George Simenon - Las Investigaciones De Maigret
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George Simenon
LAS INVESTIGACIONES DE MAIGRET
Maigret 14
LA BARCA DE LOS AHORCADOS
El guarda de la esclusa de Coudray era un tipo delgado, de aspecto triste, con traje de pana, con bigotes caídos, ojo desconfiado, un tipo como se encuentran muchos entre los administradores de propiedades. No hacía diferencia alguna entre Maigret y las cincuenta personas, gendarmes, periodistas, policías de Corbeil y miembros del Tribunal a los que, desde hacía dos días, había contado su historia. Y, mientras hablaba, continuaba vigilando, río arriba y río abajo, la verdosa superficie del Sena.
Era noviembre. Hacía frío y un cielo completamente blanco, de un blanco crudo, se reflejaba en el agua.
—Me había levantado a las seis de la mañana para cuidar a mi mujer (y Maigret pensó que son siempre estos hombres honrados de triste mirada los que tienen mujeres enfermas a las que cuidar). Ya al encender el fuego me había parecido oír algo... Pero fue más tarde, mientras preparaba una cataplasma, en el primer piso, cuando por fin comprendí que alguien gritaba... Bajé... Una vez en la esclusa, distinguí vagamente una masa negra junto a la presa...
» —¿Oue pasa? gritó.
»—¡Socorro! —respondió una voz ronca.
»—¿Qué hace usted ahí? —le pregunté.
»—¡Socorro! —contestó.
»Y subí a mi barquilla para ir hasta allí. Vi que se trataba del "Astrolabio". Como por fin empezaba a clarear, acabé por divisar al viejo Claessens en el puente. Juraría que todavía estaba borracho y que, al igual que yo, tampoco sabía lo que la barca hacía junto a la presa. El perro estaba suelto a pesar de que le pedí que lo sujetara...
»He aquí...»
Lo que importaba, para él, era que una barca hubiese ido a adosarse a la presa con riesgo, si la corriente hubiese sido más fuerte, de hundirse. Pero que a bordo, además del viejo carretero borracho y un gran perro pastor, se hubiesen encontrado dos ahorcados, un hombre y una mujer, eso no le importaba.
El «Astrolabio», sueltas las amarras, estaba todavía allí, a ciento cincuenta metros, custodiado por un gendarme que se calentaba recorriendo la orilla. Se trataba de una vieja barca sin motor, una «cuadra», como se les llama a los barcos que recorren los canales y que llevan los caballos a bordo. Los ciclistas que pasaban se volvían hacia aquel cascarón grisáceo del que hablaban todos los periódicos desde hacía dos días.
Como de costumbre, el ser designado el comisario Maigret, era tanto como decir que no había ningún nuevo indicio que recoger. Todo el mundo se había ocupado de la investigación y los testigos ya habían sido interrogados cincuenta veces, en primer lugar por los gendarmes, luego por la policía de Corbeil, los magistrados y los reporteros.
—¡Ya verá usted como ha sido Émile Gradut el autor de la faena! —le habían dicho.
Y Maigret, que acababa de interrogar a Gradut durante dos horas, había vuelto sobre sus pasos, con las manos en los bolsillos de su grueso abrigo, con aire gruñón y mirando el desagradable paisaje como si hubiese querido comprar allí una parcela.
El interés no estaba en la esclusa de Coudray a donde había ido a chocar la barca, sino al otro lado del saetín del molino, a ocho kilómetros más arriba, en la esclusa de la Citanguette.
El mismo decorado que abajo en suma. Las aldeas de Morsang y de Seine—Port estaban en la otra orilla, bastante lejos. Sólo se veía el agua tranquila bordeada de tallos con, a veces, los restos de una antigua cantera de arena.
Pero, en la Citanguette, había una taberna, por lo que los barcos hacían lo imposible por fondear allí. Una verdadera taberna de marineros en donde se vendía pan, conservas, salchichón, cordajes y avena para los caballos.
Se puede decir que fue allí donde verdaderamente Maigret llevó a cabo su investigación, sin aparentarlo, bebiendo de tanto en tanto un vaso, sentándose cerca de la estufa, yendo a dar una vueltecita por fuera mientras que la dueña, casi tan rubia como un albino, le miraba con un respeto entremezclado de ironía.
*
Esto era lo que se sabía de la tarde del miércoles. En el momento en que empezaba a oscurecer, el «Aguilucho VII», un pequeño remolcador del alto Sena, había dejado, como polluelos, a sus seis barcas ante la esclusa de la Citanguette. En aquel momento caía una lluvia fina. Una vez amarrados los barcos, los hombres, como siempre, se habían dirigido a la taberna mientras que el guarda de la esclusa abría las manivelas.
El «Astrolabio» apareció al cabo de una media hora más tarde cuando la oscuridad va era completa. El viejo Arthur Aerts, el patrón, estaba al timón, mientras que, en el camino, Claessens marchaba delante de sus caballos con la fusta a la espalda.
Luego el «Astrolabio» había echado las amarras detrás del convoy. Claessens había encerrado a sus caballos. En aquel momento, nadie, en suma, se había ocupado de ellos.
Por lo menos eran las siete y va todo el mundo había comido la sopa cuando Aerts y Claessens habían entrado en la taberna y se habían sentado ante la estufa. El patrón del «Aguilucho VII» llevaba el peso de la conversación y los dos viejos no intervinieron.
La albina dueña, con un bebe en brazos, les sirvió cuatro o cinco veces orujo sin preocuparse de ellos.
Era así como ocurría. Maigret, ahora, se daba cuenta. Más o menos todo el mundo se conocía. Se entraba esbozando un vago saludo. Se iba a coger un sitio sin decir nada... A veces, también entraba una mujer, pero era para comprar para el día siguiente, mientras le decía a su marido ocupado en beber: —No vuelvas muy tarde...
—Aquello también había ocurrido con la mujer de Aerts, Emma, que había comprado pan, huevos y un conejo.
Y, desde este momento, cada detalle adquiría una importancia capital, cada testimonio se convertía en extremadamente precioso. También, Maigret insistía.
—¿Está seguro de que cuando se fue, hacia las diez, Arthur Aerts estaba borracho?
—Completamente borracho, como siempre... —le respondió la dueña.
Era un belga, un gran hombre en el fondo, que se sentaba en su rincón sin abrir la boca y que bebía hasta que justo le quedaban fuerzas para volver a bordo...
—¿Y Claessens, el carretero?
—Necesitó un poco más. Se quedó un cuarto de hora más, poco más o menos; luego se marchó, tras haber vuelto a buscar la fusta que se había olvidado...
Hasta allí, todo iba bien. Era fácil de imaginar la orilla del Sena, la noche, bajo la esclusa, el remolcador en cabeza, las seis chalanas detrás, luego la barca de Aerts, con, en cada barco, una linterna de señalización, y, por encima del conjunto, una lluvia fina e incansable.
Hacia las nueve y media, Emma subía a bordo con sus provisiones. A las diez, entraba Aerts, completamente borracho, como decía la tabernera. Y a las diez y cuarto, el carretero se dirigía al «Astrolabio».
—Yo sólo esperaba que se fuera para cerrar, porque los marineros se acuestan temprano y ya no quedaba nadie...
Eso era todo lo sólido, lo controlable. Desde este momento, ni la menor información precisa. A las seis de la mañana, el patrón del remolcador se extrañaba al no ver al «Astrolabio» detrás de sus barcas y un poco más tarde se percataba de que las amarras habían sido cortadas.
En el mismo momento, el guarda de la esclusa de Coudray, que cuidaba a su mujer, oía los gritos del viejo carretero y descubría un poco más tarde la barca junto a su presa.
El perro, en el puente, estaba suelto. El carretero, que acababa de despertarse a causa del choque, no sabía nada y pretendía que había dormido toda la noche en su cuadra, como de costumbre.
En la parte de atrás, en la cabina, se descubría a Aerts colgado, no por medio de una cuerda, sino con la cadena del perro. Luego, detrás de una cortina que disimulaba el lavabo, se encontraba a su mujer, Emma, colgada, por medio de una sábana de la cama.
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