Alcolea Delgado Jose Angel - Algo Viene A Por Ti
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- Libro:Algo Viene A Por Ti
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- Año:2018
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Algo viene a por ti
JAAD
Primera edición: septiembre 2018
ISBN: 978-84-1304-439-2
Impresión y encuadernación: Editorial Círculo Rojo
© Del texto: JAAD
© Maquetación y diseño: Equipo de Editorial Círculo Rojo
© Fotografía de cubierta: Depositphotos.com
Editorial Círculo Rojo
www.editorialcirculorojo.com
info@editorialcirculorojo.com
Impreso en España — Printed in Spain
CAPÍTULO 1.
El rapto de Laura.
A ver; pongámonos en situación, a ver si soy capaz de hacer memoria… verano de 1936, aldea costera de Tau, al oeste de noruega, bordeando el gélido mar del norte, cerca del círculo polar ártico. Aunque raro que parezca, tratándose de este frío lugar, ese año pasamos un verano tórrido donde los haya. Aquel verano sería el qué, por coincidencias del destino, o no, trastocaría todo el resto de mi vida; de tal manera que en aquellos momentos ni siquiera empezaba a imaginar…
En un futuro muy distante, más de siglo y medio transcurrido; entorno al final de esta historia, unos familiares muy, muy lejanos se encuentran por primera vez en sus vidas. Y dos pequeños hermanos de 5 y 6 años, Ernesto y Margarita, desaparecen repentinamente de las camas en las que se encuentran durmiendo, en la casa de estos dos recién encontrados familiares; sus dos tatarabuelos Carlos y Laura, de este mismo pueblo e historia.
Los días aquí en Tau pasaban sin pena ni gloria; tras terminar las clases a mediados del mes de julio, más o menos, los chicos de mi edad nos divertíamos jugando por las calles del pueblo a lo primero que se nos ocurría; lo mismo era a pistoleros y vaqueros, que al escondite o incluso a canicas. El juego era lo de menos, el caso era pasar aquellos sofocantes días lo mejor posible.
Pero aquel fue un verano inusual, por el calor que hacía tanto de día como de noche. Las jornadas transcurrían sin dar la sensación de tener un claro final a la vista, y en donde las noches parecían ser eternas al no poder dormir apenas por el calor que te envolvía por todas partes, cual camiseta de plástico adherida al cuerpo. ¡Y los días!, ¡hay los días!; los días eran incluso peores, pues el sol se desplomaba sobre ti semejando ser un intrépido carterista que te roba la cartera sin percatarte de nada; pero éste no era un ladrón de vulgares carteras, sino que te arrebataba lentamente la vida con su dorada luz si no te andabas con cuidado.
Los ancianos del lugar, por mucho que se esforzaran, no eran capaces de hacer memoria, como suele suceder siempre en estos casos, para recordar un verano tan extremadamente caluroso.
En el parque del pueblo se instaló una mueva costumbre, que ni de lejos se nos hubiera ocurrido en veranos anteriores. Al hacer tanto calor por las noches, muchos de los lugareños nos pasábamos horas muertas escuchando a los ancianos del lugar relatar historias que no sabíamos si eran ciertas o inventadas; pero lo que sí eran de verdad, es muy entretenidas.
A muchos de nosotros reunidos en el parque del pueblo, el tiempo se nos pasaba sin que ni siquiera nos percatáramos de él; yo atento de pies cruzados sentado en el suelo, y con mi barbilla apoyada sobre mis dos manos, en forma de uve, no perdía detalle de lo que allí se comentaba. La joven Laura, mi amiga de diez años, le gustaba sentarse a mi lado, y juntos escuchábamos con ojos expectantes, las historias relatadas por los ancianos. A las tantas de la madrugada solía venir mi madre para que me fuese a la cama; ese día, antes de que esta (mi madre) viniese a por mí, Laura se alejó a la voz de la suya que la llamaba, desde la ventana de su casa (la cual se hallaba circundando la plaza del pueblo), para lo propio.
Yo como preadolescente de trece años, lógicamente no quería abandonar la tertulia tan interesante que se instalaba entre los mayores, tras el relato de la historia pertinente del día; unos decían que aquello o lo otro no era como lo contado, otros opinaban lo opuesto y algún que otro daba su propia opinión de los hechos, por cierto muy discutida por el resto; había instantes en los que todos hablaban al tiempo y no se entendía nada, ese era el momento que a mí más me gustaba; yo sentado en el suelo miraba a uno y a otro sin querer perderme detalle de lo contado. El caso era que bien entrada la noche más oscura y profunda, sólo iluminada con las amarillentas luces del parque y la blanquecina luz de la luna, el pueblo parecía estar más vivo que nunca.
Fuera del corrillo que se formaba en torno a las historias un silencio inusual, raro en aquel verano, lo envolvía todo. Normalmente escuchabas las historias que se contaban entorno a ti, y al mismo tiempo percibías hablar a gente en otros lugares de la plaza, como bajos ecos que se distribuían sin acuerdo por todas partes; pero aquella noche era distinta, rara y distinta, te girabas y sí, había gente por las calles y se les veía conversar, pero por algún motivo que desconozco los sonidos de sus palabras se ahogaban en la distancia; era como estar viendo una película muda. Los veías moverse y gesticular, pero el silencio más absoluto era todo lo que acompañaba su nocturna actividad.
A la mañana siguiente de un día cualquiera, muchos de los chicos y chicas del pueblo nos acercamos hasta una de las muchas orillas rocosas que bordeaban la comarca, para darnos un chapuzón en las frías aguas del oscuro, como la noche, mar del norte.
Las costas aquí no son en absoluto como las que se ven en las visuales revistas de viajes caribeñas, en donde las aguas son trasparentes y cristalinas, y te dan la sensación de ser dóciles cual perrito faldero; aquí las aguas son oscuras y frías, frías y bravas cual caballo salvaje; su helador tacto te hacía creer que tu piel era frotada sin piedad por una infinidad de minúsculos cristales que abrasaban tu cuerpo. A la vista, sólidas como el mármol, la oscura visión de estas aguas, te daba la sensación de que el poder caminar sobre ellas sería posible.
Aquello no era nada habitual en Tau, el bañarnos en aquellas aguas, ni siquiera en verano, e incluso en aquel caluroso verano; pues las aguas, aunque cálido era el ambiente, éstas cortaban como finos y afilados cuchillos de lo heladoras que estaban; apenas si aguantabas unos pocos segundos bañándote en ellas y tenías que salir disparado, como alma que lleva el diablo, con los labios casi amoratados y temblando cual explorador desamparado en altas y heladoras cumbres.
A las doce del medio día, ya habiéndose iniciado el mes de agosto, yo regresaba a casa por las callejuelas de Tau (en bañador de pernera hasta los muslos, camiseta al hombro y chancletas a los pies) tras el frío baño matinal que nos solíamos dar casi cada día en el mar. Aunque era algo totalmente irracional por lo helador de éste, la inconsciencia de la juventud podía más que el instinto ‘negacional’ de nuestros cuerpos a introducirnos en aquellas frías aguas.
Mi casa se encontraba subiendo una ligera cuesta, pasado el muelle de los pescadores; era un camino adoquinado, muy resbaladizo cuando estaba húmedo; pero que nosotros aprovechábamos, en aquellos casos, para descender por él, a toda mecha, montados en cualquier superficie que nos facilitara un veloz y vertiginoso descenso, con graves consecuencias para nuestros cuerpos en ocasiones.
Al llegar a casa, mi madre enfundada en la típica vestimenta de tareas del hogar, bata con mandil al frente, y su pelo castaño ya algo canoso recogido, me estaba esperando a las puertas de ésta. Su rostro reflejaba una evidente preocupación; sus ojos casi llorosos brillaban al reflejo del sol del medio día. Yo me preguntaba, ¿…?, al subir la pendiente adoquinada, qué era lo que podía haber sucedido; haciendo memoria no daba con nada que me sugiriese tal situación…
Cuando ya me encontraba a unos pocos pasos de mi madre, ésta los recorrió hacia mí; se agachó y me rodeó con sus brazos de tal manera que casi me corta la respiración. Entre sollozos, y sin casi entenderse sus palabras, me dijo que mi amiga Laura había desaparecido la noche anterior mientras se contaban historias en la plaza del pueblo. Yo me quedé sorprendido, pues ésta estuvo a mi lado casi todo el tiempo; sólo se alejó de mí un poco antes de que mi madre viniese a buscarme para ir a casa; cuando la suya (su madre) desde la ventana de su casa, que daba al parque, la llamó para lo propio.
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