizaba que me preocupara mucho más la disposición de mis peluches sobre la cama que la posibilidad de morir antes de mi décimo cumpleaños.

Tampoco estaba en absoluto preparada para lo que sucedió el 15 de septiembre.

La noche anterior había llovido y mis padres me mandaron al colegio con las botas de agua rojas. En clase estuvimos hablando sobre los dinosaurios y practicamos caligrafía en cursiva antes de que la señorita Port nos enviara a comer con su habitual expresión de alivio.

Recuerdo con claridad hasta el más mínimo detalle de la comida de aquel día, no porque estuviese sentada en la mesa justo delante de Grace, sino porque ella fue la primera, y porque se suponía que aquello no tenía que suceder. No era vieja como el abuelo. No tenía cáncer como Sara, la amiga de mamá. Ni alergia, ni tos ni dolor de cabeza: nada. Murió de repente y ninguno de nosotros comprendió lo que ocurría hasta que ya fue demasiado tarde.

Grace estaba inmersa en un intenso debate sobre si en el interior de su gelatina había una mosca. Meneaba de un lado a otro la masa roja, que temblaba, y a punto estuvo de derramarse cuando Grace apretujó el vasito con demasiada fuerza. Naturalmente, todo el mundo, incluida yo, quería dar su opinión sobre si se trataba de una mosca o era un trozo de caramelo que Grace había metido allí dentro.

—Yo no soy mentirosa —dijo Grace—. Solo…

Se interrumpió. El vasito de plástico se le deslizó entre los dedos y golpeó la mesa. Abrió entonces la boca y fijó la mirada en algo que quedaba por detrás de mi cabeza. Frunció el entrecejo, como si estuviera prestando atención a alguien que intentaba explicarle una cosa muy complicada.

—¿Grace? —recuerdo que dije—. ¿Estás bien?

En el segundo que tardó en cerrar los párpados, vi que tenía los ojos en blanco. Grace exhaló un leve suspiro, tan suave que el aliento ni siquiera levantó los cuatro pelos castaños que se le habían pegado a los labios.

Los que estábamos sentados junto a ella nos quedamos paralizados, aunque todos debimos de pensar lo mismo: se ha desmayado. Un par de semanas antes, Josh Preston había perdido el conocimiento en el patio porque, según nos explicó más tarde la señorita Port, no tenía suficiente azúcar en el organismo… una cosa tan tonta como esa.

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