Claudia no está pasando por su mejor momento. Su prometido la dejó plantada días antes de la boda y ahora tiene que pasar una semana en Tenerife. ¿El problema? Irá acompañada por sesenta adolescentes a los que vigilar durante su viaje de fin de curso. Podría ser peor… ¿no? Pues sí, lo último que espera Claudia es coincidir en el mismo hotel que su amor de juventud. El que fue su mejor amigo y su primer gran amor. El mismo que se deshizo de ella sin mirar atrás ni una sola vez, dejándole el corazón hecho pedazos.
La vida de Jorge ha dado muchas vueltas en los últimos diez años. Ha cambiado de trabajo, de casa, de vida. Pero por muchos cambios que ha hecho sigue echando en falta algo… A ella. Encontrársela en Tenerife es la excusa perfecta para volver a tenerla en su vida. Pero… ¿Serán diez años demasiado tiempo? ¿Podrá Claudia perdonarle?
Cuando el destino los cruza de nuevo tendrán que decidir si confiar el uno en el otro, si dejar atrás el pasado y hacer frente a los sentimientos que se han negado durante demasiado tiempo.
Capítulo 1
Siempre me han gustado los aeropuertos, probablemente más por la perspectiva de viajar a algún sitio que por el edificio en sí, pero, sobre todo, por ese aroma de sentimientos encontrados que impregna el aire. Despedidas, reencuentros, viajes que comienzan cargados de ilusión, y regresos embebidos de decepción y tristeza, frente a otros que se marchan entre lágrimas y regresan cargados de abrazos, besos y risas. Las mismas lágrimas en distintos rostros que expresan sentimientos y emociones totalmente opuestas. Sin embargo, hasta aquel día nunca había asociado, ni el ambiente de un aeropuerto, ni a mí misma, con el estado de estrés, nervios, ansiedad e incertidumbre que me invadía en aquellos momentos.
—¡7 días en el paraíso! ¡Menuda suerte! —Esa fue la reacción de mi querida amiga Laura cuando le conté que me iba una semana a Tenerife.
He de admitir que mi cara no acompañaba a las noticias ni a su expresión de júbilo. Claro que no eran unas vacaciones normales, había tenido la inmensa suerte de ser escogida como una de las tutoras que acompañaría a los tres cursos de 4º de ESO del instituto en el que trabajaba en su viaje de fin de curso. Hecho que transformaba una potencial estancia en el paraíso, en un viaje estresante con casi 60 adolescentes hormonados a mi cargo y el de otros tres profesores.
—¡Es lo que tiene ser novata! Pero míralo por el lado bueno, tendrás una semana para tomar el sol y coger algo de color, que últimamente pareces más un fantasma que una persona. —La mirada que me regaló Laura fue de lo más tajante. —Además. . . a lo mejor conoces a alguien interesante. —Continuó con un guiño y una sonrisa pícara en los labios, a la que le respondí con mi mejor mirada fulminante. —Ya es hora de pasar página, Claudia. Y no es una sugerencia.
Después de esa tajante afirmación, mi querida amiga me obligó a ir de tiendas y comprar un par de bikinis minúsculos que no me pondría ni para ir a la playa sola… por lo que quedaban totalmente descartados para aquel viaje. Aunque en un impulso, que aún no acababa de comprender y prefería no cuestionar, había acabado metiéndolos esa mañana en la maleta sin saber por qué.
Así que, ahí estaba yo. En un aeropuerto a las 8 de la mañana, rodeada de adolescentes sobreexcitados y de padres y madres sobreprotectores que no dejaban de repetirme una y otra vez las mismas preguntas y advertencias. Y yo, que me había pasado la noche en vela con una sensación extraña en la boca del estómago, no podía quitarme el mal presentimiento de la cabeza. A ver, sí, irse una semana a Tenerife con un montón de niños a tu cargo es una responsabilidad, pero no era la primera vez que lo hacía. Antes de sacarme las oposiciones de educación había trabajado como monitora en campamentos y sabía cómo manejarlos, por eso los nervios que me atenazaban no acababan de tener sentido.
—Perdona Claudia. —La madre de una de mis alumnas se acercó a mí interrumpiendo mis pensamientos.
—Dígame, Rosario.
—Verás, es que Anita está mala. . . ya sabes, en esos días del mes. . .
Y mientras Rosario me contaba que su pequeña Anita se ponía muy mala cuando estaba con la regla, porque le daban náuseas, y me daba toda una serie de indicaciones sobre qué hacer, de esa forma tan característica que tienen las madres tipo gallina clueca, que cuando sus hijos salen de casa parece que se van a la guerra y te indican hasta cómo poner correctamente una tirita (que, todo sea dicho, también tiene su ciencia), nos llamaron para embarcar.
—No se preocupe Rosario, estaré pendiente y me aseguraré de que se toma las pastillas para el mareo.
Me despedí de aquella madre con una gran sonrisa y mi mayor expresión tranquilizadora y fui a reunirme con mis compañeros para organizar a los niños.
La verdad es que había tenido suerte. Los otros tres profesores con los que iba a viajar eran más o menos de mi edad y nos llevábamos muy bien. Bueno, al menos con dos de ellos. A Marta, la profesora de Educación Física, no acaba de entenderla ni de tragarla, pero manteníamos una relación bastante educada, por lo que no solíamos tener problemas. Los otros dos: Raúl, de Matemáticas y Martín, de Lengua y Literatura, eran un encanto. Especialmente Martín, un moreno de ojos verdes y 41 años, casado y con un bebé de apenas 18 meses al que adoraba casi tanto como a su mujer. Lo de Martín y yo podría decirse que había sido “amistad a primera vista” y durante aquel curso se había convertido en un buen amigo y mi mayor aliado dentro de las paredes del instituto.
Una vez conseguimos que los padres terminaran de despedirse de sus hijos y que estos se organizaran para pasar al embarque, subimos al avión. Me había tocado asiento de ventanilla y tenía a mi lado a Marta que, nada más subir, se puso los cascos y subió el volumen de su iPod al máximo dejando muy claro que, pasara lo que pasase, sería mejor que no osáramos molestarla. Suspiré y le cambié el asiento. Estaba claro que, en caso de que hubiera algún problema, ella no iba a levantarse y no le iba a sentar bien que estuviera entrando y saliendo constantemente.
Después de asegurarme de que todos los niños a mi cargo (y los de Marta) estaban a bordo y sentados en sus asientos y de que Anita se había tomado la pastilla para el mareo, tomé asiento y me dispuse a mentalizarme para afrontar la semana que tenía por delante.
Tres horas después tomábamos tierra en el aeropuerto de Tenerife Norte y tras recoger las maletas, repartimos a nuestros alumnos entre los dos autobuses que nos estaban esperando para llevarnos al hotel en Santa Cruz de Tenerife. Marta y Raúl subieron con el primer grupo y Martín y yo con el segundo. En cuanto el conductor arrancó, Martín se giró para mirarme.
—¿Va todo bien?
—Sí, claro. ¡Estamos en Tenerife! —Respondí con lo que creí que era mi mejor cara de ilusión.