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Domingo Plumaroja - En el Olimpo no hay Diosas, tan sólo putas (Crimen Perfecto nº 4) (Spanish Edition)

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Domingo Plumaroja En el Olimpo no hay Diosas, tan sólo putas (Crimen Perfecto nº 4) (Spanish Edition)
  • Libro:
    En el Olimpo no hay Diosas, tan sólo putas (Crimen Perfecto nº 4) (Spanish Edition)
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    2016
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En el Olimpo no hay Diosas, tan sólo putas (Crimen Perfecto nº 4) (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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En el Olimpo no hay diosas, tan sólo putas Abril de 2016
Copyright © 2016 Domingo Plumaroja All rights reserved.
ISBN-13: 978-1530915149 ISBN-10: 1530915147
DEDICATORIA A nuestra clase política, sin la cual no sería posible gran parte de la novela negra actual
En el Olimpo no hay Diosas, tan sólo putas.
Debes tener en cuenta que, por cada euro que aparece en la contabilidad B de un partido político, se han desviado al menos 10 euros del erario público, de todos nosotros, al impune bolsillo de quien le ha sobornado. Y lo peor es que ese dinero posiblemente esté reposando en un desconocido banco en un paraíso fiscal para no pagar impuestos.
Juan Pérez, policía nacional expulsado del cuerpo por corrupción.
Capítulo 1
Esa mañana me levanté con un fuerte dolor de cabeza. El día anterior me
había pasado con la bebida. Y aún era miércoles. Aunque decir esa mañana en realidad era un error, ya que eran las 3 de mediodía. Me recalenté un trozo de pizza en el microondas, encendí mi primer pitillo y eché a funcionar.
Me acerqué a la galería de tiro a practicar, y me preocupé. Cada vez me temblaba más el pulso, y sentía como que no conseguía centrar la vista. Pero es que mi trabajo era nocturno y, además, de club en club. Y ahí no sirven panchitos, sólo whisky.
Hacía ya ocho años que había abandonado el cuerpo, o, mejor dicho, que me habían expulsado de él por la puerta de atrás. Trabajar en el País Vasco de policía tenía muchos problemas, pero también sus ventajas. Tenía mucho tiempo libre, y un hombre sin moral como yo, pero con un arma, podía hacer dinero fácilmente.
Vendí mi brazo armado al mejor postor, y pronto me surgieron ofertas de trabajo. Empecé a proteger a pequeños traficantes, clubs nocturnos, poniendo orden en la noche bilbaína, en los garitos del puerto, y pronto me hice con un nombre. En los clubs donde trabajaba no había conflictos con los chulos de las rameras. Todos ganaban su parte y los clientes podían estar tranquilos en ellos, follando sin sobresaltos.
Decidí resolver los problemas de forma expeditiva. Recuerdo perfectamente la primera vez que me llamaron de uno de mis clubs. Una de las chicas estaba borracha y la habían echado a la calle porque insultaba a los clientes. Cuando llegó su chulo a buscarla montó bronca.
Cuando entré, la mayoría de los clientes se habían marchado. El camorrista estaba sentado en una mesa, bebiendo tranquilamente con su chica. Había lanzado alguna botella contra la cristalera, y dentro de la barra había licor y cristales rotos procedentes del botellero destrozado.
Me senté enfrente de él. No quería dialogar. Sabía que, si resolvía aquel problema, seguramente me evitaría otros en el futuro. Me quedé mirándole fijamente. Estaba borracho. - ¿Qué pasa, gilipollas? ¿Quieres que te reviente la cara?
No le dejé hablar más. Saqué la pistola, y sin mediar palabra, le pegué con ella en la cara. Sentí cómo se quebraban los huesos de su nariz con el primer golpe. Empezó a sangrar, pero no paré ahí, seguí dándole hasta que cayó al suelo.
Su puta se quedó quieta, muy asustada. Ayudado por el camarero, lo saqué al callejón trasero del club. Por allí no pasaba nadie. Lo dejamos tirado entre unos contenedores de basura. Luego entré y saqué a la zorra tirándola de los pelos, dejándola sentada junto a su protector, que estaba inconsciente sobre las bolsas de desperdicios.
Me llamó la atención la frialdad con la que actué. Fue un momento muy violento, y sé que mi reacción en aquella situación fue la que la resolvió sin que sufriera ningún daño.
Mi fama después de aquella paliza se propagó entre los bajos fondos de la ciudad muy rápidamente, tanto que no tardó en llegar a oídos de mis superiores. Me quisieron llamar al orden, con un castigo disciplinario y un traslado, pero yo no estaba por la labor.
Llegué a un acuerdo rápidamente con el cuerpo, y me despidieron. En realidad, ya no les necesitaba. Tenía un nuevo trabajo mucho mejor remunerado. Y ellos tampoco a mí. Mis excompañeros mantenían sus trapicheos, frutos de la ociosidad de nuestro trabajo, pero de forma discreta, y la fama que había alcanzado interfería con sus intereses.
Desde entonces mi vida había consistido en hacer una ronda todas las noches por los clubs que protegía. Era importante mi presencia, que se supiera que ese local contaba con mi seguridad. Pero eso también tenía sus hándicaps. Accedía a las chicas gratis, y eso me había traído como consecuencia más de un disgusto en forma de enfermedad venérea leve. Pero lo peor venía del hecho de pasarme todas las noches en esos locales, tomándome más de una copa en ellos.
De seguir así iba a acabar alcoholizado, y eso no era bueno para el negocio. Pero un matón de puticlub no podía tomar refrescos, no resultaba creíble. Esto no era una mala película americana, era la puta realidad.
Estaba en casa, preparándome para salir cuando sonó el móvil.
- Juan, esta mañana han asaltado el club.
- ¿Cómo ha sido?
- Miguel, mi camarero, había recogido el local. Cuando salía le han asaltado tres cabrones. Le han dado una paliza y le han quitado la recaudación.
- ¿Alguna pista de quien ha podido ser?
- No, eso es cosa tuya.
- ¿Cuánto se han llevado?
- Cerca de 6.000 €, la recaudación de la semana.
Así pues, ese día tenía trabajo. Al parecer el asaltado estaba en el hospital. No iría a verle a no ser absolutamente necesario. Sería peligroso aparecer por allí, seguro que la policía estaba vigilante. Además, no creía me fuera a aportar demasiada información. Sería más fácil encontrarla en la calle. Quienes lo habían hecho sabían que ese día se sacaba el dinero, por tanto, mantendrían algún tipo de relación con el club. Capítulo 2
El club asaltado estaba en Muskiz, pero el dueño tenía varios pisos de citas
en la zona de Recalde. No sabía por qué, pero intuía que el asalto se había preparado en ese barrio. Me acerqué a uno de los bares de la zona baja de Betolaza. Andaba buscando al Gorri, un camello de poca monta, pero que se enteraba de todo lo que pasaba en la zona.
Al Gorri le conocía de mi época de policía. Gorri en vasco quería decir rojo, pero su mote venía más por gorrión que por su ideario político, algo que para quien vive al día, no sirve para nada.
Lo encontré en el fondo del bar. Estaba jugando con el móvil sentado en una mesa. En la de al lado, un grupo de chavales bebían cerveza mientras jugaban a las cartas. Seguro que esa noche acabarían liándola.
Pedí dos cervezas en la barra y con ella fui a la mesa del pequeño traficante. Me senté frente a él y le puse la cerveza delante, mientras bebía un trago largo a la mía.
- Hola, Gorri, cuanto tiempo.
- Juan, ¡Qué sorpresa! ¿Qué haces por aquí? No es tu zona. - No, estoy de paseo. Echaba de menos este barrio y a su gente. Y me he dicho, voy a ver al Gorri, que hace mucho que no charlamos.
- Pues ya me has visto, ya hemos charlado, ya puedes volverte para casa.
- Shhhh, Gorri, no me toques los cojones, que acabamos de empezar. El camello se echó para atrás en la silla, mirando hacia la barra. Uno de los chavales de la mesa de al lado se levantó y se sentó con nosotros.
- ¿Qué pasa, Gorri? ¿Este tío te está molestando?
- Gorri y yo somos antiguos amigos, y estamos charlando de los viejos tiempos, ¿verdad, Gorri? – le dije mirándole a los ojos, y separando un poco mi americana, dejando ver la culata de mi pistola.
El joven se retiró a su mesa, y le seguí con la mirada. Cuando se iba a sentar le hice un gesto con la cabeza, negando, y le señalé a la puerta. Les dijo algo a sus amigos y se levantaron, saliendo del bar.
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