Georges Simenon - Memorias íntimas
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- Libro:Memorias íntimas
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2020
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Memorias íntimas: resumen, descripción y anotación
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GEORGES SIMENON nació en la ciudad belga de Lieja en 1903. Su obra comprende un total de ciento noventa y tres novelas publicadas con su nombre junto a un numero indefinido de otras publicaciones que el autor firmó con distintos seudónimos. La fama de su personaje más conocido, el comisario Maigret, oscureció a veces la importancia de sus otras obras, entre las que destacan Pedigree (1952) y Memorias íntimas (1981), dos textos autobiográficos de impecable factura. El autor murió en la ciudad suiza de Lausana en 1989.
Sábado, 16 de febrero de 1980
Hija mía,
Sé que has muerto y, sin embargo, ésta no es la primera vez que te escribo. Hubieras querido irte discretamente, sin molestar a nadie. Pero tu muerte ha puesto en marcha muchos engranajes administrativos y de los otros y, aún hoy, notarios y procuradores se esfuerzan en resolver ciertos problemas que la obstinación de tu madre sigue planteando y que, quizá, tarde o temprano, tendrán que resolver los tribunales.
Fue nuestro buen amigo el doctor Martinon, de Cannes, con quien habías quedado en hablar por teléfono el viernes 15 quien dio la alarma. Tu teléfono sonaba en vano. Martinon llamaba una y otra vez, y a la postre se enteró de que la línea estaba cortada. De madrugada llamó a Marc, que, de entre tus hermanos, es el que vive más cerca de París. Marc y Mylène acudieron rápidamente a los Champs-Elysées y encontraron la puerta de tu apartamento cerrada por dentro. El portero no tenía duplicado de la llave, y hubo que llamar al comisario del barrio, que llegó inmediatamente y avisó a un cerrajero.
Tu apartamento estaba perfectamente ordenado y limpio, como si, antes de partir, hubieras procedido a una minuciosa limpieza, habiendo incluso lavado y planchado tu ropa interior y tus vestidos. Todo estaba en su sitio. Y tú yacías sobre la cama, con un pequeño agujero ensangrentado en el pecho.
¿De dónde procedía la pistola del veintidós de un solo tiro? ¿Quién había comprado las balas?
Empezó entonces una investigación judicial: forense, autoridades judiciales, especialistas de la Identidad Judicial; y yo, desde mi pequeña casa de Lausana; asistía a toda esta barahúnda que tan a menudo he descrito en mis novelas.
Terminado el reconocimiento del lugar y trasladado ya tu cuerpo al Instituto médico-legal, pude evitar que te practicaran la autopsia; pero por teléfono rogué al comisario que hiciera el favor de precintar tus dos puertas.
Hace cerca de un mes, los sellos fueron retirados durante unas horas para permitir un inventario oficial, realizado por un perito tasador, ante el notario, un portero de estrados, el comisario del barrio, dos abogados, el de tu madre y el que nos representaba, y tus tres hermanos. También estaban tu madre y Aitken, que me reemplazaba, pues yo ya no puedo viajar. Todo el mundo iba y venía en torno a tu lecho, que estaba tal como lo habían encontrado hace casi dos años.
Después; colocaron de nuevo los precintos; y no sé cuándo los retirarán. Es un poco como si tu cuerpo mantuviera aún su calor después de quinientos seis días.
Como no lo pude hacer personalmente, fue Aitken, sentada junto al conductor del vehículo mortuorio, quien te trajo a Lausana, según tu deseo. Yo te estaba esperando, y te instalamos en un salón de pompas fúnebres de la ciudad. Allí, abrumado, permanecí cerca de una hora a solas contigo.
Cumplí escrupulosamente tu última voluntad, que encontramos en un escrito sobre tu cama. No hubo ceremonia alguna. Al día siguiente, unas cuantas personas se reunieron ante tu ataúd, mientras un organista tocaba a la sordina una pieza de Johann Sebastian Bach, que tanto nos gustaba a ti y a mí. Flores en abundancia. Las mías fueron brazadas y brazadas de lilas blancas que, a mi modo de ver, armonizaban con la muchachita alegre que yo había conocido.
En primera fila, del lado izquierdo, cuatro hombres de pie, hombro con hombro, tus tres hermanos, Marc, Johnny y Pierre, y yo junto al pasillo central.
Al otro lado del pasillo, tu madre y una dama a quien yo no conocía.
Detrás de tus hermanos y de mí, Mylène, Boule y Teresa, y, tras ellas, dos o tres amigos tuyos, que me habías pedido invitara a la ceremonia.
Veinte minutos de inmovilidad y de música. A una señal del maestro de ceremonias, salí el primero, después de haber quedado con tus hermanos para encontrarnos el día siguiente. Me reuní con Teresa, fuera, y ella me llevó a casa. Yo estaba aturdido, como si, de repente, me hubiera convertido en un anciano.
Sabíamos, sentados los dos junto a la chimenea, que en aquel mismo momento, en el crematorio, estaba siendo incinerado tu cuerpo. Yo me había asegurado, en conformidad con tu pertinaz petición, de que llevaras el anillo de oro que habías insistido en que te comprara cuando sólo tenías ocho años y que varias veces habías tenido que ensanchar.
Al día siguiente; muy temprano, el empleado de pompas fúnebres nos trajo la cajita que contenía tus cenizas y, una vez solos, cumplí tu último deseo; esparcí aquellas blancas cenizas por el pequeño jardín de nuestra casa rosa.
Poco después, llegaron tus hermanos. Brillaba un sol claro, la hierba lucía un hermoso color verde.
Por última vez, era yo un sonámbulo, como en tiempos de mi infancia, pero, a medida que miraba el jardín, el violento dolor que me había abrumado durante la larga semana de espera cedía ante un sentimiento de ternura que noto aún en mí cada vez que contemplo el jardín y los pájaros picoteando en él. Y esto, dada la posición de mi sillón, que tú conoces muy bien, me ocurre cien veces al día.
He adquirido la costumbre de darte los buenos días al abrir las contraventanas; las buenas noches cuando, al anochecer, las cierro, y también a hablarte en mi fuero interno.
Ha sido preciso que pasara mucho tiempo para acostumbrarme de nuevo a vivir como todo el mundo.
En la estantería blanca, al lado de mi escritorio, han venido más tarde a alinearse, e incluso a superponerse, unas grandes carpetas de cartón como las que se ven en los archivos de los notarios. Los cientos de cartas que cruzamos tú y yo, tus primeras composiciones de niña, tus cuadernos íntimos y tus innumerables fotografías, tus agendas, tus borradores, tus notas confidenciales, todo cuanto quedaba de mi pequeña Marie-Jo. Todo estaba allí, ante mis ojos, y yo esperaba el momento en que me sintiera capaz de examinarlo.
Tuvieron que pasar cerca de dos años para que me sintiera lo bastante fuerte como para meterme de lleno en tu pasado, en tu vida entera y consecuentemente, en mi propio pasado también, donde, entonces me percaté de ello, ocupas, más que nunca, un lugar tan importante.
Tus confidencias, cuando estábamos sentados frente a frente, cada cual en su sillón; cuando me leías tus turbadores poemas; cuando cantabas para mí, acompañándote a la guitarra, canciones con músicas que los dos amábamos y para las que tú habías compuesto letras en inglés; las últimas casetes que me enviaste, desgarradoras algunas de ellas; todo lo que constituía la esencia misma de tu vida patética, todo acabé por comprenderlo, hija mía, y también tu deseo de que estos testimonios de tu radiante existencia, de las horas sombrías, de tus luchas, no se dispersen y acaben desapareciendo.
Te dije cierto día, e incluso creo haberlo escrito, que un ser no muere del todo mientras siga vivo en el corazón de otro ser. Tú estás viva en mí, tan viva que te escribo y te hablo como si pudieras leerme y oírme, y responderme mirándome con tus ojos rebosantes de confianza y de amor.
Cuanto más me adentro en tu intimidad, más convencido estoy de que fuiste un ser excepcional, con una extraña lucidez, animado por una voluntad casi cruel de descubrir tu verdad. También tu muerte fue un acto casi heroico y lo sabes muy bien, me lo diste a entender tímidamente, todo esto no puede perderse.
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