Créditos
Títuo original: Multiversum. Memoria
Traducción: Juan Carlos Gentile Vitale
1.ª edición: enero 2015
© 2013 Leonardo Patrignani
© Ediciones B, S. A., 2015
para el sello B de Blok
Consell de Cente, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Publicado por primera vez en Italia en 2013 por Arnoldo Mondadori Editore S.p.A., Milán
Publicado por acuerdo con Piergiorgio Nicolazzini Literary Agency (PNLA)
DL B 215-2015
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-936-7
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright , la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Marco se encaminó hacia el muelle, decidido a no interferir en el encuentro entre Alex y sus padres.
Se devanaba los sesos sobre las pullas de Jenny. Era evidente que no le caía simpático. Quizá porque, en el fondo, él era el tercero en discordia. Por el bien de Alex, si hubiera podido, se habría apartado. Habría desaparecido, no se habría entrometido. Pero había que salir de aquel sitio.
«Debe de haber un modo...», pensó mientras paseaba por la lengua de tierra, entre dos filas de escollos, que iba a morir en el mar. Un escenario relajante, plácido.
Precisamente en un muelle similar a aquel había comenzado todo, lo recordaba bien. En la Altona Beach Pier de Melbourne, donde Alex y Jenny se habían citado y no se habían encontrado, por lo que descubrieron que vivían en dos realidades paralelas.
Marco se detuvo, con un pie apoyado en un escollo, y levantó la mirada para admirar las primeras conste laciones nocturnas. El aire fresco lo obligó a cerrarse la chaqueta hasta el cuello. Ya había localizado el Cinturón de Orión, un verdadero punto de referencia en la infancia de Alex y Jenny. Luego vislumbró la inconfundible forma de Júpiter, una pequeña esfera mucho más compacta que los puntitos luminosos que la rodeaban. A simple vista no conseguía ver los cuatro satélites, pero recordaba perfectamente las noches pasadas frente a la ventana de la sala, con la silla de ruedas colocada junto al telescopio, la cabeza de lado, las gafas puestas de cualquier manera en el pelo desgreñado y el ojo derecho pegado al objetivo. Su «medio», como lo llamaba él, capaz de efectuar ampliaciones notables, de vislumbrar no solo los satélites de aquel planeta sino también extraordinarios frescos del cosmos como la nebulosa de Andrómeda o las Pléyades. Era su tercer ojo, la ventana al universo que lo arrastraba por las galaxias en las raras noches milanesas en que el cielo lo permitía.
Recordaba cada detalle. Bastaba cerrar los ojos y era como tener enfrente las ópticas, el contrapeso y el trípode. La ventana de la sala. La mesa de trabajo, con los tres fieles ordenadores alineados uno junto al otro. El sillón con los brazos gastados en el que se sentaba siempre Alex. La fila de neones azules que iluminaba la pared a sus espaldas. Cuando Marco volvió a abrir los ojos, Memoria había adquirido la apariencia de su casa.
El tren en que viajaba Jenny llegó a la parada de Plaza de Cataluña y la mayor parte de la gente que estaba junto a ella salió. Escuchar a escondidas algunas conversaciones en catalán le dio la misma sensación experimentada durante la excursión, cuando con una amiga se había sentado, en el convoy del metro, junto a dos señores que sin duda estaban discutiendo de fútbol.
Jenny siguió el río de personas y salió finalmente al aire libre. Su mirada se extendió por la plaza, que recordaba muy bien: el imponente edificio de El Corte Inglés se erguía sobre el lado opuesto, mientras frente a ella algunos niños se perseguían por el jardín en el centro de la plaza. Se había sentado en uno de aquellos bancos, con sus compañeros de clase. No podía olvidarlo. Había sido allí donde Sean lo había intentado por primera vez, sin éxito. Su físico esculpido por el surf no bastaba, la tez dorada, los ojos claros y el timbre cálido de su voz no eran suficientes. Porque él no era Alex, aunque Alex en aquellos tiempos existía solo en su cabeza.
Jenny se volvió y encontró con la mirada el letrero del Hard Rock Café. Dejó pasar un bus turístico e intercambió una fugaz sonrisa con una señora rubia de rasgos de Europa del norte sentada en el piso superior, descubierto y lleno de gente, concentrada en sacar fotografías. Entonces cruzó la calle.
Caminar por Memoria era como vivir en un continuo déjà vu , ahora ya se había acostumbrado. Cuanto más miraba a su alrededor, más aparecían fragmentos de su pasado. Desordenados y confusos. Reflexionó en ello mientras andaba hacia la entrada del local: a aquella señora no la había visto durante la excursión, no era una turista. Era una suplente de matemáticas, que algunos meses antes había sustituido durante una hora a su profesora, en el Scoresby Secondary College. Y no era australiana. Era alemana.
Jenny entró en el Hard Rock Café, decidida a expulsar aquel enésimo recuerdo. Una muchacha con el pelo rapado la acogió de inmediato con una amplia sonrisa y la voz chillona:
—¡Hola! ¿Estás sola?
Ella sonrió, incómoda, y asintió, huyendo con la mirada hacia una vitrina que ocupaba la pared cercana a la entrada. Enmarcaba un traje negro y largo, con una fila de tachuelas en las mangas y un cinturón de piel apretado a la altura de la cintura. La placa de abajo decía:
CRISTINA SCABBIA — LACUNA COIL
DARK ADRENALINE TOUR
—Sígueme, por favor... —le dijo la chica.
Jenny se hizo acompañar a una mesa. Mientras caminaba detrás de la camarera, un Mustang dorado llamó su atención, ofreciéndose en todo su esplendor. Estaba colgado sobre la barra circular del bar y giraba sobre sí mismo. Un verdadero himno a la llamativa y vistosa fachada que Estados Unidos ofrecía en las cadenas de restaurantes en que triunfaban reliquias musicales y cinematográficas.
La camarera señaló a Jenny una mesa libre, luego se alejó. La chica no tuvo tiempo de sentarse cuando la voz de Lily Dover chilló a sus espaldas.
—Eh, asocial, ¿quieres unirte a nosotros o no?
Tenía que habérselo imaginado. Había estado en aquel local con sus compañeros de clase, en la única tarde en que los profesores los habían dejado libres. Cuando se volvió, lo primero que vio fue el carmín exagerado en los labios de Lily. La consideraba una boba y siempre la había ninguneado. Lo detestaba todo de ella: la manía de ser siempre el centro de la atención, el tono de la voz, aquella continua gesticulación, la ropa excesivamente provocativa. Era obvio que atrajera a los chicos como la miel... Al menos la mitad de los varones de su clase habían tenido algo que ver con Lily Dover. Jenny la usaba como una especie de papel tornasol: si un chico hacía caso a aquella fresca acababa automáticamente en su lista negra, lo cual incluía a la mayor parte de sus compañeros.
«Solo faltaba esta», pensó mientras se unía de mala gana al grupo de amigos. Por un momento deseó volver donde Alex, a la carrera, aunque esto significaba compartirlo con Marco. Mientras estuvieran atrapados en Memoria, había pocas alternativas.
Lo que Jenny no sabía, mientras se sentaba entre Lily y Sean en la mesa del Hard Rock Café, era que Alex ya no se encontraba en el paseo marítimo, donde lo había dejado. Estaba sentado a la mesa de la cocina, como un inesperado huésped de un recuerdo de su madre sepultado quién sabe dónde, mientras Valeria y Giorgio subían las escaleras de casa y se intercambiaban efusiones dignas de dos enamorados en su primera cita.
Alex estaba allí, en la cocina.
Pero aún no había nacido.
Sus ojos estaban arrebatados por la primera página del Corriere della Sera y clavados en aquella fecha: 1996. El ruido de las llaves en la cerradura lo sobresaltó. Se volvió de golpe, y, mientras la llave daba cuatro vueltas, consiguió escabullirse por el pasillo, en dirección a su habitación.
Página siguiente