Anne Perry
La médium de Southampton Row
Nº 22 Inspector Pitt
Mi agradecimiento a Derrick Graham,por su colaboración a la hora de reunir datos para escribir este libro y por sus excelentes idea.
– Lo siento -murmuró el subcomisario Cornwallis; su cara era una máscara de culpabilidad y desdicha-. He hecho todo lo que he podido. He alegado todas las razones, morales y legales. Pero no puedo luchar contra el Círculo Interior.
Pitt estaba perplejo. Se hallaba de pie en medio de la oficina, mientras la luz del sol se derramaba sobre el suelo, y se oía el ruido de los cascos de los caballos, las ruedas sobre los adoquines y los gritos de los cocheros que llegaban desde la calle apenas amortiguados por las ventanas. Los barcos de recreo iban y venían por el Támesis en aquel caluroso día de junio. Después del complot de Whitechapel lo habían restituido a su cargo de superintendente de la comisaría de Bow Street. La reina Victoria le había dado las gracias personalmente por su valor y su lealtad. Y dos días después, antes de que hubiera vuelto a ocupar siquiera su cargo, ¡Cornwallis lo despedía de nuevo!
– No pueden hacerlo -protestó-. Su Majestad en persona…
Los ojos de Cornwallis no parpadearon, pero se llenaron de tristeza.
– Sí pueden. Tienen más poder del que usted y yo jamás sabremos. La reina oirá lo que ellos quieran que oiga. Si acudimos a ella, créame, le dejarán sin nada, incluso sin la Brigada Especial. Narraway se alegrará de volver a contar con usted. -Parecía que le hubieran arrancado a la fuerza esas palabras, que sonaban ásperas en su garganta-. Acepte, Pitt, por su bien y el de su familia. Es lo mejor que puede hacer. Usted es bueno en su trabajo. Nadie le podrá agradecer suficientemente lo que hizo por su país al derrotar a Voisey en Whitechapel.
– ¡Derrotarlo! -exclamó Pitt con amargura-. ¡La reina le concedió el título de sir, y el Círculo Interior sigue teniendo suficiente poder para decidir quién debe ser superintendente de Bow Street y quién no!
Cornwallis torció el gesto; los huesos de su rostro se marcaron bajo la piel tirante.
– Lo sé. Pero si usted no le hubiera derrotado, Inglaterra sería ahora una república sumida en el caos, tal vez hasta hubiera estallado una guerra civil, y Voisey sería su primer presidente. Eso es lo que querían. Usted le derrotó, Pitt, no lo dude nunca… ni tampoco lo olvide. El no lo hará.
Los hombros de Pitt se desplomaron. Se sentía hundido y cansado. ¿Cómo iba a decírselo a Charlotte? Se pondría furiosa y se sentiría indignada ante la injusticia que habían cometido con él. Querría luchar, pero no había nada que hacer. Él lo sabía; solo discutía con Cornwallis porque todavía le duraba el shock, la cólera ante toda aquella sinrazón. Había creído que al menos su cargo estaría a salvo después de que la reina hubiera reconocido su valor.
– Le corresponden unas vacaciones -dijo Cornwallis-. Tómeselas. Yo… siento haber tenido que decírselo antes.
Pitt no sabía qué decir. No se sentía con ánimos de mostrarse cortés.
– Vaya a algún lugar bonito, fuera de Londres -continuó Cornwallis-. Al campo… o al mar.
– Sí… Supongo que lo haré. -Sería más fácil para Charlotte, para los niños. Ella seguiría dolida, pero al menos podrían pasar tiempo juntos. Habían transcurrido años desde la última vez que se habían tomado unos pocos días libres, y se habían dedicado a pasear por bosques o campos, a hacer picnics y a contemplar el cielo.
* * * * *
Charlotte se sintió horrorizada, pero después del primer estallido disimuló, en buena parte quizá por los niños. Jemima, de diez años y medio, se percataba enseguida de cualquier emoción, y Daniel, dos años menor, no le iba a la zaga. Charlotte se centró en la oportunidad de tomarse unas vacaciones y empezó a planear cuándo deberían partir y a calcular cuánto dinero se podrían permitir gastar.
Al cabo de unos días, todo estuvo arreglado. Se llevarían con ellos al hijo de su hermana Emily; tenía la misma edad que Daniel y le encantaba escapar de la formalidad de las aulas y las responsabilidades que estaba aprendiendo como heredero de su padre. El primer marido de Emily había sido lord Ashworth, y a su muerte había dejado el título y la mayor parte de la herencia a su único hijo, Edward.
Se alojarían en una casa de campo en el pequeño pueblo de Harford, cerca de Dartmoor, durante dos semanas y media. Cuando regresaran, las elecciones generales habrían terminado y Pitt podría volver a personarse ante Narraway en la Brigada Especial, el nuevo cuerpo creado en buena medida para combatir a los terroristas fenianos, así como la conflictiva cuestión del autogobierno irlandés por la que Gladstone volvía a luchar, con tan pocas esperanzas de éxito como siempre.
– No sé cuánta ropa llevar para los niños -dijo Charlotte a modo de pregunta-. Me gustaría saber si se van a ensuciar mucho…
Ella y Pitt estaban en el dormitorio acabando de hacer las maletas, antes de tomar el tren del mediodía hacia el sudoeste.
– Espero que sí -respondió Pitt sonriendo-. No es saludable que los críos no se ensucien… al menos un niño.
– ¡Entonces me ayudarás con la colada! -replicó ella al instante-. Te enseñaré a utilizar la plancha de hierro. Verás qué fácil… Solo pesa una tonelada y es aburrido a más no poder.
Él estaba a punto de responder cuando la criada, Gracie, habló desde el umbral.
– Ha venido un cochero con un recado para usted, señor Pitt -dijo-. Me ha dado esto. -Le tendió una hoja de papel doblada.
Él la cogió y la desdobló.
«Pitt, necesito verle inmediatamente. Venga con el portador de este mensaje. Narraway.»
– ¿Qué es? -preguntó Charlotte, cuya voz adquirió un matiz áspero al observar cómo cambiaba la expresión de Pitt-. ¿Qué ha pasado?
– No lo sé -respondió él-. Narraway quiere verme, pero no puede ser nada serio. No tengo que empezar a trabajar con la Brigada Especial hasta dentro de tres semanas.
Ella sabía, por supuesto, quién era Narraway, aunque no lo conocía personalmente. Desde el día que se había tropezado con Pitt hacía once años, en 1881, ella había tomado parte activa en cada uno de los casos que había despertado su curiosidad o provocado su indignación, o en los que se había visto involucrada una persona que le importaba. De hecho, era ella quien había trabado amistad con la viuda de la víctima de John Adinett en la conspiración de Whitechapel, y quien había acabado averiguando la razón de su muerte. Tenía una idea más aproximada de quién era Narraway que cualquier otra persona que no perteneciera a la Brigada Especial.
– Bueno, pues más vale que le digas que no te entretenga -dijo enfadada-. Estás de vacaciones y tienes que coger un tren al mediodía. ¡Ojalá te hubiera llamado mañana, cuando ya nos hubiéramos ido!
– No creo que sea importante -dijo Pitt con tono despreocupado. Sonrió, pero sus labios se curvaron ligeramente hacia abajo-. Últimamente no ha habido bombas, y con las elecciones a la vuelta de la esquina, seguramente no las habrá por un tiempo.
– Entonces ¿por qué no puede esperar a que vuelvas? -preguntó ella.
– Probablemente puede esperar. -Se encogió de hombros, compungido-. Pero no puedo permitirme desobedecer. -Era un duro recordatorio de su nueva situación.
Pitt estaba bajo las órdenes directas de Narraway, y aparte de a él, no tenía a nadie a quien recurrir; no contaba con información ni con una audiencia pública a la que apelar, como había ocurrido cuando era policía. Si Narraway le rechazaba, no tenía adónde ir.
– Sí… -Charlotte bajó la mirada-. Lo sé. Solo recuérdale lo del tren. No hay ninguno que salga más tarde y llegue allí esta noche.
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