LA VIDA COMO CASTIGO
Claudia Cesaroni
A Ana, Martha y Mari.
A todas las madres que aman a sus hijos imperfectos.
¿Qué es un suplicio? 'Pena corporal, dolorosa, más o menos atroz', decía Jaucourt, que agregaba: 'Es un fenómeno inexplicable lo amplio de la imaginación de los hombres en cuestión de barbarie y crueldad'. Inexplicable, quizá, pero no irregular ni salvaje, ciertamente. El suplicio es una técnica y no debe asimilarse a lo extremado de un furor sin ley. Una pena para ser un suplicio debe responder a tres criterios principales: en primer lugar, ha de producir cierta cantidad de sufrimiento que se puede ya que no medir con exactitud al menos apreciar, comparar y jerarquizar. La muerte es un suplicio en la medida en que no es simplemente privación del derecho a vivir, sino que es la ocasión y el término de una gradación calculada de sufrimiento: desde la decapitación -que los remite todos a un solo acto y en un solo instante: el grado cero del suplicio- hasta el descuartizamiento, que los lleva al infinito, pasando por la horca, la hoguera y la rueda, sobre la cual se agoniza durante largo tiempo. La muerte-suplicio es un arte de retener la vida en el dolor, subdividiéndola en 'mil muertes' y obteniendo con ella, antes de que cese la existencia, 'the most exquisite agonies'.
Michel Foucault, “La resonancia de los suplicios”,
en Vigilar y castigar
Señor presidente de la República, estamos cansados de morir un poco cada día. Hemos decidido morir de una sola vez y le solicitamos que nuestra pena a cadena perpetua sea transformada en pena de muerte. La perpetuidad es una invención de un no Dios, de un salvajismo que supera toda imaginación. Es una muerte que se bebe a pequeños sorbos. Es una victoria sobre la muerte porque es más fuerte que la misma muerte.
“ 310 presos condenados a prisión perpetua en Italia le piden al presidente de la República que restaure la pena de muerte”,
diario Hoy , 4 de junio de 2007
INTRODUCCIÓN
La Argentina es el único país en el continente americano, con excepción de los Estados Unidos, donde se han impuesto penas de prisión perpetua a personas por delitos cometidos antes de los 18 años de edad, es decir, cuando eran niños. Ningún otro país se ha atrevido a efectuar tanta descarga punitiva sobre sus jóvenes. En Estados Unidos, donde la pena más grave que existe es la pena de muerte, en su fallo en el caso “Simmons”,
Al analizar que, sobre los treinta y ocho estados que aplicaban la pena de muerte en 2005 en los Estados Unidos, dieciocho exceptuaban a los menores de 18 años, el juez Kennedy sostuvo que “la inestabilidad y el desequilibrio emocional de los jóvenes pueden ser un factor en el crimen. Nuestra sociedad ve a los jóvenes como categóricamente menos culpables que el promedio de los criminales, y concluyó afirmando que esta decisión mostraba una evolución del pensar social en materia de decencia”.
Nuestro país tiene su propia historia en cuanto a anular una condena a muerte a menores, cuando esa era la pena más grave del sistema público de castigos. Según relata el periodista Ricardo Canaletti:
“El enemigo público de la ciudad de Buenos Aires era Domingo Parodi, alias El Jorobado, líder de un grupo cuyos integrantes no pasaban los 16 años. Lo acusaban de hurtos, o sea llevarse lo ajeno (…) En Buenos Aires reinaba el pillaje, los asesinatos, asaltos y desórdenes después de que Rosas cayera en la batalla de Caseros. Los vecinos, aterrorizados, hablaban de inseguridad. El miedo hacía ver fantasmas donde no los había y los chismes y habladurías señalaban, antes que a Parodi, a un chico de solo seis años, Antonio Palma, aprendiz de carpintero, como la encarnación de Satanás. La situación se descomprimió al caer la banda de Parodi. Todos irían al cadalso. Azotes y pena de muerte, lo habitual. El juez, de esos duros de intelecto que existen en todas las épocas, condenó al Jorobado y a los suyos a la muerte. Pero el fallo fue revisado (…) En 1855 un tribunal superior cambió la muerte por 10 años de cárcel contra los de la banda.”
En Europa Continental, donde no se aplica la pena de muerte, no existen condenas a prisión perpetua por delitos cometidos antes de la mayoría de edad. Países como España, Italia o Francia fijan un máximo de pena de prisión aplicable para esta franja de edad, en los 10 años.
Todo el derecho internacional de los derechos humanos vinculado a la infancia se estructura alrededor de un principio, que también ha sido recogido por la Corte Suprema de Justicia de nuestro país: los niños y adolescentes tienen todos los derechos que tienen los adultos, más un plus de derechos derivados de su condición de niños. Del mismo modo en que, frente a una catástrofe, se resuelve salvar primero a los niños, y brindarles prioritariamente alimentos, cuidados y atención si éstos escasean, el derecho establece esa especial consideración con respecto a las personas menores de edad al momento de someterlas a alguna decisión judicial. Incluidos, por supuesto, los niños delincuentes. En el caso de las penas de prisión perpetua, no solo no se reconoció ese derecho especial, sino que se condenó a varios jóvenes a atravesar las peores cárceles, en las peores condiciones de detención, durante su adolescencia y juventud.
Podrá decirse que estos jóvenes no eran inocentes, que mataron gente que sí lo era, que les arruinaron la vida a otras familias, que obligaron a otros niños a que crezcan sin su padre, que hicieron llorar a madres y esposas. Todo eso es cierto. No se contará la historia de personas condenadas por delitos que no cometieron. No es ese el objetivo de este trabajo. Se hablará de sus historias, porque en ellas hay elementos comunes con las de miles de presos que pueblan las cárceles de nuestro país: pequeñas transgresiones a los 15 o 16 años; debilidades o imposibilidades familiares; ausencia del Estado; falta de un de vida; delitos más graves, y luego, el daño y el dolor. A otras personas, a sus familias y a ellos mismos.
Cuando se leen relatos desgarradores de personas que estuvieron en los campos de concentración de la dictadura, a (casi) nadie se le ocurre preguntar qué habrán hecho para estar allí. Se sobreentiende que no hay derecho en hacer sufrir a alguien de modo indecible, por más grave que haya sido su acción. Por eso, no se encontrará en este texto un relato circunstanciado de los hechos por los que estos jóvenes fueron condenados, porque la pregunta no es ¿Qué hicieron para que les impongan prisión perpetua?, sino ¿Cómo es posible que le hayan impuesto prisión perpetua a adolescentes? Algo hicieron, por supuesto, y muy grave, en la mayoría de los casos. Quién quiera leer las causas judiciales, podrá hacerlo en otras publicaciones. inconstitucionales por un ministro de justicia, en setiembre de 2006; denunciadas ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que declaró admisible el caso en marzo de 2008; y en general, repudiadas por legisladores, funcionarios públicos, organismos de derechos humanos y especialistas en derechos de infancia cuando se enteran de que existen… Sin el suficiente entusiasmo, claro. Porque mientras el Caso de las perpetuas a menores se desarrolla en escritorios oficiales, juzgados e instancias internacionales; mientras los informes, las resoluciones, las actas y los escritos van y vienen, cinco jóvenes siguen presos. Por sobre la frase “los menores entran por una puerta y salen por la otra”, repetida hasta el hartazgo por medios de prensa, figuras de la farándula, sujetos asustados frente a adolescentes construidos como monstruos salvajes, está la vida en prisión durante meses, años y décadas. Los jóvenes de los que se hablará en este libro son un caso particular, porque se los ha condenado a una pena cruel y brutal, pero hay muchos otros que cumplen penas de larga duración, que afecta sus posibilidades de desarrollo, que solo sirven para castigar y, en ocasiones, para matar.
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