Jonathan Kellerman
Compañera Silenciosa
Título original: SILENT PARTNER
Traducción cedida por Ultramar Editores, S. A., Barcelona
Éste se lo dedico a Bob Elias
Si los ricos pudiesen contratar a un pobre
para que muriese por ellos,
los pobres podrían vivir muy bien.
Dicho Yiddish.
Gracias especiales a
Steve Rubin, Beverly Lewis,
Stuart Vener,
David Aftergood y Al Katz.
Siempre he odiado las fiestas y, en circunstancias normales, jamás hubiera asistido a una en sábado.
Pero mi vida era un desastre. Había relajado mis pautas de conducta. Y me había metido de lleno en una pesadilla.
El jueves por la mañana yo era el buen doctor, sólo preocupado por mis pacientes, decidido a no dejar que mi propia basura se interpusiese en el camino de mi trabajo.
No le quitaba ojo al chico.
No había llegado aún a la parte en que les arrancaba las cabezas a los muñecos. Contemplé cómo tomaba de nuevo los coches de juguete y los lanzaba el uno contra el otro, en inevitable colisión.
– ¡Uto!
La reverberante concusión de metal contra metal bloqueó el gemido de la cámara de vídeo, antes de morir. El niño lanzó los coches a un lado, como si le quemasen los dedos. Uno de ellos dio una voltereta y quedó balanceándose sobre el techo, como si fuera una tortuga atrapada. Lo empujó con un dedo, luego me miró, como pidiéndome permiso.
Le hice un gesto de asentimiento con la cabeza y él agarró los coches de un tirón. Dándoles la vuelta entre sus dedos, examinó los brillantes bajos, giró las ruedas, simuló el sonido de los motores revolucionándose.
– Bruum, bruum. ¡Uto!
De un poco más de dos años, grandote y robusto para su edad, con ese tipo de coordinación fluida que predecía un héroe atlético. Cabellos rubios, facciones regordetas, ojos color uva pasa, que me hacían pensar en los muñecos de nieve, un puñado de pecas ámbar sobre la nariz y unos gruesos carrillos.
Un niño a lo Norman Rockwell: la clase de hijo del que estaría orgulloso cualquier padre con sangre estadounidense en las venas.
Claro que la sangre de su padre sólo era ya una mancha color óxido, en la raya de separación central, en algún punto a lo largo de la autopista de Ventura.
– ¡Bruum, Uto!
En seis sesiones, esto era lo más cerca a hablar a lo que había llegado… Me interrogué al respecto, me interrogué acerca de una cierta vidriosidad que había en sus ojos.
La segunda colisión fue súbita y más estrepitosa. Su concentración era intensa. Pronto pasaría a coger los muñecos.
Desde su silla en el rincón, la madre alzó la vista. Durante los últimos diez minutos había estado leyendo la misma página de un libro de bolsillo titulado: ¡Al éxito por la fuerza de voluntad! Cualquier pretensión de despreocupación era totalmente desmentida por su lenguaje corporal: estaba sentada muy tiesa al borde de la silla; se rascaba la cabeza, tiraba de su largo cabello oscuro como si fuese lana que se carda, o bien lo iba enroscando y desenroscando con sus dedos. Uno de sus pies marcaba un ininterrumpido ritmo de cuatro por cuatro, mandando oleadas de tensión que subían hacia arriba, por una pierna pálida, sin media, hasta desaparecer bajo el borde de su vestido estival.
La tercera colisión la sobresaltó. Bajó el libro y me miró, parpadeando con fuerza. Era casi hermosa, de ese tipo de mujeres que florece justo al final del bachillerato, y luego se marchita con rapidez. Le sonreí. Ella bajó la vista con gesto brusco, y la hundió en el libro.
– ¡Uto! -gruñó el niño, tomando un auto en cada mano y golpeándolos uno con otro como si fueran unos platillos, y soltándolos al impacto. Se deslizaron sobre la moqueta, en direcciones distintas. Respirando trabajosamente, el crío los siguió con andar tambaleante.
– ¡Uto! -los cogió y los tiró de nuevo con fuerza-. ¡Bruum! ¡Uto!
Repitió esta rutina varias veces, luego, bruscamente, lanzó los coches a un lado y empezó a inspeccionar la habitación con miradas hambrientas y furtivas. Buscando los muñecos, a pesar de que yo siempre los dejaba en el mismo lugar.
¿Un problema de memoria, o un simple rechazo a recordar? Con estas edades, lo único que uno podía hacer era suponer.
Que era justamente lo que yo le había dicho a Mal Worthy, cuando éste me había descrito el caso y pedido que lo atendiese.
– No vas a conseguir pruebas concluyentes.
– Ni siquiera lo voy a intentar, Alex. Sólo te pido que me des algo con lo que pueda trabajar.
– ¿Y qué hay de la madre?
– Como cabría esperar, un desastre.
– ¿Quién está trabajando con ella?
– Nadie por el momento, Alex. Traté de conseguir que fuera a ver a alguien, pero se negó. De modo que, si mientras haces tu trabajo con Darren se te escapa algo de terapia hacia Mamá, no seré yo quien presente objeciones. ¡Dios sabe que la necesita… Mira que pasarle algo así a una persona de su edad!
– Pero dime, para empezar, ¿cómo te viste metido en un caso de lesiones?
– Es un caso típico de segundo matrimonio. El padre trabajaba para mí, como hombre para todo. Yo me ocupé de su divorcio como un favor. Ella era la otra mujer, y me recordaba con cariño. En realidad, me ocupaba de muchos casos como éstos cuando empecé. Me siento bien al volver a ello. Pero dime, ¿cómo te sientes al trabajar con un niño tan pequeño?
– Los he tenido más pequeños. ¿Cómo se expresa?
– Si habla, yo no lo he oído. Ella afirma que, antes del accidente, estaba empezando a juntar algunas palabras, pero no me da la impresión de que sus padres ya hubiesen empezado a ahorrar para pagarle los estudios en la Cal Tech. Si pudieses probar que ha sufrido una pérdida en el Cociente de Inteligencia, yo podría convertir eso en dólares, Alex.
– Mal…
Rió, al otro lado de la línea telefónica.
– Lo sé, lo sé. Mi querido Señor… no, perdóname, querido Doctor Puro: ¡Dios me libre de atreverme a…!
– Me alegra tener noticias tuyas, Mal. Haz que me llame la madre, para concertar una cita.
– ¡… intentar influenciar indebidamente a un testigo experto! Sin embargo, mientras estés analizando la situación, puedes tratar de imaginar lo que va a ser el futuro para esa mujer: criando un bebé ella sola, sin contar con estudios ni profesión, sin tener dinero. Viviendo con esos recuerdos. Tengo fotos del accidente…, casi me hicieron vomitar la comida. En este caso hay algunos bolsillos muy hondos, Alex. Y vale la pena meter la mano en ellos.
– ¡Ñeco! -Había encontrado los muñecos. Tres hombres, una mujer, un niño. Pequeños, de plástico blando y sonrosados, de rostros comunes y facciones inexpresivas, con los cuerpos con todos sus detalles anatómicos y miembros de quita y pon. Junto a ellos otro par de autos, mayores que los dos de antes, uno rojo, otro azul. En el asiento trasero del azul había sido colocada una sillita de bebé en miniatura.
Me levanté y ajusté la cámara de vídeo para que estuviera enfocada hacia la mesa, y luego me senté en el suelo, a su lado.
Tomó los coches y colocó los muñecos, siguiendo una secuencia habitual: un hombre conduciendo, otro junto a él, la mujer tras el conductor, el bebé en su sillita. El coche rojo estaba vacío. Sobre la mesa quedaba un muñeco.
Aleteó con los brazos y se tiró de la nariz. Alejando el coche azul tanto cuanto le daba el brazo, apartó la vista de él.
Yo le di una palmadita en el hombro.
– Sin problemas, Darren.
Inspiró, espiró sonoramente, tomó el coche rojo y colocó ambos vehículos en el suelo, a medio metro de distancia el uno del otro, frente por frente. Volviendo a inspirar profundamente, hinchó las mejillas y lanzó un alarido, luego los hizo chocar con todas sus fuerzas.
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