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Carlos Sisí - Hades Nebula

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Hades Nebula: resumen, descripción y anotación

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces. El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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Luz

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Carlos Sisí Hades Nebula Los caminantes 3 2011 A la familia porque no - photo 1

Carlos Sisí

Hades Nebula

Los caminantes 3, 2011

A la familia, porque no existe nada mejor,

y a ti, lector, que me has acompañado en este viaje.

Gracias

Hades Nebula

Picture 2

El término hades en la teología cristiana (y en el Nuevo Testamento escrito en griego) es paralelo al hebreo sheol («tumba» o «pozo de suciedad»), y se refiere a la Morada de los Muertos. En cuanto a la palabra nebula, toma su etimología del latín, nebula («nube pequeña», «niebla»), similar al griegoνεφέλη,«nube», y al alemán Nebel, «niebla».

Hades Nebula: la Niebla del Infierno.

Alhambra

Del árabe, al hamra, que significa «rojo».

1 EL HOMBRE ABANDONADONo estaba muy seguro de cómo había llegado a esa - photo 3***

1.

EL HOMBRE ABANDONADO

No estaba muy seguro de cómo había llegado a esa situación, pero el hombre se debatía entre la vida y la muerte. Estaba acostumbrado a esas lides, desde luego, pero esta vez había sido arrastrado hacia el fondo del mar por una miríada de manos que le agarraban por todas partes. Le cogían de la ropa, tiraban en todas direcciones, apretaban… y sus dedos huesudos eran como tenacillas, provocándole una dolorosa sensación de quemazón.

Intentar zafarse había sido inútil. Descubrió además que le era imposible saber si la superficie quedaba arriba o abajo, y sus pulmones reclamaban ya aire fresco con vehemencia. De tanto en cuando, la sombra opaca y terrible de alguno de aquellos rostros contrahechos aparecía en su campo de visión. La luz que llegaba desde la superficie era mortecina, y el agua turbia por añadidura, pero aun así suficiente para distinguir sus bocas terribles y sus manos trocadas en garras espeluznantes.

La sensación de ahogo, que se acentuaba por segundos, le hizo entrar en un estado de pánico histérico; se agitó con una violencia desmedida, moviendo brazos y piernas con toda la fuerza de que era capaz, y de alguna forma milagrosa, se sintió otra vez libre: le habían soltado. Aún podía percibir los volúmenes de las figuras que tenía alrededor, debatiéndose inútilmente y agarrándose unos a otros, pero en cuanto a él se trataba, sentía que nada le retenía por fin.

Todo su cuerpo clamaba con desesperación un poco de aire, pero ahora que había recuperado su libertad, la sensación de pánico había remitido. Comprendió entonces que si intentaba subir a la superficie, volverían a atraparle, y esta vez sin remedio; volverían a empujarle hacia el fondo, abrazándose a su cuerpo como repugnantes lapas, y sabía demasiado bien que a él apenas le quedaban unos pocos segundos. Intentó entonces alejarse, al menos un poco, moviendo brazos y piernas con sorprendente rapidez. Hacia dónde se dirigía, sin embargo, no lo sabía. Desconocía también si la barca de la que había sido arrebatado estaba en esa dirección, pero no había tiempo para nada más.

Después de lo que pareció una eternidad, vislumbró los reflejos del sol en el agua, y se dirigió hacia allí. Ya no importaba si había muertos a la deriva, tenía que subir, o acabaría flotando en aquellas aguas pútridas, con los ojos en blanco, para siempre. Sin quererlo, aspiró una bocanada de agua; su cuerpo empezaba a traicionarle. Creyó que se colapsaría. Se dobló por la mitad, y en la negrura brumosa que le rodeaba, pensó que era el final. Pensó también en sus amigos, en José, y en Susana, y cuando un flujo inesperado de imágenes de su infancia inundaron su cabeza como un torrente, irrumpió en la superficie.

Emergió como un ave fénix, con la boca abierta de par en par, hambriento de aire. Tosió violentamente, y expulsó el agua que había respirado. El pecho le ardía, pero la sensación de poder respirar de nuevo era embriagadora. Percibía los últimos rayos de sol, que anunciaban ya el ocaso inminente, a través de sus párpados cerrados, y el hombre se olvidó de los muertos por unos instantes, se embebió de vida y dio varias largas bocanadas antes de abrir los ojos.

Los recuerdos se habían desvanecido tan misteriosamente como habían venido; ahora, el concepto de su realidad regresaba con toda su terrible dureza. Estaba en el puerto, sí, pero al menos parecía que había nadado lo suficiente como para alejarse de los muertos.

Sin embargo, estaba físicamente agotado. A duras penas podía mantenerse a flote. La imagen que tenía delante era, además, terriblemente difusa, como si le costara enfocar bien. Al fin y al cabo, había sometido a su cerebro a una prolongada falta de oxígeno, y los bordes de su campo de visión estaban ensombrecidos, como si hubiera sufrido una lipotimia. Aun con eso, creyó ver a sus amigos alejándose con la barca. Intentó llamarles, pero le sobrevino un nuevo acceso de tos que casi puso en peligro su flotabilidad. La mandíbula inferior le temblaba, y de repente sintió deseos de estar a cien mil años luz de allí. Tener el cuerpo sumergido en aquel caldo espeluznante lleno de muertos vivientes flotando y debatiéndose con grandes aspavientos le producía asco y auténtico pavor a la vez.

Miró alrededor, buscando algo a lo que poder asirse. Era un hombre fuerte, y bastante grande además; tanto, que sus amigos le llamaban Dozer, como en «bulldozer». Pero se sentía débil, y si no encontraba algo pronto, temía lo peor.

No había forma de que pudiera reunirse con sus amigos; un centenar de cabezas y brazos le separaban de ellos, y la barca parecía estar cada vez más lejos. Confuso, pestañeó, y el agua acumulada en sus pestañas resbaló por sus mejillas, como lágrimas amargas. Se alejaban, sí, pero ¿adónde iban? De pronto, un destello de dura comprensión atizó su castigado cerebro. Se alejaban porque llevaba demasiado tiempo debajo del agua. Demasiado tiempo, y demasiado lejos. No le buscarían más allá de la línea de zombis que les acosaban desde el agua. Sin duda le daban por muerto.

Gritó como pudo, pero su agónico grito no se diferenciaba mucho de los roncos bramidos de los muertos, ni conseguía imponer su voz a la de éstos.

Se iban. Se iban.

De pronto fue consciente de que una vez el estímulo visual de la barca desapareciera de la escena, todos aquellos espectros repararían en él. No sabían nadar, carecían de la coordinación psicomotriz necesaria, así que no supondrían una amenaza. Se limitaban a mantenerse a flote como podían, agitando los brazos desesperadamente, chapoteando con gestos violentos. Como si fueran gente ahogándose, luchando por sobrevivir.

Asqueado, Dozer miró hacia atrás. El muelle quedaba todavía a unos buenos cien metros, pero allí, el número de espectros era aún mayor. Formaban una hilera terrible y compacta, y los que estaban cerca del borde caían al agua, empujados por los que venían detrás. Intentar escapar por allí era del todo imposible.

Giró sobre sí mismo, buscando en la línea del horizonte. A lo lejos divisó los restos medio sumergidos del barco discoteca Santísima Trinidad, una impresionante carabela que participó en la batalla de Trafalgar y se empleaba ahora para celebrar eventos y comidas de empresa. Estaba partido por la mitad, y reacio todavía a hundirse, la proa y la popa asomaban formando una última uve de victoria. Los mástiles, visiblemente curvados, apuntaban hacia el cielo como las retorcidas ramas de algún árbol seco.

Se daba cuenta de que tendría que nadar trescientos o cuatrocientos metros, pero en aquella parte no se divisaba ningún muerto viviente, de modo que aunque estaba exhausto, comenzó a mover los brazos. Parecían pesar una tonelada, y aún peor, comenzaba a acusar el frío ahora que el sol empezaba a declinar y el efecto de la adrenalina se retiraba, pero de alguna manera avanzaba.

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