Serie Inspector William Monk – #2
© Título original: A Dangerous Mourning
Traducción: Roser Berdagué
A John y Mary MacKenzie
y a mis amigos de Alness,
por su buena acogida.
– Buenos días, Monk -dijo Runcorn con una expresión satisfecha sobre su rostro enjuto y de rasgos enérgicos. Llevaba el cuello de pajarita algo torcido y al parecer le apretaba un poco-. Acérquese a Queen Anne Street, a casa de sir Basil Moidore -dijo ese nombre como si le fuera muy familiar y observó la cara de Monk por si demostraba ignorancia. Como no detectó nada, prosiguió en tono más impaciente-. Han encontrado muerta, apuñalada, a la hija de sir Basil, Octavia Haslett, de estado viuda. Parece que un ladrón estaba saqueando sus joyas cuando ella despertó y lo sorprendió con las manos en la masa. -Su sonrisa se hizo más tensa-. Ya que dicen que usted es nuestro mejor detective, ¡a ver si lleva esto mejor que el caso Grey!
Monk sabía muy bien lo que eso significaba: no moleste a la familia, son gente de calidad y es evidente que nosotros no lo somos. Sea comedido, no sólo en sus palabras, en su forma de comportarse o en la manera de abordarlos, sino, lo que es más importante, en lo que pueda averiguar.
Como no tenía otra alternativa, Monk acogió las palabras con mirada absolutamente indiferente, como si no captara la indirecta.
– Sí, señor Runcorn. ¿Qué número de Queen Anne Street?
– El diez. Que lo acompañe Evan. Imagino que cuando lleguen a la casa ya se habrá emitido algún dictamen médico con respecto a la hora del crimen y al tipo de arma utilizado. ¡Venga, no se quede ahí como un pasmarote, hombre! ¡Manos a la obra!
Monk no dio tiempo a Runcorn a añadir nada más, giró sobre sus talones y, dando grandes zancadas, dijo por lo bajo:
– Sí, señor.
Después salió dando casi un portazo.
Evan, con la expectación reflejada en su rostro sensible y cambiante, ya subía las escaleras a su encuentro.
– Un asesinato en Queen Anne Street -le anunció Monk, sintiendo que su irritación se desvanecía sólo con ver a aquel muchacho.
A Monk le encantaba Evan y, como no recordaba a otra persona por la que sintiera tanta simpatía y su memoria sólo alcanzaba hasta aquella mañana de cuatro meses atrás en la que se había despertado en el hospital -de hecho, al principio había pensado que se encontraba en un asilo-, su amistad con él todavía le resultaba más preciosa. Además, confiaba en Evan, por algo era una de las dos personas del mundo que sabían que en su vida había un espacio en blanco. En cuanto a la otra persona, Hester Latterly, difícilmente habría podido considerarla una amiga, puesto que aunque era una mujer inteligente y valiente también era testaruda y profundamente irritante, aunque reconocía que le había sido de gran ayuda en el caso Grey. Su padre había sido una de las víctimas de dicho caso y su muerte había obligado a Hester a abandonar el trabajo de enfermera en la guerra de Crimea, prácticamente terminada en aquel momento, a fin de reconfortar a su familia en su dolor. Era muy difícil, sin embargo, que Monk volviera a verla, a no ser cuando tuvieran que ir a declarar en el juicio de Menard Grey. Eso a Monk le traía sin cuidado ya que la consideraba acida y nada atractiva como mujer, es decir, todo lo contrario de su cuñada, cuyo rostro acudía a menudo a sus pensamientos para dejar en ellos un rastro fugaz de dulzura.
Evan dio media vuelta, siguió a Monk escaleras abajo pisándole los talones y, después de atravesar el despacho de recepción, salieron los dos a la calle. Era un día de finales de noviembre, despejado y ventoso. El viento agitaba las amplias faldas de las mujeres; un hombre que caminaba con el cuerpo ladeado y se agarraba con trabajo el sombrero de copa saltó para evitar el barro de un coche de caballos que pasó a gran velocidad. Evan hizo una seña a un hansom cab, moderno cabriolé que databa de nueve años atrás, mucho más práctico que los anticuados carruajes.
– Queen Anne Street -ordenó al cochero y, así que él y Monk se hubieron acomodado, el coche se puso rápidamente en marcha a través de Tottenham Court Road y se dirigió hacia el este, pasó por Portland Place y Langham Place y, tras doblar en ángulo recto, enfiló Chandos Street hasta Queen Anne Street. Durante el trayecto Monk puso a Evan al corriente de lo que Runcorn le había dicho.
– ¿Quién es ese sir Basil Moidore? -preguntó Evan con su aire inocentón.
– No tengo ni idea -admitió Monk-, no me ha dado detalles. -Y seguidamente refunfuñó por lo bajo-: O no lo conoce o deja que lo descubramos nosotros, probablemente para que metamos la pata.
Evan sonrió. Estaba más que enterado de las malas relaciones existentes entre Monk y su superior y de las razones que ocultaban. No era fácil trabajar con Monk: era un hombre tozudo, ambicioso, intuitivo, de réplica pronta, ingeniosa y cortante. Por otro lado, la injusticia le alteraba el equilibrio emocional y le importaba poco ofender a quien fuese con tal de ajustarlo todo a derecho. Tenía poca paciencia con los tontos, entre los que incluía a Runcorn, y ésa era una opinión que en épocas pasadas se había esforzado muy poco en disimular.
Runcorn también era ambicioso, pero perseguía otros objetivos: pretendía entrar con buen pie en la sociedad, aspiraba al encomio de sus superiores y valoraba por encima de todo la seguridad. Tenía en mucho las escasas victorias que había conseguido sobre Monk y las paladeaba con delectación.
Estaban en Queen Anne Street, calle caracterizada por la elegancia y discreción de sus casas de armoniosas fachadas, altos ventanales e imponentes zaguanes. Se apearon, Evan pagó al cochero y, tras llamar a la puerta de servicio del número diez, se dieron a conocer. Era un fastidio bajar las escaleras que conducían al semisótano en lugar de subir los peldaños que llevaban al pórtico de entrada, pero era mucho menos humillante que llamar a la puerta principal y encontrarse con un lacayo de librea que, sin dignarse a mirarlos, quizá los habría enviado abajo.
– ¿Sí? -les dijo un limpiabotas de rostro descolorido y con el delantal torcido.
– Inspector Monk y sargento Evan. Venimos a ver a lord Moidore -replicó Monk con voz tranquila. Cualquiera que fueran sus sentimientos hacia Runcorn o la intolerancia general que le inspiraban los tontos, el dolor, la confusión y la conmoción que provoca una muerte repentina le despertaban una profunda piedad.
– ¡Oh…! -El limpiabotas los miró sorprendido, como si con su sola presencia hubieran transformado la pesadilla en realidad-. ¡Oh… sí! Mejor será que pasen. -Retrocedió para abrir y volviéndose hacia la cocina en demanda de ayuda, llamó con voz lastimera y acongojada-: ¡Señor Phillips! ¡Señor Phillips! ¡La policía!
Del fondo de la inmensa cocina surgió el mayordomo. Era un hombre delgado y ligeramente encorvado, pero su cara tenía la expresión autocrática de los que están acostumbrados a mandar… y a hacerse obedecer sin discusión. La mirada que dirigió a Monk dejaba traslucir una mezcla de ansiedad y de desdén, aunque de ella tampoco estaba ajena una cierta sorpresa ante el traje de buen corte, la pulcra camisa y las botas de cuero fino y bruñido que componían el atuendo de Monk. El aspecto de Monk no se acomodaba a la idea que se hacía de la posición social de un policía, sin duda por debajo de los buhoneros. Después observó a Evan, y pareció que aquella nariz larga y algo ganchuda, lo mismo que aquellos ojos y boca de expresión imaginativa, tampoco le cuadraban. Cuando no podía encasillar a la gente en los compartimentos que les tenía previamente asignados sentía una extraña desazón, como si se tambaleara el orden del universo. Estaba aturullado.
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