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Pierre Szalowski - El Frío Modifica La Trayectoria De Los Peces

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El Frío Modifica La Trayectoria De Los Peces: resumen, descripción y anotación

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Algunas navidades son inolvidables… Las de 1998 en Quebec, no se le olvidarán a un niño que, entonces tenía once años. Sus padres le anunciaron que iban a separarse. Nunca hubiese pensado que algo así podría sucederle a él. Al día siguiente empezó la peor tormenta de hielo que Quebec había conocido jamás. En el hielo florecieron situaciones inesperadas. Las personas recordaron sentimientos que habían olvidado. La vida cotidiana se detuvo. Algunas cosas dejaron de ser como habían sido durante mucho tiempo. Aquella tormenta cambiaría para siempre la vida del niño, de su familia y de sus vecinos. Incluso los peces, de uno de ellos, modificaron su comportamiento. Finalmente, la tormenta pasó. A veces, las situaciones inesperadas hacen que veamos todo diferente. El frío modifica la trayectoria de los peces. La historia de una felicidad caída del cielo.

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Pierre Szalowski El Frío Modifica La Trayectoria De Los Peces Título original - photo 1

Pierre Szalowski

El Frío Modifica La Trayectoria De Los Peces

Título original: Le froid modifie la trajectoire des poissons

Primera edición: abril, 2009

© 2009, Esther Andrés Gromaches, por la traducción

A Antoni, Tom, Sophie.

De ayer, de hoy, de siempre

En la vida, no hay que temer nada, solo tratar de comprender.

Marie Curie

En Montreal, en ningún sitio y en todas partes

Jueves, 25 de diciembre de 1997

Qué deprisa pasa la Navidad

– ¡Espera un poco más! Tu padre aún está durmiendo.

El reloj marcaba las nueve y diecinueve. Fui a sentarme otra vez en la cama. Llevaba ya dos horas despierto, esperando en mi habitación. Es una tradición familiar. Todos los años papá ordena que yo no aparezca hasta que Papá Noel haya pasado. ¡Y eso que tengo once años y que hace ya cinco que no creo en esas historias!

Lo de los cinco años es un secreto; para mis padres hace solo cuatro.

Tenía seis años y medio cuando Alex, mi único amigo, me dio la triste noticia con una amplia sonrisa. De repente sentí que perdía pie en un mundo donde todo tenía una explicación. Para olvidar mi decepción, en la escuela hice lo mismo que Alex. Me dediqué a convencer a los más pequeños de que Papá Noel era un invento de los padres. En casa intenté con algunas indirectas que mis padres entendieran que ya era hora de que dejaran de decirme que si no me portaba bien Papá Noel no me traería nada. Pero cuando vi la mirada de pánico que mi madre lanzó a mi padre, lo dejé correr. No quería que se pusieran tristes. A veces hay que mentir a los padres para que estén contentos.

– Papá Noel debe de ser muy fuerte, porque normalmente un coche eléctrico de un metro de largo no pasa por una chimenea, ¿no?

El agosto siguiente, en nuestro chalet, mientras estaba pescando con mi padre, me quedé un buen rato mirando fijamente el agua.

– ¡Ya no creo en Papá Noel!

Se giró hacia mí, yo hice lo mismo. Me miró un instante con una sonrisa de resignación, y luego volvió a poner cebo en mi caña.

– Así es la vida.

Papá nunca suelta grandes frases. Mamá dice que es hombre de pocas palabras. Lo dijo como si supiera que algún día lo descubriría, pero que no debía salir de él. No intentó saber quién me lo había dicho; un reflejo de policía, bueno… de ex policía. Era instructor de alumnos de policía. El médico, que había visto lo peor en su consulta, le había diagnosticado un leve estrés.

– ¡Vaya! Pues no entiendo cómo puede estresarte poner multas a las pijas de la rue Laurier. Además, no tengas remordimientos, ¡las pagan sus maridos!

Mamá dice que la presión viene del interior. Solo uno sabe por qué la siente, puesto que es uno mismo quien la crea. De todos modos, por las noches mi padre siguió contándome historias de polis buenos que detenían a motoristas malos. Hasta que un día, hace dos años, dejó de hacerlo. Para gran disgusto de mi madre, todos los años, a mediados de enero, enviaba una carta en la que argumentaba su negativa a volver a patrullar.

– Ya no me gusta, y encima me pagan lo mismo.

Después de pescar, cuando volvimos al chalet, susurró algo al oído de mamá. Ella solo frunció un poco los labios. Para mamá, yo seguía siendo un niño, solo que un poco menos. Sin embargo, en su clase de primaria había visto cómo sus alumnos pasaban la etapa de esta cruel revelación.

– ¿Por qué lloras, pequeño?

– ¡Mi padre me ha gritado porque he roto mi regalo de Navidad y él aún no ha acabado de pagar el crédito!

Pero allí, delante de ella, en nuestro chalet, se trataba de su hijo. Algo acababa de terminar para siempre. Soy hijo único. Nunca más ha podido volver a jugar al Papá Noel con mi padre. Eso lo entendí; la Navidad la disfrutan tanto los padres como los niños.

Las nueve y veintinueve. La noche anterior la cena se alargó mucho. Éramos seis a la mesa: yo, mis padres y Julien, el mejor amigo de mi padre. Le acompañaban Alexandrie y Alexandra, sus dos insoportables mellizas. No pararon de gritar y, como tienen la misma cara, me daba la sensación de que siempre era la misma. A mi madre eso la ponía aún más nerviosa que a mí.

– ¡Alexandrie! ¡Alexandra!

Y encima se cogieron del brazo y empezaron a cantar y a bailar.

Las sirenas del puerto de Alejandría

aún cantan la misma melodía… oh… oh…

– Julien, ¿no podrías haber puesto otros nombres a dos hermanas gemelas?

– Bueno, sí, pero tendría que haber conocido a su madre en una fiesta donde no hubieran puesto a Claude François… Y deja que te diga otra cosa…

Todos los años Julien nos explicaba que no hay que decir «hermanas gemelas», sino «gemelas», ya que una gemela es obligatoriamente la hermana de otra hermana; es el efecto espejo.

– Di, ¿quién de las dos es más guapa?

Nunca sabía cuál de las dos pelmazas me hacía la pregunta. Lógico, son gemelas «exactas», o sea, totalmente idénticas, igualitas del todo. La buena noticia es que Julien está divorciado.

– Nunca cometí la equivocación de engañar a mi mujer, simplemente me equivoqué al elegirla.

Así, Alexandrie y Alexandra solo cantaban la misma melodía un año de cada dos. Nunca entendí por qué él y su ex mujer no se repartían las gemelas. Ya que tienen dos iguales, cada uno podía haberse quedado una. Pero al parecer los gemelos no pueden vivir el uno sin el otro. Igual que los padres; bueno, los míos.

Yo no debería saberlo, pero las gemelas podrían haber sido mis hermanas. Julien era el novio de mi madre cuando los dos estudiaban Magisterio. Luego él hizo la tontería de presentarle a mi padre cuando estaba en su plenitud: el uniforme marcando abdominales y los hombros más anchos que la barriga. Acababa de ingresar en la policía. Un flechazo, dijo ella. Papá dijo lo mismo. Julien, por su parte, intentó hacer de tripas corazón.

– Adiós, Anne; adiós, Martin… No os molesto más… No os mováis, ya apago yo la luz.

Cuando las gemelas por fin cayeron rendidas en el sofá del salón, mi madre vino a darme un beso.

– Es hora de irse a la cama…

– Pero, mamá, si es Navidad…

– ¡Cuanto antes te acuestes, antes verás los regalos mañana!

Mientras iba hacia mi cuarto, vi que mi padre y Julien abrían otra botella. Mi madre ya no estaba. Parecían serios, porque cuando pasé saludándoles con la mano, ninguno de los dos sonrió. Incluso me pareció que me miraban tristes. Seguramente se bebieron otra botella después, porque cuando me desperté por la noche para ir a hacer pis seguían cuchicheando en el salón.

– Las mujeres se enamoran de uno porque les pareces diferente. Y luego hacen todo lo posible para que nos volvamos como los demás…

Las nueve y media. ¡Pom, pom! Mi madre abrió la puerta de mi habitación. Asomó la cabeza, no sonreía.

– Tu padre está despierto…

No salté de la cama como hago todas las mañanas de Navidad. En la voz de mi madre había tristeza. En ese momento no me fijé en que había dicho «tu padre» en vez de «papá». La tristeza fue lo único que me extrañó.

Al salir de mi habitación, en la cocina vi que mi padre y Julien no se habían bebido una botella más, sino dos. En el salón me esperaba papá, repantigado en su sillón frente a la tele, que no estaba encendida; la gran pausa de la mañana de Navidad. Se esforzó por sonreírme mientras se rascaba la cabeza. Me pregunté si no habría otras botellas vacías escondidas en el balcón.

Navidad es una vez al año, pero los pequeños hábitos nunca se olvidan. Me extrañó que mis padres no estuvieran juntos. Mi madre no estaba sentada en el brazo del sillón reservado a mi padre, sino en el sofá, más lejos. Eran dos.

Por mucho que ya tengas once años, el primer regalo que abres bajo el abeto es siempre el más grande. Supe de inmediato que esa caja de química había sido idea de mamá. Siempre me compra juguetes educativos. Para ella, un regalo tiene que ser útil. En el colegio voy un curso adelantado porque me enseñó a leer a los cuatro años. Era la estrella del parvulario. Ahora soy el pringado al que los demás le sacan la cabeza.

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