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Philip Kerr - Esaú

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La gran novela sobre el yeti Un alpinista y una antropóloga se embarcan en una expedición al Himalaya en busca de lo que podría ser el eslabón perdido, pero los demás miembros de la expedición tienen propósitos ocultos.

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Philip Kerr Esaú Título original Esau Philip Kerr 1996 por la - photo 1

Philip Kerr

Esaú

Título original: Esau

© Philip Kerr, 1996

© por la traducción, Ana Juandó, 1999

Para Charles Foster Kerr

PRIMERA PARTE El descubrimiento El tema de los eslabones perdidos y el - photo 2***PRIMERA PARTE El descubrimiento El tema de los eslabones perdidos y el de - photo 3***

PRIMERA PARTE

El descubrimiento

El tema de los eslabones perdidos y el de la relación del hombre con el reino animal ejercen aún tal fascinación que se hace difícil exorcizar del estudio comparativo de los primates, tanto vivos como fósiles, los mitos que un ojo no experimentado extrae sin cesar de un mundo regido no por la razón sino por la pura fantasía.

Solly Zuckerman

UNO

Del encuentro del hombre con las montañas nacen grandes cosas.

William Blake

El picacho de hielo, con sus delicadas formaciones esculpidas en la ladera del Machhapuchhare que semejaban innumerables velos de novia en una ceremonia nupcial celeste, se elevaba por encima de su dolorida cabeza a la luz deslumbrante de primera hora de la tarde. A sus pies, que tenía protegidos con crampones y cuyas puntas apenas si se apoyaban en la pared vertical de hielo, se extendía la profunda garganta que es el glaciar sur del Annapurna. A unos doce kilómetros, a su espalda, que se resentía del peso de una mochila excesivamente cargada, se alzaba, como un pulpo gigante, la inconfundible cumbre del Annapurna. Él no la miraba, pues a seis mil metros de altitud uno no podía pensar en nada más que en ir cavando sin descanso, piolet en mano, puntos de agarre para las manos y puntos de apoyo para los pies; había que olvidarse de tomarse un respiro y disfrutar de las vistas con el cuerpo relajado, colgado de la cuerda, en posición de sentado. El paisaje no contaba para nada cuando uno iba a coronar una cumbre. Sobre todo si era una cumbre a la que estaba oficialmente prohibido ascender.

Los escaladores occidentales la llaman pico Cola de Pez, nombre que describe muy bien lo difícil que lo tiene el hombre para dominar esta esquiva montaña de formas sinuosas y escurridizas. Bastó una propuesta de un británico sentimental, que fracasó en el intento de conquistar la cumbre en 1957 y que adoptó la personalidad y la forma de vida de los indígenas, para que el gobierno nepalés declarara inviolable el Machhapuchhare. Esta montaña, tres veces más grande que el Matterhorn, debía permanecer para siempre inmaculada. Como consecuencia, es imposible conseguir un permiso para escalar uno de los picos más bellos, y que representa un mayor desafío para el alpinista, de todos cuantos rodean el Santuario del Annapurna.

La mayoría de los escaladores renuncian a ir por temor a las consecuencias: no sólo se imponen multas sino que uno puede ser incluso condenado a prisión. El temerario escalador se expone también a que le denieguen futuros permisos de expedición. Y también detienen a los sherpas. Pero Jaek había acudido porque aquella montaña, el Machhapuchhare, representaba una afrenta, una burla a su intención, declarada públicamente, de conquistar los picos de mayor altitud del Himalaya. Y en cuanto él y su compañero hubieron efectuado con éxito la ascensión del Annapurna por su vertiente suroeste, que cuenta con la aprobación oficial, decidieron seguir escalando, aunque esta vez ilegalmente. Un asalto relámpago les había parecido una buena idea hasta que llegó el mal tiempo.

Jack subió y se apoyó en uno de los escalones que había cavado anteriormente; levantó el piolet y talló otro punto de agarre para la mano en la pared de hielo.

Ya es una desgracia, se dijo, que los alpinistas se vean obligados a poner fin a la escalada en Kangchenjunga, a tan sólo escasos metros de la cima, porque no puede profanarse el pico sagrado. Pero que hubiera montañas que estuviera prohibido escalar era aberrante. Uno de los motivos por los cuales uno se aventura a escalar es, ante todo, el deseo de escapar a las normas y a las leyes a las que nos vemos sometidos y que regulan nuestras vidas. Jack estaba muy habituado a oír comentarios sobre la dificultad insuperable de tal o cual montaña, de tal o cual pared. Él había demostrado que la mayoría de las veces se equivocaban. Pero que hubiera una montaña que estuviera prohibido escalar, que un gobierno hubiera prohibido la ascensión de una montaña, eso ya era harina de otro costal. Por lo que al oficial de enlace de Katmandu se refería, ellos seguían en el Annapurna, pues habían sobornado a los sherpas para que guardaran silencio. Nadie iba a decirle a él los lugares que podía escalar y los que no.

Este pensamiento bastó para que Jack clavará el piolet en la pared con redoblada ferocidad provocando una lluvia de astillas de hielo y una rociada de agua que le salpicaron el rostro curtido por la intemperie; hasta que tuvo que parar porque sintió que el peldaño en el que tenía apoyado el pie era inestable. Cuando por fin recobró el equilibrio, tentó con la mano la pared e insertó otro tornillo. Cosa nada fácil cuando se llevan guantes Dachstein.

– ¿Qué tal estás? -le gritó su compañero de escalada, que estaba unos quince metros más abajo.

Jack no contestó. Le dolían los músculos. Se agarró a la pared con una mano al tiempo que con la otra intentaba enroscar un tornillo con los dedos entumecidos por el frío. Si no bajaba pronto de aquella pared, corría el riesgo de quedarse congelado. No había tiempo que perder informando sobre su progreso. O sobre la falta de progreso. Si no llegaban pronto a la cumbre, tendrían graves problemas. Habían gastado una gran cantidad de combustible los días que habían pasado en la tienda montada en la pendiente empinada. Ya sólo les quedaban reservas para un día, o todo lo más dos, y sin combustible no podrían derretir nieve para hacer café.

Por fin, el tornillo quedó bien firme y Jack pudo desprenderse del peso que sostenía en el brazo. Respiró hondo llenándose los pulmones del aire enrarecido de la montaña, e intentó estabilizar el pulso desbocado que le latía fuerte en las sienes.

Jack no recordaba ninguna escalada tan dura como aquélla. Ni siquiera la ascensión del Annapurna le había parecido tan ardua. Vista de cerca, la cima del Machhapuchhare no tenía aspecto de cola de pez sino que parecía más bien la punta de una lanza que algún guerrero gigante subterráneo hubiera clavado en la tierra hasta atravesarla. No cabía ninguna duda sobre este punto: la escalada en hielo por paredes cortadas a pico seguía siendo el mayor desafío para un alpinista moderno. Y las paredes del Machhapuchhare, de una altura que rivaliza con la de las catedrales góticas y que son tan perpendiculares como las de cualquier rascacielos neoyorquino, eran quizá el reto mayor de todos, la prueba definitiva. Qué temeridad la suya. Pero primero había que concluir la escalada; ya se preocuparía después de las consecuencias que le acarrearía el hecho de que las autoridades descubrieran su hazaña, si es que llegaban a descubrirla.

El martilleo en las sienes disminuyó un poco. En cambio, los oídos le silbaban de un modo extraño. Al principio le pareció que padecía tinnitus, después el silbido se hizo más fuerte, hasta que se convirtió en un rugido, como el ruido de proyectiles de mortero lanzados por un buque de guerra en una bahía lejana; y se preguntó si no estaría sufriendo algún efecto terrible de la altura, un edema pulmonar o incluso una hemorragia cerebral.

Por un momento, fugaz y angustioso, en el que sintió atroces náuseas, Jack oyó cómo los tornillos que lo mantenían sujeto a la pendiente escarpada crujían en el hielo y la montaña temblaba, y cerró los ojos.

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