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Philip Kerr - Pálido Criminal

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Pálido Criminal: resumen, descripción y anotación

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En Pálido Criminal Bernie Gunther, pese a su nula simpatía por los nazis, es obligado por el general de las SS Reinhard Heydrich a reincorporarse a la Kripo con la misión de dar caza a un psicópata que ha violado, torturado y asesinado a varias adolescentes arias. Bajo el mando de su amigo el Kriminaldirektor Arthur Nebe y con el grado de Comisario, Gunther regresa a una policía cada vez más cercana a la Gestapo e inicia una investigación contrarreloj para evitar que el asesino siga matando. Pero la investigación se complicará cuando en la misma se vean involucrados varios miembros relevantes de las SS interesados por el ocultismo que tienen un especial odio a los judíos, como Otto Rahn, Karl Maria Wiligut o el mismísimo Heinrich Himmler.

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Philip Kerr Pálido Criminal Berlín Noir 02 Título original Berlin Noir The - photo 1

Philip Kerr

Pálido Criminal

(Berlín Noir 02)

Título original: Berlin Noir. The Pale Criminal

Traducción cedida por Random House Mondadori

© 1990, Philip Kerr

© de la traducción: 2001, Isabel Merino

Para Jane

«Hay muchas cosas en tu buena gente que me asquean, y no hablo de su maldad. Cómo desearía que poseyeran una locura que les llevara a perecer, igual que este pálido criminal. Querría que su locura se llamara verdad, lealtad o justicia, pero poseen su virtud a fin de vivir mucho y con una deprimente comodidad.»

Nietzsche

Primera parte

Sueles fijarte mucho más en la tarta de fresas del Kranzler’s Café cuando tu dieta te prohíbe incluso probarla.

Bueno, últimamente he empezado a sentirme igual respecto a las mujeres. Solo que no estoy a dieta, sino que me encuentro con que las camareras, sencillamente, no me hacen ningún caso. Y además, hay tantas bonitas por todas partes. Mujeres, quiero decir, aunque me follaría igual a una camarera que a cualquier otro tipo de hembra. Hubo una mujer hace un par de años. Estaba enamorado de ella, solo que desapareció. Bueno, es algo que le sucede a mucha gente en esta ciudad. Pero desde entonces solo he tenido asuntos ocasionales. Y ahora, si me vierais en Unter den Linden, moviendo la cabeza de un lado a otro, pensarías que tenía la mirada fija en el péndulo de un hipnotizador. No sé, puede que sea el calor. Este verano Berlín suda tanto como el sobaco de un panadero. O puede que sea yo, a punto de cumplir los cuarenta y empezando a babear cuando tengo una nena cerca. Cualquiera que sea la razón, mi ansia por procrear es absolutamente salvaje, algo que las mujeres te ven enseguida en los ojos y entonces ni se acercan a ti.

A pesar de todo, en el largo y tórrido verano de 1938, la violencia disfrutaba, insensible, de un cierto renacimiento ario.

1. Viernes, 26 de agosto

– Igual que un jodido cuco.

– ¿Qué?

Bruno Stahlecker levantó la vista del periódico.

– Hitler, ¿quién va a ser?

Se me encogió el estómago al sentir que se me venía encima otra de las profundas analogías de mi socio sobre los nazis.

– Sí, claro -dije con firmeza, deseando que esa muestra incondicional de comprensión le haría desistir de una explicación más detallada. Pero no hubo suerte.

– Apenas acaba de arrancar al polluelo austríaco del nido europeo y ya parece que el checoslovaco corre peligro -dijo, y golpeó el periódico con el dorso de la mano-. ¿Has visto esto, Bernie? Movimientos de tropas alemanas en la frontera de los Sudetes.

– Sí, ya me imaginaba que hablabas de eso.

Cogí el correo de la mañana y, sentándome, empecé a mirarlo. Había varios cheques y eso ayudó a calmar mi irritación contra Bruno. Aunque parecía difícil de creer, estaba claro que ya había bebido. Normalmente a solo un paso de ser monosilábico (lo cual prefiero, porque yo también soy un tanto taciturno), el alcohol siempre hacía que Bruno se volviera más charlatán que un camarero italiano.

– Lo raro es que los padres no se dan cuenta. El cuco sigue echando a los otros polluelos y los padres adoptivos siguen alimentándolo.

– Quizá confían en que cerrará el pico y se largará -dije con intención, pero Bruno era demasiado insensible para enterarse. Eché una ojeada al contenido de una de las cartas y luego volví a leerla, más despacio.

– Lo que pasa es que no quieren enterarse. ¿Qué hay en el correo?

– ¿Qué? Ah, algunos cheques.

– Bendito sea el día que nos trae cheques. ¿Algo más?

– Una carta. Anónima. Alguien quiere que me reúna con él en el Reichstag a medianoche.

– ¿Dice por qué?

– Asegura que tiene información sobre un antiguo caso mío. Una persona que desapareció y sigue desaparecida.

– Claro, las recuerdo a todas igual que me acuerdo de los perros con rabo; son algo muy poco corriente. ¿Vas a ir?

– Últimamente no duermo muy bien -dije encogiéndome de hombros-, así que, ¿por qué no?

– ¿Quieres decir aparte de que sea una ruina calcinada y no sea seguro meterse allí? Bueno, para empezar, podría ser una trampa. Alguien podría querer matarte.

– Entonces, a lo mejor la enviaste tú.

Se rió, incómodo.

– Tal vez debería ir contigo. Podría ocultarme, pero estar a tiro.

– ¿A tiro de bala? -Negué con la cabeza-. Si quieres matar a alguien no le pides que vaya a un sitio donde lo natural es que esté alerta.

Abrí un cajón del escritorio. A primera vista no hay mucha diferencia entre una Mauser y una Walther, pero cogí la Ma user. El ángulo de la culata, la forma general de la pistola hacen que tenga más solidez que la Wal ther, es algo más pequeña, y no le falta de nada en cuanto a capacidad para parar a alguien. Es una pistola que, igual que un cheque por una cifra sustanciosa, me daba una sensación de tranquila confianza en cuanto me la metía en el bolsillo. Blandí la Ma user en dirección a Bruno.

– Y sea quien sea el que me haya enviado la invitación a la fiesta, sabrá que llevaré mi hierro.

– ¿Y si hay más de uno?

– Coño, Bruno, tampoco hay que llamar al mal tiempo. Sé que hay riesgos, pero nuestro negocio es así. Los periodistas reciben boletines, los soldados reciben partes y los detectives reciben anónimos. Si hubiera querido recibir cartas lacradas, me habría hecho abogado.

Bruno asintió, jugueteó con el parche del ojo y luego trasladó los nervios a la pipa; esa pipa símbolo del fracaso de nuestra asociación. Detesto la parafernalia de fumar en pipa: la petaca, el retacador, la navaja y el mechero especial. Los fumadores de pipa son grandes maestros en manosear y toquetear, y una maldición tan enorme para nuestro mundo como un desembarco de misioneros cargados de sostenes en Tahití. No era culpa de Bruno, porque, a pesar de beber tanto y de sus irritantes costumbres, seguía siendo el buen detective que yo había rescatado de su olvidado destino en una remota comisaría de la Kri po en Spreewald. No, la culpa era mía: había descubierto que mi temperamento era tan incompatible para asociarme con alguien como para ser presidente del Deutsche Bank.

Pero, al mirarlo, empecé a sentirme culpable.

– ¿Te acuerdas de lo que decíamos en la guerra? Si lleva tu nombre y dirección escritos, puedes estar seguro de que te encontrará.

– Lo recuerdo -dijo, encendiendo la pipa y volviendo a su Völkischer Beobachter.

Lo miré leer extrañado.

– Tanto valdría que esperaras al pregonero como querer sacar de ahí alguna información de verdad.

– Cierto. Pero me gusta leer el periódico por la mañana, aunque sea un montón de mierda. Es una costumbre mía.

Nos quedamos callados durante un rato.

– Mira, aquí hay otro de esos anuncios: «Rolf Vogelmann, Investigador Privado. Especializado en personas desaparecidas».

– Nunca he oído hablar de él.

– Sí que has oído. Ya salía uno igual en los anuncios por palabras del viernes pasado. Te lo leí, ¿no te acuerdas? -Se sacó la pipa de la boca y me apuntó con la boquilla-. ¿Sabes?, a lo mejor tendríamos que anunciarnos, Bernie.

– ¿Por qué? Tenemos todo el trabajo que podemos hacer y más. Las cosas nunca nos habían ido mejor; así que, ¿quién necesita gastos extra? Además, es la reputación lo que cuenta en este tipo de negocio, no los centímetros de una columna en el periódico del partido. Es evidente que este Rolf Vogelmann no sabe qué coño está haciendo. Piensa en todo el trabajo que nos viene de los judíos. Ninguno de nuestros clientes lee esa clase de mierda.

– Bueno, si no crees que lo necesitemos, Bernie…

– Lo necesitamos tanto como un tercer pezón.

– Antes había quien pensaba que eso era señal de buena suerte.

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