Datos del libro
Autor: Padura, Leonardo
ISBN: 9788483834916
Generado con: QualityEbook v0.62
HEREJES
Leonardo Padura
Nota del autor
M UCHOS de los episodios narrados en este libro parten de una exhaustiva investigación histórica e, incluso, están escritos sobre documentos históricos de primera mano, como es el caso de Javein mesoula (Le fond de rabime), de N.N. Hannover, un impresionante y vivido testimonio de los horrores de la matanza de judíos en Polonia entre 1648 y 1653, escritos con tal capacidad de conmoción que, con los necesarios cortes y retoques, decidí retomarlo en la novela, rodeándolo de personajes de ficción. Desde que leí ese texto supe que no sería capaz de describir mejor la explosión del horror y, mucho menos, de imaginar los niveles de sadismo y perversión a los que se llegaron en la realidad constatada por el cronista y descrita por él, poco después.
Pero como se trata de una novela, algunos de los acontecimientos históricos han sido sometidos a las exigencias de un desarrollo dramático, en interés de su utilización, repito, novelesca. Quizás el pasaje donde con mayor insistencia realizo ese ejercicio está alrededor de los acontecimientos ubicados en la década de 1640, que en realidad son una suma de eventos propios de ese momento, mezclados con algunos de la década posterior, tales como la condena de Baruch Spinoza, el peregrinaje del supuesto mesías Sabbatai Zeví, o el viaje de Menasseh Ben Israel a Londres, con el cual consiguió, en 1655, que Cromwell y el Parlamento inglés dieran una tácita aprobación a la presencia de judíos en Inglaterra, proceso que pronto comenzó a producirse.
En los pasajes posteriores sí está respetada la estricta cronología histórica, con alguna pequeña alteración en la biografía de algunos personajes tomados de la realidad. Porque la historia, la realidad y la novela funcionan con motores diferentes.
Libro de Daniel
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Otra vez para Lucía, la jefa de la tribu
Hay artistas que solo se sienten seguros cuando gozan de libertad, pero hay otros que solo pueden respirar libremente cuando se sienten seguros.
Arnold Hauser
Todo está en manos de Dios, excepto el temor a Dios.
El Talmud
Quienquiera que haya reflexionado sobre estas cuatro cosas, mejor habría hecho no viniendo al mundo: ¿qué es lo que hay arriba?, ¿qué es lo que hay abajo?, ¿qué es lo que ha habido antes?, ¿qué es lo que habrá después?
Sentencia rabínica
H EREJE. Del gr. αίჹէίcάz- hairetikós, adjetivo derivado del sustantivo «αίჹէίcάzჹ - haíresis «división, elección», proveniente del verbo αίჹէίcάz- haireísthai «elegir, dividir, preferir», originariamente para definir a personas pertenecientes a otras escuelas de pensamiento, es decir, que tienen ciertas «preferencias» en ese ámbito. El término viene asociado por primera vez con aquellos cristianos disidentes a la temprana Iglesia en el tratado de Ireneo de Lyon «contra haereses» (finales del siglo 11), especialmente contra los gnósticos. Probablemente deriva de la raíz indoeuropea ser con significado de «coger, tomar». En hitita se encuentra la palabra saru y en gales herw, ambas con el significado de «botín».
Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: HEREJE. ««De la prov. eretge» 1. com. Persona que niega alguno de los dogmas establecidos por una religión. || 2. Persona que disiente o se aparta de la línea oficial de opinión seguida por una institución, una organización, una academia, etc. [...]. coloq. Cuba. Dicho de una situación: [Estar hereje] Estar muy difícil, especialmente en el aspecto político o económico.
1 - La Habana, 1939
V ARIOS años le tomaría a Daniel Kaminsky llegar a aclimatarse a los ruidos exultantes de una ciudad que se levantaba sobre la más desembozada algarabía. Muy pronto había descubierto que allí todo se trataba y se resolvía a gritos, todo rechinaba por el óxido y la humedad, los autos avanzaban entre explosiones y ronquidos de motores o largos bramidos de claxon, los perros ladraban con o sin motivo y los gallos cantaban incluso a medianoche, mientras cada vendedor se anunciaba con un pito, una campana, una trompeta, un silbido, una matraca, un caramillo, una copla bien timbrada o un simple alarido. Había encallado en una ciudad en la que, para colmo, cada noche, a las nueve en punto, retumbaba un cañonazo sin que hubiese guerra declarada ni murallas para cerrar y donde siempre, siempre, en épocas de bonanza y en momentos de aprieto, alguien oía música y, además, la cantaba.
En sus primeros tiempos habaneros, muchas veces el niño trataría de evocar, tanto como le permitía su mente apenas poblada de recuerdos, los pastosos silencios del barrio de los judíos burgueses de Cracovia en donde había nacido y vivido sus primeros años. Por pura intuición de desarraigado perseguía aquel territorio magenta y frío del pasado como una tabla capaz de salvarlo del naufragio en que se había convertido su vida, pero cuando sus recuerdos, vividos o imaginados, tocaban la tierra firme de la realidad, de inmediato reaccionaba y trataba de escapar de ella, pues en la silenciosa y oscura Cracovia de su infancia un vocerío excesivo solo podía significar dos cosas: o era día de mercado callejero o se cernía algún peligro. Y en los últimos años de su estancia polaca, el peligro llegó a ser más frecuente que las vendutas. Y el miedo, una compañía constante.
Como era de esperar, cuando Daniel Kaminsky cayó en la ciudad de las estridencias, durante mucho tiempo recibiría los embates de aquel explosivo estado sonoro como una ráfaga de alarmas capaz de sobresaltarlo, hasta que con los años consiguió comprender que en ese nuevo mundo lo más peligroso solía venir precedido por el silencio. Vencida aquella etapa, cuando al fin logró vivir entre ruidos sin escuchar los ruidos, como se respira el aire sin conciencia de cada inhalación, el joven Daniel descubrió que ya había perdido la capacidad de apreciar las benéficas cualidades del silencio. Pero se ufanaría, sobre todo, de haber conseguido reconciliarse con el estrépito de La Habana, pues, al mismo tiempo, había alcanzado el empecinado propósito de sentir que pertenecía a aquella ciudad turbulenta adonde, por suerte para él, había sido arrojado por el empuje de una maldición histórica o divina -y hasta el final de su existencia dudaría respecto a la más atinada de esas atribuciones.
El día en que Daniel Kaminsky comenzó a sufrir la peor pesadilla de su vida y, al mismo tiempo, a tener los primeros atisbos de su privilegiada fortuna, un envolvente olor a mar y un silencio intempestivo, casi sólido, se cernían sobre la madrugada habanera. Su tío Joseph lo había despertado mucho más temprano de la hora en que solía hacerlo para enviarlo al Colegio Hebreo del Centro Israelita, donde ya el niño recibía instrucción académica y religiosa, más las indispensables lecciones de lengua española que le permitirían su inserción en el mundo abigarrado y variopinto donde viviría, solo sabía el Santísimo por cuánto tiempo. Pero el día comenzó a revelarse diferente cuando, luego de darle la bendición del Shabat y la congratulación por Shavuot, el tío rompió su mesura habitual y depositó un beso en la frente del muchacho.
El tío Joseph, también Kaminsky y por supuesto polaco, para aquel entonces llamado por quienes lo trataban como Pepe Cartera -gracias a la maestría con la cual desempeñaba su oficio de fabricante de bolsos, billeteras y carteras, entre otros artículos de piel-, siempre había sido, y lo sería hasta su muerte, un estricto cumplidor de los preceptos de la fe judaica. Por ello, antes de permitirle probar el anticipado desayuno ya dispuesto sobre la mesa, le recordó al muchacho que debían hacer no solo las abluciones y los rezos habituales de una mañana muy especial, pues había querido la gracia del Santísimo, bendito sea Él, que cayera en Shabat la celebración de Shavuot, la milenaria fiesta mayor consagrada a recordar la entrega de los Diez Mandamientos al patriarca Moisés y la jubilosa aceptación de la Torá por parte de los fundadores de la nación. Porque esa madrugada, como le recordó el tío en su discurso, también debían elevar otras muchas plegarias a su Dios para que su divina intercesión los ayudara a solucionar del mejor modo lo que, de momento, parecía haberse complicado de la peor manera. Aunque tal vez las complicaciones no los alcanzaran a ellos, añadió y sonrió con picardía.