Lucy Gordon
Ganar una Esposa
Título Original: Rinaldo’s Inherited Bride (2004)
Serie: 1º Pasión Italiana
«Me odia. Me odia de verdad» Alex había esperado cierto resentimiento, pero no aquella abierta hostilidad. Durante el viaje de Inglaterra a Italia había estado preguntándose por Rinaldo y Gino Farnese, los dos hombres a los que, sin querer, había desposeído de parte de su herencia.
Ahora, mirando a Rinaldo a los ojos frente a la tumba de su padre, pensó que nunca había visto tanta amargura concentrada en un ser humano.
Alex parpadeó, pensando que podría ser una ilusión producida por el sol. En Toscana, las sombras contrastaban fuertemente con los colores: rojo, naranja, amarillo, verde… Colores vibrantes, intensos. Peligrosos.
«Estoy imaginando cosas», pensó.
Pero el peligro estaba allí, en los ojos llenos de furia de Rinaldo Farnese.
Isidoro, su abogado italiano, le había dicho quiénes eran los hermanos Farnese, pero Alex lo habría descubierto de todas formas. El parecido familiar era clarísimo. Los dos hombres eran altos, de facciones clásicas y brillantes ojos oscuros.
Gino, el más joven, la miraba con expresión amistosa a pesar de las circunstancias. Su pelo, muy oscuro, se rizaba un poco en la nuca y en sus ojos había un brillo de humor.
Pero no había nada amistoso ni humorístico en Rinaldo, cuyo rostro parecía esculpido en granito. Era un hombre de entre treinta y cinco y cuarenta años, de frente amplia y nariz romana; un rasgo poderoso en un rostro poderoso.
Incluso a distancia, Alex podía detectar una fuerte tensión, que él intentaba controlar con supremo esfuerzo.
Rinaldo Farnese no la perdonaría.
Pero, ¿por qué iba a necesitar Alex su perdón? Ella no le había hecho nada.
Quien se lo hizo fue su padre, que había hipotecado un tercio de la granja familiar sin decírselo a sus hijos.
– Vincente Farnese era un tipo encantador -le había dicho Isidoro-. Pero tenía la terrible costumbre de cerrar los ojos para no ver la realidad, siempre esperando un milagro. Rinaldo intentaba controlar en lo posible el negocio familiar, pero Vincente les tenía reservada una sorpresa para el final. Entiendo que esté disgustado.
Pero el hombre que Alex tenía enfrente no estaba disgustado. No, Rinaldo Farnese parecía dispuesto a matar a alguien.
– Quizá no debería haber venido al funeral de su padre.
– Desde luego que no -suspiró Isidoro-. Seguramente se lo habrán tomado como una provocación.
– Pero yo no quería provocar nada. Sólo conocerlos, decirles que voy a darles una oportunidad para pagar la hipoteca.
– Alex, ¿es que no lo entiendes? Estos hombres creen que no te deben nada, que eres una usurpadora. Ofrecerles una oportunidad de que te paguen la hipoteca es una receta segura para el desastre. Vámonos de aquí.
– Vete tú si quieres, yo no pienso salir corriendo.
– Más tarde es posible que lo lamentes, Alex.
– ¿Por qué? ¿Qué podrían hacerme?
Una semana antes, en un restaurante londinense con David, todo le había parecido tan fácil…
– Con el dinero de esa herencia puedes convertirte en socia de la empresa -le había dicho él.
– Y mucho más -sonrió Alex pensando en la casa que compartirían después de la boda.
David no contestó directamente, pero levantó su copa.
David Edwards, su prometido. Con cuarenta años, guapo, elegante y muy británico, era el presidente de una prestigiosa firma londinense de administración de empresas.
Alex había empezado a trabajar para ellos ocho años antes, después de terminar la carrera.
Siempre supo que algún día conseguiría ser socia de la firma, como supo que algún día se casaría con David.
Ocho años habían transformado a una chica tímida que se sentía más cómoda con las cifras que con las personas, en una mujer guapa y sofisticada.
Fue el propio David el que, sin saberlo, había dado comienzo a la transformación. Alex se quedó prendada de él desde el primer día, pero David ni siquiera se fijó en ella. Seis meses después de haber llegado a la empresa, ella oyó que le preguntaba a un colega:
– ¿Quién es la gordita del vestido rojo?
Y pasó de largo, sin saber que «la gordita» había oído el comentario.
Dos días más tarde, David anunciaba su compromiso con la hija de su socio.
Alex se centró en su trabajo sin pensar en nada más y, cinco años después, se había convertido en jefa del departamento.
Entonces el suegro y socio de David ya se había retirado y él ya no necesitaba su influencia… aunque sólo los malpensados hicieron la conexión entre ese dato y su divorcio.
En esos cinco años, Alex se esforzó mucho para transformarse físicamente y su cuerpo llegó a representar el triunfo del gimnasio. Sus piernas eran suficientemente esbeltas como para arriesgarse a usar minifalda y en su cuerpo no había un kilo de más.
Se cortaba el pelo, rubio, en la mejor peluquería de Londres, se maquillaba a la perfección y era, en definitiva, como una pulida obra de arte. Y su cerebro estaba en consonancia con su aspecto.
David y ella se convirtieron en pareja después de su divorcio y todo parecía perfectamente estructurado. El reconocimiento de la herencia iría seguido de una sociedad y, más tarde, de la boda.
– Aunque para eso aún falta tiempo -le había dicho David-, Aún no ha habido un reconocimiento de herencia, ¿verdad?
– No, pero los hermanos Farnese me deben una enorme suma de dinero. Si no pueden pagar en un tiempo razonable, me quedaré con la granja.
– Eso o vender tu parte a otra persona. Yo creo que sería lo más razonable, Alex. ¿Para qué quieres tú una granja?
– Para nada. Además, quiero darle a los Farnese la oportunidad de pagar la parte que me corresponde.
– Sí, claro, lo entiendo. En fin, tómate el tiempo que haga falta.
Alex había sonreído, agradeciendo que fuera tan comprensivo. Así las cosas serían más fáciles.
– No conoces mucho a tus parientes italianos, ¿verdad? -le preguntó David entonces.
– Enrico Mori era tío de mi madre. Vino a visitarnos un par de veces… Era un hombre muy emocional y muy nervioso, como ella.
– Y al contrario que tú.
Alex sonrió.
– Yo no puedo permitirme el lujo de ser nerviosa y emocional. La experta en melodramas era mi madre. Yo la adoraba, pero supongo que, por contraste, decidí tener sentido común. Una de las dos tenía que ser calmada y fría. Recuerdo que mi tío Enrico decía: «eres igual que tu padre». Y no era un cumplido.
– ¿Por qué?
– Mi padre murió cuando yo tenía diez años, pero jamás lo oí gritar o perder los nervios. Y eso no pega mucho con el carácter italiano.
– Tú tampoco pierdes los nervios.
– ¿Para qué? Es mejor hablar las cosas con tranquilidad. Mi madre solía decir que un día iríamos a Italia juntas y yo «vería la luz». Incluso me obligó a estudiar italiano para que no me sintiera perdida cuando visitáramos «mi otro país».
– Pero no fuisteis nunca.
– No, desgraciadamente no -suspiró Alex-. Cuando murió, hace tres años, mi tío vino al funeral.
– ¿Tú eres la única heredera de Enrico Mori?
– No, tengo unos primos que han heredado su casa y sus tierras. Era un solterón muy rico y se dedicaba a pasarlo en grande en Florencia, bebiendo y persiguiendo mujeres.
– Entonces, ¿de dónde viene tu relación con Vincente Farnese?
– Enrico y él eran viejos amigos. Hace unos años, Vincente le pidió dinero prestado a Enrico y puso como aval Belluna, su granja. Pero la semana pasada se fueron de copas… y tuvieron el accidente donde murieron los dos.
– ¿Y sus hijos no tenían ni idea de que la granja estaba hipotecada?
– Aparentemente, lo supieron al leer el testamento.
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