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Susan Mallery - Alguien Como Tú

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Jill Strathern había dejado el pueblo por la gran ciudad y jamás había mirado atrás… hasta que regresó años después para dirigir un pequeño bufete de abogados. Fue entonces cuando descubrió que su amor de la infancia, Mac Kendrick, ex policía de Los Angeles, también había regresado al tranquilo pueblo de Los Lobos. Aunque Mac la había rechazado en el instituto, Jill no podía negar la atracción que seguía sintiendo por él. Jill y Mac iban a enfrentarse a emociones suficientes para tener satisfecho a cualquier habitante de Los Angeles… Capos de la Mafia, trabajadores sociales, ex novios rabiosos y una niña de ocho años, todo ello podría complicar hasta el más sencillo romance…

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Susan Mallery Alguien Como Tú 2004 Susan Macias Redmond Título original - photo 1

Susan Mallery

Alguien Como Tú

© 2004 Susan Macias Redmond.

Título original: Someone like you.

Traducido por María del Carmen Perea Peña

Capítulo 1

– Estoy hecha un monstruo -dijo Shelley. Se cubrió la cara con las manos y se hundió en una silla-. Tendré que moverme siempre en la oscuridad para no asustar a los niños pequeños.

Jill Strathern se sentó junto a su secretaria y le dio unos golpecitos en la espalda.

– No eres un monstruo.

– Tienes razón. Eso sería incluso mejor -dijo, con un sollozo ahogado.

– Todo esto tiene arreglo -le dijo Jill-. No te has quedado desfigurada para toda la vida.

– Mi psique sí.

– Creo que te recuperarás.

De hecho, Jill estaba segura. Shelley se había marchado de la oficina la noche anterior muy emocionada porque tenía cita para ir a una nueva peluquería de lujo. Había ido pensando que le darían unos reflejos sutiles y le harían un suave corte a capas, pero había salido de allí con un color naranja bronce y un corte que sólo podría describirse como… desafortunado.

– ¿Sabes? Tengo una idea -dijo Jill. Se puso de pie y rodeó su escritorio, donde buscó en su Rodolex electrónica-. Sé exactamente quién puede arreglarte el pelo.

Shelley miró hacia arriba.

– ¿Quién?

– Anton.

Shelley tomó aire bruscamente, y por primera vez aquella mañana, su mirada se llenó de esperanza.

– ¿Anton? ¿Lo conoces?

Anton, como Madonna, era lo suficientemente famoso como para no necesitar apellido. Reflejos a dos colores y un peinado costaban lo mismo que un pequeño coche de importación, pero los ricos y los famosos mataban por sus dedos mágicos.

– Soy su abogada -dijo Jill con una sonrisa-. Voy a llamarle y le explicaré que tenemos una emergencia. Estoy segura de que él podrá ocuparse de todo.

Quince minutos más tarde, Shelley tenía una cita para aquella tarde. Jill le dijo que podría recuperar el tiempo entrando un poco más temprano los dos días siguientes.

– Eres la mejor -le dijo Shelley al salir del despacho-. Si alguna vez necesitas que haga algo, dímelo. Lo digo en serio. Un riñón. Tener tu bebé, quizá.

– Quizá puedas mirar el expediente que te he dejado en el escritorio -le dijo Jill con una carcajada-. Es para mañana a primera hora.

– Claro. En este segundo. Gracias.

Jill siguió riéndose suavemente mientras volvía la vista hacia la pantalla de su monitor. Ojalá todos los problemas de la vida tuvieran una solución tan fácil.

Dos horas más tarde, levantó la vista de la investigación que estaba haciendo. Café, decidió. Un pequeño y agradable empujón para su cerebro. Se puso de pie y fue hacia la sala de personal, donde esperaban las máquinas de café y la energía líquida.

Por el camino, se dirigió hacia el otro lado del bufete, donde estaba el despacho de su marido, también un asociado de tercer año. Habían tenido tanto trabajo durante las últimas semanas que apenas se habían visto. Ella tenía libre la hora de la comida. Si Lyle también la tenía, quizá pudieran comer juntos.

Su secretaria no estaba, y la puerta de su despacho estaba cerrada. Jill llamó suavemente una vez, y después entró. Avanzó silenciosamente, porque no quería interrumpirle si estaba al teléfono.

Y estaba ocupado, sí, pero no con una llamada. Jill se quedó petrificada en mitad del despacho. Se le cortó la respiración y se le cayó el vaso de café de las manos. Sintió cómo el líquido ardiente le salpicaba las piernas.

Su marido, con el que llevaba tres años casada, el hombre con el que vivía, trabajaba y para el que cocinaba, estaba de pie junto al escritorio. Su chaqueta estaba en el respaldo de la butaca, y él tenía los pantalones y los calzoncillos por los tobillos mientras embestía fogosamente a su secretaria. Tan fogosamente, de hecho, que ni siquiera se dio cuenta de que Jill había entrado.

– Oh, sí, cariño -susurraba Lyle-. Así…

Pero la mujer vio a Jill. Palideció y empujó a Lyle para que se apartara de ella.

Más tarde, Jill recordaría el silencio, y cómo le pareció que el tiempo se detenía. Más tarde recordaría cómo se habían caído los papeles del escritorio cuando la secretaria se había incorporado y se había subido las medias. Más tarde, querría matar a Lyle. Pero en aquel momento, lo único que podía hacer era quedarse mirando sin poder dar crédito a sus ojos.

Aquello no estaba sucediendo, se dijo a sí misma. Él era su marido. Se suponía que la quería.

– La próxima vez, llama a la puerta -le dijo él, mientras se agachaba para subirse los pantalones.

«Lo he hecho», pensó ella. Demasiado estupefacta como para sentir nada, salió corriendo del despacho.

Cuarenta y cinco horas y dieciocho minutos más tarde, Jill decidió que ser enterrado vivo era algo demasiado suave para Lyle. Sin embargo, ella tenía que vengarse de alguna manera. Por desgracia, como no tenía ni idea de cómo llevar a cabo la venganza que necesitaba tan desesperadamente, por el momento tendría que conformarse con pensar en el divorcio.

– Asquerosa comadreja mentirosa -murmuró ella, mientras aminoraba la velocidad para tomar la salida hacia la autopista oeste.

La susodicha comadreja estaba en aquel momento en San Francisco, mudándose a lo que debería haber sido el nuevo despacho de socio adjunto de Jill. Sin duda, celebraría lo que debería haber sido el ascenso de su mujer llevando a su secretaria a cenar, seduciéndola con uno de los vinos de la bodega que Jill llevaba años reuniendo y después llevándosela a la cama de matrimonio que Jill había comprado.

Sí, era cierto. Aquel día había ido de mal en peor. No era suficiente con que hubiera sorprendido a su marido en el acto. Además, aquella tarde la habían despedido.

– Espero que Lyle se contagie de alguna enfermedad de transmisión sexual y se le caiga la hombría a pedazos -dijo en voz alta, aunque luego siguió razonando -: No es que vaya a perder mucho. De hecho, nada de lo que estar orgulloso. Tuve que fingir todos aquellos orgasmos, desgraciado mentiroso.

Y peor aún, había cocinado para él. Jill podía aceptar una mala vida sexual, pero el hecho de haber dejado de asistir a importantes reuniones de trabajo para que él tuviera la comida hecha cuando llegara a casa le dolía en el alma.

Ojalá nunca lo hubiera conocido, ojalá nunca se hubiera enamorado de él y ojalá no se hubiera casado con él.

Lo único positivo en aquella situación tan negra era que Shelley había vuelto a la oficina con un pelo impresionante. Por lo menos, algo de lo que alegrarse, pensó Jill mientras se detenía en un semáforo en rojo y echaba un vistazo a su alrededor por primera vez desde que había salido de San Francisco.

Demonios, acababa de volver a uno de aquellos sitios a los que no quería volver.

Los Lobos, California. Una pequeña ciudad turística de la costa, invadida por los veraneantes todos los años. Los residentes nunca cerraban con llave la puerta de casa, excepto durante el verano. El puerto era un tesoro nacional, y la festividad de Halloween Pumkin en la playa era uno de los grandes eventos anuales. Para algunos era el paraíso. Para Jill, era como una condena en el infierno. Y también era algo por lo que Lyle tendría que responder.

Al menos, la casa de su familia estaba en manos de la Conservancy Society, así que se había salvado de la humillación de tener que dormir en su habitación de niña. La casa donde ella había crecido estaba en proceso de restauración para que recuperara su aspecto Victoriano original, así que se quedaría temporalmente con su tía Beverly.

El recuerdo de la casa bohemia y de la dulce sonrisa de aquella mujer hizo que Jill pisara más a fondo el acelerador. Cuando llegó a la casa, un edificio de dos plantas construido en los años cuarenta, sólo tenía ganas de acurrucarse y lamerse las heridas. Pero aquello se le pasaría, y entonces agradecería sentarse tranquilamente en una mecedora en el porche, junto al columpio.

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