Sharon Kay Penman
El señor del Norte
La guerra de las rosas II
Coventry. Mayo de 1471
. Ana Neville tenía una margarita en la mano. Sentada al sol ante la ventana en el primer día de su cautiverio en Coventry, arrancaba los pétalos uno por uno y los acomodaba en el regazo. Había encontrado la flor en el asiento de la ventana poco después de que los hombres de William Stanley las escoltaran al vestíbulo del priorato, donde las retendrían mientras él iba a anunciarle a su soberano que la francesa ya estaba bajo llave.
Ana estaba segura de que la margarita era un mensaje, para transmitir un pésame que era arriesgado expresar en palabras. Un partidario de Lancaster había dejado ese símbolo. Hacía tiempo que la margarita era emblema personal y flor favorita de Margarita de Anjou. Ana no había mencionado su descubrimiento y, mientras aguardaba la llegada de su primo Eduardo, se dedicó a arrancar y desperdigar los níveos pétalos, contándolos con cuidado. Cinco… seis… siete pétalos arrancados del corazón amarillo. Uno por cada uno de sus siete días de viudez.
Alzó la vista y miró a su suegra, al otro lado de la cámara, estudió sin piedad los estragos que la semana anterior había causado en ese rostro otrora hermoso. Ana no se había educado en la escuela del odio. Hasta que siguió a su padre al exilio en Francia, no había sabido qué era odiar a otro ser humano, nunca había tenido motivos para ello.
Pero después de Amboise había aprendido deprisa. Había llegado a odiar a Eduardo de Lancaster más de lo que le temía, odiaba el desprecio con que él hablaba del padre de Ana, odiaba que se ufanara de las sangrientas represalias que se proponía tomar contra la Casa de York, odiaba que se riera del miedo que sentía ella. Ante todo, odiaba las noches en que el tedio o la falta de otras amantes lo llevaba al lecho de Ana y ella debía someterse a sus exigencias físicas, acatando en silencio porque él era su esposo y tenía derecho a usar su cuerpo como deseara, porque ella le pertenecía. Esa pérdida de identidad desgarraba el espíritu de Ana mucho más que el dolor físico y la humillación de la intimidad forzada. En esas ocasiones ya no era Ana Neville, ya no era ella misma, y su única función era satisfacer las necesidades de Eduardo, necesidades que podía satisfacer cualquier cuerpo suave y femenino. Había sabido, desde luego, que tendría que someterse a su esposo. La sumisión era el deber de la esposa, y el derecho del marido. La Madre Iglesia establecía que la esposa debía obedecer al cónyuge sin cuestionamientos ni vacilaciones. Pero con Édouard, Eduardo de Lancaster, todo iba más allá de la sumisión. Ella intuía que era menos una esposa que una pertenencia que él usaba a su antojo. Llegó a odiarlo con toda la pasión que no llevaba al lecho.
Durante esos dos días de pesadilla que siguieron a la batalla, Ana pasó mucho tiempo orando, agradeciendo a Dios Todopoderoso que hubiera dado la victoria a York, que hubiera velado por la seguridad de sus primos yorkistas. Estaba segura de que Margarita sabía que su hijo había muerto. Desde la llegada al priorato de Little Malvern, Margarita apenas había hablado, apenas probaba bocado y las velas ardían en su estancia toda la noche. Margarita tenía que saberlo. Sólo faltaba que sir William Stanley se plantara ante ella en los escalones de piedra que conducían a los aposentos del prior.
– Madame -le había dicho con manifiesto deleite-, podéis consideraros una prisionera de Su Soberanísima Gracia, el rey Eduardo Plantagenet, cuarto de ese nombre desde la Conquista. -Había sonreído, saboreando tanto el momento que las mujeres supieron de antemano lo que seguiría-. Debemos trasladarnos de inmediato a Coventry, por órdenes del rey. Si por mí fuera, os despacharía en el acto, para que os reunierais con el hideputa Somerset y vuestro cachorro bastardo en el infierno.
Margarita no emitió el menor sonido; ni siquiera parecía respirar. Defraudado por la falta de reacción, Stanley procuró azuzarla dando detalles de la muerte de su hijo.
– Ensartado mientras pedía clemencia a mi señor de Clarence, como un vulgar cobarde.
Ella aún lo miraba sin decir nada. Al principio Ana pensó que Margarita, con su empecinado orgullo, no deseaba perder la compostura ante un truhán como Stanley, pero pronto notó que no era eso, sino que la reina lancasteriana miraba a Stanley con ojos ciegos. ¡Conque no lo sabía! Ana miró intrigada a Margarita, maravillándose ante la capacidad de las mujeres para aferrarse a la esperanza hasta el último momento, hasta que se enfrentaban a un William Stanley. Tiritó, aunque estaba al sol, y sólo entonces atinó a pensar en lo que significaba para ella la muerte de Lancaster.
Stanley puso fin a sus infructuosas provocaciones y accedió a la solicitud de la airada condesa de Vaux, que pidió permiso para que las mujeres recogieran sus pertenencias en la estancia de Margarita.
Sólo entonces, a puerta cerrada, Margarita se quebró. No derramó lágrimas, sólo cayó de hinojos, como una muñeca rellena de serrín súbitamente desprovista de apoyo. Se arqueó tal como se había arqueado la madre de Ana muchos años atrás, al sufrir un ataque durante la misa del gallo, perdiendo otra hija más antes de que pudieran llevársela de la capilla de Middleham. Margarita se abrazó el cuerpo como había hecho la madre de Ana, meciéndose, sin prestar atención a sus damas, sin prestar atención a nada salvo esa angustia feroz y salvaje que para los testigos no se distinguía del dolor físico.
Ana fue la única que no se acercó a Margarita; se quedó mirando desde la puerta. La había pasmado la innecesaria brutalidad de Stanley, su regodeo en la situación. Ahora le llamaba la atención que pudiera presenciar un sufrimiento tan espantoso, una pesadumbre tan intensa, sin conmoverse. Debía carecer de toda caridad cristiana, pensó, con ese extraño y gélido distanciamiento que había empezado a desarrollar desde su boda de diciembre.
¿Qué más daba? ¿Qué piedad le habían demostrado ellos? ¿Qué condolencias le habían brindado a la muerte de su padre? Margarita incluso le había reprochado los peniques que había debido pedir prestados para comprar tintura en Exeter, para transformar dos vestidos en prendas de luto.
No, no lloraba por Lancaster. No le importaba que hubiera perecido tan joven y tan violentamente. Le alegraba que estuviera muerto. Y mientras miraba a la mujer que se contorsionaba sobre el suelo cubierto de juncos, azotada por los sollozos secos de una pesadumbre que trascendía el alcance de las lágrimas, Ana pensó que ésta era otra razón más para odiarlos, que la hubieran transformado en algo tan parecido a ellos que podía complacerse en la muerte de otro, que podía ser una testigo indiferente del desgarramiento del alma de una mujer.
Pronto descubrió que los soldados de Stanley no la trataban como a Margarita, sino con cortesía, incluso con deferencia. Durante el viaje a Coventry, sólo una vez la habían abordado con insultante familiaridad, y el soldado ofensor fue amonestado de inmediato. Hasta Stanley le había manifestado una consideración que le parecía totalmente fuera de lugar, y además desagradable, pues ella habría preferido no hablarle. Quizá aún quedara gente que respetaba la memoria de su padre; había hombres de Yorkshire entre los soldados de Stanley. Quizá el recuerdo de la lealtad a los Neville inspiraba cortesía hacia la hija del conde. Ana no lo sabía, pero lo agradecía.
Nunca tuvo la menor duda de que, por sombrío que fuera su futuro bajo el dominio de York, como hija y viuda de rebeldes muertos, estaría mejor con su primo Ned de lo que hubiera estado como la esposa indeseada de Eduardo de Lancaster. No conocía tanto a Ned, pero estaba segura de que no la encarcelaría como a Margarita, ni la castigaría por los pecados de Lancaster o los Neville.
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