El grito quebró el silencio de la capilla de Nutmeg Island. Gabriele Mantegna, que terminaba de subir las escaleras que ascendían desde el sótano, se detuvo en seco.
¿De dónde había salido?
Apagó la linterna y dejó la capilla sumida en una oscuridad total.
Entonces, escuchó atentamente. ¿Había sido un grito de mujer?
Cerró la puerta del sótano cuidadosamente y se dirigió a la única ventana de la capilla que no era una vidriera. Estaba demasiado oscuro como para ver algo, pero, después de un instante, una tenue luz apareció en la distancia. Provenía de la casa Ricci, donde, en aquellos momentos, una banda armada se estaba apropiando de obras de arte y antigüedades de un valor incalculable.
El equipo de seguridad de la isla parecía estar completamente ciego a la presencia de la banda. Los monitores habían sido manipulados a distancia y les transmitían unas imágenes que no eran reales.
Gabriele miró el reloj e hizo un gesto de contrariedad. Llevaba en la isla diez minutos más de lo planeado. Cada minuto añadido aumentaba las posibilidades que tenía de que lo descubrieran. Para alcanzar la playa en la costa sur de la isla desde donde podría ponerse a salvo a nado, tendría que andar diez minutos más.
Sin embargo, aquel grito no había sido producto de su imaginación. Su conciencia no le permitía escaparse sin comprobarlo primero.
Maldijo en voz baja y abrió la pesada puerta de la capilla. Salió al exterior, al cálido aire caribeño. La próxima vez que Ignazio Ricci decidiera un lugar de meditación y contemplación, descubriría que el código de la alarma de la capilla había sido cambiado. Para tratarse de un edificio diseñado a la contemplación y al culto, la capilla Ricci se había visto profanada por los verdaderos propósitos de Ignazio.
Todo estaba allí, directamente bajo el altar de la capilla, en un sótano repleto de documentos fechados muchos años antes. Un rastro secreto de dinero manchado de sangre, la cara oculta del imperio Ricci oculta al mundo entero. En el breve espacio de tiempo que Gabriele había estado en el sótano, había descubierto pruebas suficientes de los negocios ilegales de Ignazio como para que este se pasara el resto de su vida en la cárcel. Él, Gabriele Mantegna, le entregaría copias de los documentos incriminatorios al FBI. Estaría presente el día del juicio y se sentaría en un lugar visible para que su presencia no pasara desapercibida para el hombre que mató a su padre. Cuando el juez dictara sentencia, Ignazio sabría que había sido él quien lo había hecho caer.
Sin embargo, aún no había conseguido nada. Aún no había encontrado la prueba más importante, los documentos que limpiarían su nombre y exonerarían a
su padre de una vez por todas. Pero esos documentos existían y Gabriele los hallaría, aunque le llevara el resto de su vida.
Apartó momentáneamente esos pensamientos de su cabeza y avanzó por la espesa vegetación. Arrastrándose y escondiéndose, llegó a la casa. En una ventana de la planta baja había luz. La banda no se preocupaba por ocultar su presencia.
Algo había salido mal.
Los hombres que había en la casa estaban dirigidos por una privilegiada mente criminal a la que se conocía por Carter. La especialidad de Carter era el robo por encargo de bienes de mucho valor. Jarrones Ming, Picassos, Caravaggios, diamantes azules… No había sistema de seguridad en el mundo que Carter no pudiera desarmar, o al menos eso era lo que se decía de él. También parecía tener la habilidad de saber dónde los miembros de la alta sociedad guardaban sus bienes de origen dudoso, la clase de objetos de valor que el dueño no declaraba a las autoridades. Carter se quedaba esos objetos.
La puerta principal estaba entreabierta.
Cuando Gabriele se acercó, pudo escuchar voces en el interior. Voces ahogadas, pero cuya ira resultaba más que evidente.
A pesar de que sabía que estaba corriendo un riesgo enorme, le resultaba imposible olvidarse del grito que aún le resonaba en los oídos. Se apretó contra la pared exterior, junto a la ventana que quedaba más cerca de la puerta principal y, tras respirar profundamente, se giró para mirar al interior.
El vestíbulo estaba vacío. Eso le animó a abrir la puerta unos centímetros más. La airada discusión aún se escuchaba. Cruzó el umbral y miró a su alrededor.
El vestíbulo tenía tres puertas. Solo una, la que quedaba directamente enfrente de él, estaba abierta. Atravesó el espacio con mucho cuidado. Al llegar a la puerta, miró a través de la rendija y observó la amplia escalera que arrancaba a su derecha y aguzó el oído hacia la izquierda para tratar de discernir el motivo de disputa de los hombres. Si se trataba simplemente de un robo que había salido mal, volvería a su plan original y se marcharía de aquella maldita isla.
Sin embargo, el grito… Ciertamente había sonado femenino.
Las voces de los que discutían eran todas masculinas. Aún no era capaz de descifrar sobre qué estaban discutiendo. Tenía que acercarse más.
Antes de que pudiera dar otro paso, alguien empezó a bajar por la escalera.
Una enorme figura vestida completamente de negro pasó junto a la puerta detrás de la que Gabriele se estaba ocultando y se unía a los otros. El desconocido debía de haber abierto la puerta de par en par porque, a partir de ese momento, todo lo que decían resonaba por los muros de la casa.
–Esa zorra me mordió –dijo un hombre con incredulidad.
–¿No le habrás hecho daño? –preguntó otra voz.
–No tanto como le voy a hacer cuando la saquemos de aquí.
–No va a ir a ninguna parte. La vamos a dejar aquí –afirmó la segunda voz.
–Me ha visto la cara…
Se produjo una acalorada discusión antes de que la primera voz volviera a tomar la palabra.
–Yo me la llevaría aunque no pudiera identificarme… sea quien sea, tiene que valer algo y yo quiero una parte.
Todos los hombres comenzaron a hablar a la vez, lo que imposibilitó que se pudiera seguir distinguiendo las voces. De repente, uno de los hombres volvió a salir gritando de la habitación.
–Podéis seguir discutiendo todo lo que queráis, idiotas. Esa zorra es mía y va a venir con nosotros.
La puerta se cerró a sus espaldas con violencia y el hombre volvió a subir la escalera y, al llegar arriba, giró a la derecha.
Aquella era la oportunidad de Gabriele.
Sin detenerse a considerar las opciones que tenía, se dirigió a las escaleras y subió los escalones de tres en tres. Había al menos media docena de puertas alineadas en el rellano, pero tan solo una de ellas estaba abierta. Se asomó cautelosamente al interior.
El hombre estaba en medio del dormitorio, dándole la espalda. Frente a él, había una mujer con la mirada totalmente aterrorizada. Tenía las manos atadas por las muñecas al cabecero de la cama y las rodillas apretadas contra el pecho. Una mordaza le impedía hablar.
Sin darle al hombre tiempo para reaccionar, Gabriele se acercó sigilosamente a él y le golpeó en el cuello, justo en el punto que le dejaba completamente inconsciente. El golpe tuvo el efecto deseado. El hombre se desmoronó inmediatamente, pero Gabriele tuvo tiempo de agarrarle por la cintura antes de que cayera y pudiera alertar a los hombres que estaban abajo. Lo colocó con cuidado sobre el suelo y comprobó su pulso.