«Son como dos gotas de agua», dice el abuelo cuando mamá y la abuela discuten. «No discutimos, nosotras siempre hablamos así», responden una u otra si se lo echas en cara. Y lo mejor que puedes hacer es dejarlas solas.
Ahora ya sé que eso de que son como dos gotas de agua quiere decir que son iguales, me lo explicó el abuelo, y entonces se metió en el despacho de mis padres y salió con un álbum lleno de polvo para enseñarme unas fotos de cuando la abuela tenía la edad de mamá:
–¡Son clones! –dije.
Desde aquel día, mamá y la abuela son «las clonecitas». Ellas no lo saben, pero es que el abuelo y yo tenemos unos cuantos secretos.
En una de las fotos salía la abuela sentada en el banco de piedra de delante de su casa, con el delantal puesto, y mamá hacía garabatos en el suelo de cemento con una tiza. Al lado había un árbol dibujado, muy grande, casi de tamaño real.
–Mi sauce llorón –me dijo el abuelo–, un día te lo contaré.
EL NIÑO
–Joan, ve a comprar el pan con el niño.
«El niño» soy yo. Ahora, siempre que mandan al abuelo a hacer algún recado voy yo en el mismo paquete. A veces no me apetece, porque estoy jugando o leyendo, o incluso haciendo los deberes. Pero acompañar al abuelo pasa por delante de todo desde hace unas semanas.
–Por lo visto, hay que ir a por el pan, Jan.
Cuando salimos, el abuelo me coge fuerte de la mano y me hace leer los nombres de todas las calles. Quiere que me aprenda todos los caminos que hacemos, porque se ve que ya soy mayor y pronto iré yo solito por el mundo. Y cuando me dice eso me falta un poco el aire, porque pone unos ojos como de cristal que no le había visto nunca. Pero le hago caso, al abuelo siempre le hago caso, y leo las placas: Urgell, Borrell, Tamarit, Viladomat...
–No te fíes de las tiendas, que cambian constantemente. Lo único que no cambia son las calles.
Y mira las placas de mármol blanco con las letras oscuras como si para llegar a casa tuviéramos que descifrar mensajes en cada chaflán.
TU ABUELO
–Llama a tu abuelo, que vamos a cenar enseguida.
Cuando la abuela dice «tu abuelo», nos saltan todas las alarmas.
La abuela Caterina casi siempre está de buen humor. «Casi», he dicho. Cuando no lo está, el que recibe es el abuelo, que es el primero al que deja de hablar.
Los días se dividen entre los «Rey, ya está la cena, llama al niño» y los «Llama a tu abuelo, que vamos a cenar enseguida». De los primeros hay más que de los segundos. O había. Hace unos días que ese «tu abuelo» lo oigo todas las noches.
Y las clonecitas discuten poco, más bien cuchichean en la cocina. Cierran del todo la puerta, como cuando mamá hace sardinas a la brasa o cuando papá se empeña en que toca cenar col. Pero no son malos olores lo que no puede salir de allí.
Mientras la puerta está cerrada, el abuelo no aparta la vista del pomo, yo diría que ni parpadea, que cuenta los segundos y, cuantos más pasan, más se le vacía la mirada.
Y siempre es la abuela la que aparece primero cuando se abre la puerta, y busca con prisa los ojos del abuelo, que se llenan de luz al toparse con los suyos.
COMO UN RELOJ
El abuelo Joan era relojero. «¡Y sigo siéndolo!», refunfuña. El relojero del pueblo. Le gusta decir que Vilaverd funcionaba como un reloj gracias a él. Y yo me lo creo. Me lo creo y me pregunto si, ahora que los abuelos viven con nosotros, en el pueblo son las cinco cuando tienen que ser las cinco o si, minuto a minuto, van perdiendo el tiempo de vista.
El abuelo se ríe. Dice que ahora ya no lo necesitan. Pero no es verdad. Cada día llama alguien de allí preguntando por él y, mientras dura la conversación, mamá y la abuela dejan lo que estaban haciendo y escuchan con una atención que me pone un pelín nervioso.
Y cuando cuelga empieza el interrogatorio: ¿quién era? ¿Qué quería? ¿Qué te ha dicho? ¿Y tú qué le has contestado? Y el abuelo responde cada vez más desinflado, más pequeñito en una butaca enorme, hasta que se le ponen otra vez los ojos de cristal y las clonecitas se encierran en la cocina a cuchichear.
DOS LETRAS
Cuando el abuelo coge el periódico ya no es el abuelo. Es un señor mayor que lee las noticias. Pone una cara que no reconozco. Y me gusta espiarlo. Lo miro fijamente hasta que deja de ser él. Y de repente llega a la página del crucigrama, levanta la vista del papel y me mira mientras busca el bolígrafo en la mesita. «¿Ya has hecho los deberes?», pregunta, y vuelve a ser el abuelo.
El crucigrama le dura muy poco. Lo hace deprisa y siempre lo termina. Siempre lo terminaba. Hace unos días que se entretiene un poco más y antes de ayer le faltaron dos letras para acabarlo. Lo vio papá cuando cogió el periódico por la noche.
–¡Suegro, que le faltan dos letras! –exclamó levantando la página de los pasatiempos.
–Ya.
El abuelo no dijo nada más que eso, dos letras. Papá también se calló y me miró con los ojos de cristal del abuelo. Mamá y la abuela estaban en la cocina y, no sé por qué, eso me tranquilizó.
SILENCIO
El abuelo en silencio me asusta.
El abuelo siempre hacía ruido, como los relojes de antes, que nunca dejaban de hacer tictac. Hasta que se estropeaban.
Ahora de golpe se queda callado y, si estoy solo con él, me pongo yo a hablar por los dos.
Pero si están mamá o la abuela el silencio pesa tanto que tengo que respirar más fuerte para no ahogarme. Se callan los tres y a mí me falta el aire. Entonces, cuando me oyen inspirar con tanto ruido, fuerzan una sonrisa y todos intentan seguir con lo que estaban haciendo.
En realidad, ya puedo hacer el ruido que quiera, que el silencio se queda allí un buen rato, al pie de la butaca del abuelo, y me parece que lo veo respirar, él sí muy tranquilo, como si de verdad no echara de menos el tictac.
MERENDAR
Ahora meriendo mejor. La abuela me hace el bocadillo media hora antes de que salga del cole y el abuelo me lo lleva cuando va a recogerme. Antes me lo hacía mamá por la mañana y lo llevaba todo el día en la mochila, ablandándose.
La merienda es lo único que ha mejorado con el cambio. El pan cruje, elijo lo que quiero que lleve dentro y me lo como acompañado del abuelo, que parece un poco más feliz con cada mordisco que le doy.
–¡Te envidio esa hambre, Jan!
Y cuando dice eso me pasa los dedos por el pelo y me despeina, y yo me aparto su mano de la cabeza sin dejar de masticar.
–¿Quieres?
–No, no. Ése es el problema, que no quiero.
Así que me acabo el bocadillo un par de calles antes de llegar a casa sin entender para qué quiere el abuelo mi hambre, él que siempre dice que de pequeño pasó tantísima.
ALGO
Un día mis padres fueron a verme a mi cuarto mientras hacía los deberes y me miraron con cara de estar a punto de decirme algo importante. Se sentaron en la cama.
–Ven, siéntate aquí en medio, Jan, hijo.
–Tu padre y yo tenemos que contarte algo.
–Algo bueno.
No parecía que fuera nada bueno, por las caras que ponían.
–El abuelo Joan y la abuela Caterina van a venir a vivir con nosotros a partir del mes que viene.
Esperé a ver si sonreían, pero nada. Para mí era una buena noticia, digna como mínimo de un «¡Viva!» y un abrazo. Los abuelos en casa con nosotros, como en vacaciones pero al revés.