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Jill Smolinski - Lo siguiente en mi lista

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Jill Smolinski Lo siguiente en mi lista

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Jill Smolinsky Lo siguiente en mi lista Para mi hijo Danny Eider Índice - photo 1

Jill Smolinsky

Lo siguiente en mi lista

Para mi hijo, Danny Eider

Índice

Resumen 6

Capítulo 1 8

Capítulo 2 20

Capítulo 3 30

Capítulo 4 38

Capítulo 5 49

Capítulo 6 61

Capítulo 7 69

Capítulo 8 76

Capítulo 9 91

Capítulo 10 99

Capítulo 11 108

Capítulo 12 116

Capítulo 13 124

Capítulo 14 133

Capítulo 15 150

Capítulo 16 160

Capítulo 17 169

Capítulo 18 174

Capítulo 19 186

Capítulo 20 198

Capítulo 21 207

Capítulo 22 219

Capítulo 23 228

Capítulo 24 237

Capítulo 25 245

Capítulo 26 255

Agradecimientos 259

Resumen

A June Parker le gusta su trabajo en Los Ángeles, le encanta el lugar donde vive e intenta rebajar unos quilitos. Pero su vida está a punto de cambiar. Tras un desdichado accidente en el que muere Marissa, una compañera a la que había ofrecido llevar en su coche, June encuentra una lista que ésta ha escrito: «veinte cosas que debo hacer antes de que cumpla los veinticinco». June se ha pasado la vida sin alcanzar sus propias metas, pero está decidida a hacer realidad los sueños de Marissa. Mientras se apresura a conseguir cada objetivo antes de la fecha límite, irá descubriendo más cosas sobre sus propios sueños de lo que jamás habría imaginado.

Capítulo 1

Lo siguiente en mi lista: «Besar a un desconocido.»

—¿Qué te parece ése? —Susan me señaló a un joven tan apuesto que resultaba extraño verlo en un bar del Centro de Los Angeles con camisa y corbata en lugar de posando en ropa interior para la cámara, que era, evidentemente, lo que debería hacer.

—Seamos realistas.

—¿Por qué? Sólo es un beso.

Para ella era fácil decirlo; no era ella quien iba a hacerlo.

Era martes, después del trabajo, y el Brass Monkey estaba hasta los topes. Susan y yo ya llevábamos una hora en el bar estudiando el terreno y tomando margaritas de dos dólares que, lamentablemente, eran demasiado flojos para infundirme valor.

—¿Qué opinas... en los labios? —pregunté.

—Por supuesto, pero la lengua es cosa tuya.

Tras mucho discutir, me decidí por tres hombres sentados a una mesa en el otro lado del bar. De entre treinta y cinco y cuarenta años, y con atuendo de ejecutivo pero informal, parecían inofensivos: ése era su principal atractivo.

«Vamos allá», pensé, y me levanté con valentía de la silla como si fuera a librar un combate. Mi plan era acercarme a la mesa, contarles mi dilema y esperar que uno de ellos se apiadara de mí y se ofreciera voluntario.

En caso de que no funcionara... Bueno, no quería pensar qué ocurriría en tal caso. Supongo que me marcharía humillada.

Me bebí de un trago el resto de la copa, tomé aliento y me dirigí con rapidez hacia la mesa.

Los tres hombres alzaron la vista hacia mí con evidente curiosidad. Una mujer que se les acercaba sin ser camarera era, sin duda, una imagen interesante. Además, podría decirse que lucía descocada para la ocasión. Llevaba un traje ceñido con una camisola a juego, y me había puesto lápiz de ojos. Los rizos del cabello me llegaban alborotados como siempre hasta los hombros.

—Hola, me llamo June —solté, animada.

Pasado un instante en el que tal vez se plantearan si iba a intentar venderles algo, uno de ellos habló:

—Yo me llamo Frank, y ellos son Ted y Alfonso.

—Mucho gusto —respondí y, acto seguido, me lancé—: He venido porque quería preguntaros si podríais ayudarme. Tengo esta lista de cosas que debo hacer. —Mostré la lista, Documento A, que estaba escrita a mano en una hoja de bloc corriente—. Una de ellas es besar a un desconocido. Así que me preguntaba si...

—¿Quieres besar a uno de nosotros? —preguntó entusiasmado Alfonso.

—¿Qué pasa? —intervino Frank—. ¿Estás haciendo una especie de gincana?

—No exactamente —aseguré.

—¿Y sería un beso en la boca?

—Sí.

—¿Con lengua?

—Opcional.

Tres pares de ojos me repasaron de arriba abajo, pero —y eso fue un tanto a su favor— con disimulo.

—Vaya por Dios —soltó Alfonso aparentemente disgustado—. Los tres estamos casados.

—Yo no lo estoy tanto —añadió Ted—. Quiero decir que si puedo ayudar a esta chica...

—No pasa nada —solté, dispuesta ya a marcharme.

«¿Por qué no se me habrá ocurrido mirar si llevaban alianza?», pensé.

—No, queremos ayudarte. Ninguno de nosotros puede hacerlo, pero aquí hay alguien de la oficina que podría hacerlo. ¡Eh, Marco! —gritó Frank hacia el otro lado del bar; y quién iba a volverse, sino el modelo de ropa interior. Genial—. ¡Esta chica necesita ayuda!

Marco acudió corriendo. Bueno, parecía bastante entusiasmado. Intenté no ruborizarme y, a sabiendas de que probablemente Susan se estaría partiendo de risa, repetí mi historia.

Antes de que pudiera terminar, me quitó el papel de la mano y empezó a leerlo en voz alta.

—Veamos de qué va esta lista —anunció—. Veinte cosas que debo hacer antes de cumplir los veinticinco. —Entonces, se detuvo un momento para mirarme y esbozó una sonrisa burlona—. ¿Veinticinco?

¡Oh, qué agradable!

Puede que para él tuviera treinta y cuatro; pero, según la iluminación, todavía paso por una jovencita.

—Dame eso. —Alargué la mano para recuperar la lista.

Interpuso un hombro para impedírmelo y siguió leyendo:

—Veamos qué pone, ¿vale? Ah, sí, aquí está: «Besar a un desconocido...»

Como tenía miedo de que la lista se rompiera si intentaba arrebatársela de nuevo, me quedé quieta, con los brazos cruzados, furiosa.

—No seas gilipollas, hombre —intentó defenderme Ted.

—«Correr un cinco mil... Salir por la tele...» Oh, espera, ésta es la mejor: «Perder cuarenta y cinco kilos.» Estabas gordita, ¿eh? Bueno, ahora estás muy bien, bonita, así que entiendo que la hayas tachado.

—Mira —salté—, la lista no es mía.

—Sí, claro.

—No lo es. Pero resulta que tengo que hacer lo que pone.

—¿Por qué? —preguntó Alfonso inocentemente.

—Es una larga historia —suspiré—. Por favor, devuélvemela —pedí, alargando la mano.

Era verdad. La lista no era mía.

Era de Marissa Jones.

Aunque no estaba firmada, estoy segura de que era suya. Lo sé porque yo misma la encontré unos días después de haberla matado. Estaba limpiando la sangre de su bolso para devolvérselo a sus padres, y ahí estaba. Doblada y guardada en el billetero.

Devolví todas sus cosas, por supuesto; incluso un par de gafas de sol que encontré cerca de la escena y que creía que podían ser mías.

Pero me quedé la lista. No les dije ni una palabra sobre ella. Al fin y al cabo, ¿no sería desgarrador ver la lista de los sueños que tu hija de veinticuatro años nunca vería hechos realidad?

De veinte cosas, sólo había hecho dos: «Perder cuarenta y cinco kilos» y «Llevar unos zapatos sexys». La primera estaba tachada. La segunda, tuve que hacerlo yo por ella, y al verla escrita comprendí por qué calzaba esos zapatos plateados de tacón de aguja al morir.

Naturalmente, todo el mundo insistió en que no había sido culpa mía.

En el funeral, casi se pelearon entre sí para darme ánimos y abrazos, que acepté como parte de mi penitencia. Tenía el cuerpo totalmente magullado. Hasta el contacto más ligero me causaba un terrible dolor.

Y lo peor de todo era que Marissa había estado delgada menos de un mes. Un asqueroso mes. Después de toda una vida con sobrepeso.

Como para restregármelo por las narices, en la iglesia había una fotografía ampliada de Marissa metida en una pernera de unos pantalones de la talla sesenta y estirando con la mano la cintura todo lo posible hacia el otro lado. La sonrisa de su rostro decía claramente: «¡Allá voy, mundo!»

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