King - Ventana secreta, secreto jardín
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- Libro:Ventana secreta, secreto jardín
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- Año:2009
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Ventana secreta, secreto jardín: resumen, descripción y anotación
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Soy una de esas personas que creen que la vida es una serie de ciclos…, de ruedas dentro de ruedas; algunas se mezclan con otras, otras giran solas, pero todas realizan una función repetitiva y concreta. Me gusta esa imagen abstracta de algo parecido a una eficaz máquina industrial, probablemente porque la vida real, cercana y personal, parece muy confusa y extraña. Es agradable poder distanciarse de vez en cuando y decir: ¡Al fin y al cabo, hay un esquema! ¡No sé qué significa, pero por Dios que lo veo!
Todas esas ruedas parecen completar sus ciclos aproximadamente al mismo tiempo, y cuando sucede -más o menos cada veinte años, creo-, pasamos por una etapa en la que terminamos cosas. Los psicólogos han inventado incluso una palabra para describir este fenómeno: lo llaman clausura.
Ahora tengo cuarenta y dos años y, al examinar los últimos cuatro de mi vida, puedo descubrir todo tipo de clausuras. Esto es tan evidente en mi trabajo como en todo lo demás. En It utilicé una increíble cantidad de espacio para terminar de hablar de los niños y de las vastas percepciones que iluminan sus vidas interiores. El año próximo tengo intención de publicar la última novela del ciclo CastleRock, Needful Things. Por otra parte, creo que esta historia es la última que dedicaré al tema de los escritores, la escritura y esa extraña tierra de nadie que existe entre lo que es real y lo que es ficticio. Sin duda, una buena cantidad de mis lectores, que han soportado pacientemente mi fascinación por este tema, se alegrarán de saberlo.
Hace unos años publiqué una novela llamada Misery que, al menos en parte, trataba de ilustrar la poderosa atracción que la ficción puede ejercer sobre el lector. El año pasado publiqué Lamitadoscura, donde trataba de explorar lo contrario: la poderosa atracción que la ficción puede ejercer sobre el escritor.
Mientras ese libro estaba en proceso de elaboración, empecé a pensar que tal vez hubiera una manera de contar ambas historias al mismo tiempo, enfocando algunos de los elementos del argumento de La mitad oscura desde un ángulo totalmente distinto. En mi opinión, escribir es un acto secreto -tan secreto como soñar-, y ése es un aspecto de este extraño y peligroso oficio en el cual nunca había reflexionado mucho.
Sabía que de vez en cuando los escritores revisaban viejos trabajos. John Fowles lo hizo con El mago, (y yo mismo lo hice con Apocalipsis), pero lo que tenía en la cabeza no era una revisión.
Quería tomar elementos familiares y reunirlos de una manera enteramente nueva. Lo había intentado hacer al menos una vez antes, reestructurando y poniendo al día los elementos básicos del Drácula de Bram Stoker para crear El misterio de Salem's Lot, y me sentía cómodo con la idea.
Un día de finales de otoño de 1987, mientras estaba pensando estas cosas, me detuve en el lavadero de nuestra casa para dejar una camisa sucia. Nuestro lavadero está en el segundo piso y es una habitación pequeña y estrecha. Metí la camisa en la máquina y me acerqué a una de las dos ventanas del cuarto. Sólo por curiosidad casual. Hace ya once o doce años que vivimos en la misma casa, pero nunca había mirado antes por esta ventana en particular. La razón es sencilla: colocada a nivel del suelo, casi escondida detrás de la secadora, medio oculta tras los cestos de ropa sucia, es una ventana que apenas sirve para mirar nada. De todos modos, me las arreglé para acercarme y miré afuera.
La ventana da a un pequeño recinto con suelo de ladrillo entre la casa y el solario anexo. Es una zona que veo casi todos los días, pero el ángulo de visión era nuevo. Mi esposa había puesto allí fuera media docena de tiestos, supongo que para que las plantas recibieran un poco del sol de comienzos de noviembre, y el resultado era un jardincillo encantador que sólo yo podía ver.
Naturalmente, lo que se me ocurrió es el título de este cuento. Me pareció una metáfora excelente para lo que hacen con sus días y sus noches los escritores, sobre todo los que escriben historias fantásticas. Sentarse ante la maquina o coger un lápiz es un acto físico; la analogía espiritual es mirar por una ventana casi olvidada, una ventana que ofrece una vista común desde un ángulo enteramente distinto, un ángulo que convierte lo ordinario en extraordinario.
El trabajo del escritor es mirar por esa ventana e informar de lo que ve.
Pero a veces la ventana se rompe. Creo que ése, más que ningún otro, es el tema de este relato: ¿qué le sucede al observador atento cuando la ventana entre la realidad y lo irreal se rompe y el cristal empieza a volar?
Morton Rainey, que acababa de despertar de la siesta y todavía se sentía un tanto alejado del mundo real, no tenía ni idea de qué podía decir. Aquello no le sucedía nunca cuando estaba trabajando, enfermo o sano, totalmente despierto o medio dormido.
Era un escritor, y casi nunca tenía dificultades para poner en boca de sus personajes una réplica aguda. Rainey abrió la boca, no encontró en ella ninguna réplica aguda, por tímida que fuera, y volvió a cerrarla.
Pensó: "Este hombre no parece enteramente real. Parece un personaje de una novela de William Faulkner."
Eso no lo ayudaba a resolver la situación, pero era una verdad innegable. El tipo que había llamado a su puerta en aquella casa del oeste de Maine aparentaba unos cuarenta y cinco años y era muy delgado. Tenía un rostro apacible, casi sereno, atravesado por surcos profundos, que se extendían horizontalmente a través de su amplia frente formando olas regulares, descendían desde las comisuras de los labios delgados hasta la mandíbula, e irradiaban en diminutos haces desde el rabillo de los ojos. Los ojos eran de un azul brillante, intenso. Rainey no podía decir de qué color tenía el cabello, pues el hombre llevaba un gran sombrero negro de copa redonda, encasquetado de tal modo en la cabeza que la parte inferior del ala tocaba las puntas de sus orejas. Se parecía a esos sombreros que usan los cuáqueros. No le asomaban patillas, de modo que, a juzgar por lo que Morton Rainey veía, podía ser tan calvo como Telly Savalas.
Llevaba una camisa de trabajo azul, prolijamente abotonada hasta ceñir la piel fláccida y enrojecida de su cuello pese a no llevar corbata. El faldón de la camisa desaparecía en el interior de unos tejanos, en apariencia demasiado grandes para él. Los pantalones descansaban sobre un par de zapatos de trabajo de un amarillo desvaído, que parecían hechos para caminar por el surco de una tierra recién arada, unos tres pasos y medio detrás del culo de una mula.
–¿Y bien? – preguntó, al ver que Rainey continuaba mudo.
–No lo conozco -dijo por fin Rainey. Era lo primero que decía desde que se había levantado del diván para abrir la puerta, y a él mismo le sonó de una estupidez sublime.
–Eso ya lo sé -replicó el hombre-, y no tiene ninguna importancia. Pero yo sí lo conozco a usted, señor Rainey, y eso es lo que importa. Usted me robó la historia -insistió, tendiendo la mano.
Hasta aquel momento, Rainey no se había dado cuenta de que llevaba algo en ella. Era un fajo de papeles, pero no uno cualquiera. Se trataba de un manuscrito. Pensó que, tras permanecer cierto tiempo en el negocio editorial, cualquiera es capaz de reconocer un manuscrito.
Sobre todo un manuscrito rechazado.
Y, un momento después, se dijo: "Morton, chico, menos mal que no era un revólver. Hubieras llegado al infierno antes de enterarte de que habías muerto."
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