Víctor Saltero
Sucedió en el ave…
Saga Víctor Saltero, Nº1
Como cada día el AVE llegaba puntual. A las diez y veinticinco hacía su entrada, majestuosamente, en la estación de Santa Justa. Pero había algo no habitual: el andén, normalmente vacío antes de la llegada de un tren, estaba lleno de policías.
Varios agentes, con el uniforme de la Policía Nacional, cubrían las eventuales zonas por donde deberían bajar los pasajeros.
Las órdenes eran tajantes: nadie podía abandonar el tren hasta que lo decidiera el inspector Quintero, que estaba al mando de la operación. Este paseaba nerviosamente por el andén mirando al convoy que se detenía. Era un hombre razonablemente alto y maduro, ancho, con poco pelo y gafas graduadas que le daban un cierto aire de intelectualidad; vestía unos pantalones y chaqueta holgada, sin corbata, que dejaban entrever una evidente despreocupación por su estética.
Paseaba sin mirar a sus hombres y sólo tenía ojos para el tren que llegaba, aunque de vez en cuando comprobaba con la mirada que también estaban controladas las escaleras mecánicas que daban acceso al andén; nadie debía bajar o subir por ellas.
Los empleados de Renfe observaban con curiosidad, desde la parte alta de la estación, la actividad de los policías. No sabían lo que pasaba, pero intuían que debería de ser importante. Los rumores corrían como la pólvora. Unos afirmaban que se había producido un golpe terrorista; otros, un envenenamiento producto de la comida de a bordo; los más prudentes, simplemente, esperaban noticias con curiosidad no carente de tensión.
Con un profundo suspiro el estilizado AVE se detuvo. Pero las puertas no se abrieron. Nadie bajó. Por las ventanillas se podían ver los rostros de los pasajeros. Miraban hacia el exterior intentando encontrar respuesta a la comunicación que habían recibido por la megafonía interna del tren, advirtiéndoles, poco antes de la llegada, que nadie podía bajar hasta que la Policía lo autorizara, y que todo el mundo tuviese a mano sus documentos de identidad.
En principio, ante la noticia, el silencio más profundo se había hecho entre los pasajeros, para después ser roto en multitud de cuestiones susurradas, especulando sobre lo que podía estar ocurriendo.
Es cierto que, como consecuencia del día y la hora, el AVE traía un número anormalmente escaso de pasajeros de Madrid a Sevilla. Era una suerte, pues si hubiese venido lleno, se podría haber complicado el control de aquéllos. Así que el escaso número permitió a la tripulación controlarlos con razonable éxito. Salvando algún incidente aislado, producto del natural nerviosismo, los tripulantes habían hecho un buen trabajo.
El jefe de tren había autorizado que, bajo su responsabilidad y contraviniendo la legislación al respecto, el que lo desease pudiese fumar en cafetería. Había que soltar nervios. Evidentemente todos, salvo los viajeros del número ocho, a los cuales, siguiendo instrucciones expresas de la Policía, no se les podía permitir salir del vagón.
Quintero se acercó a un grupo de cinco agentes de paisano:
– Que éstos -dijo señalando a los uniformados- sigan controlando el exterior del andén para que nadie baje. Tres o cuatro, enviarlos inmediatamente por el otro lado del tren, no se nos vaya a escapar alguno de los pasajeros. Vosotros -continuó-, comenzando por el vagón número uno, tenéis que tomar los nombres y direcciones de viajeros y tripulación. Yo estaré en el vagón numero ocho -indicó-; cuando lleguen los de la científica y el juez, avisadme.
Todos asintieron, disponiéndose inmediatamente a entrar en el tren por el vagón club, que era el primero.
Cuando Quintero se encaminaba al numero ocho, es decir, al último vagón del convoy, un hombre vestido de chaqueta y pantalón azul, con corbata celeste y zapatos negros, delgado y alto, de unos cuarenta años, se dirigió a él:
– Perdone; soy el jefe de tren. Me llamo Juan Luis Romero -el policía detuvo su paso para mirar a quien le hablaba. El empleado de Renfe continuó-: Me han dicho que está usted al mando de esta investigación, así que me gustaría preguntarle.
No pudo seguir al verse bruscamente interrumpido.
– ¿Qué hace fuera del tren? -la mirada con la que Quintero acompañó la pregunta era poco amistosa-. Ordené que nadie bajara sin mi autorización.
– Oiga, yo soy el capitán de este barco…
– Lo era. Ahora lo soy yo.
El jefe de tren quedó paralizado por lo tajante y abrupto de la contestación. Y sin darle tiempo a reaccionar, el policía ordenó:
– Ya que está aquí, acompáñeme al último vagón.
Sin esperar respuesta, y sin mirar si le seguía, Quintero comenzó a andar con paso decidido hacia el final del convoy.
Cuando llegó, sin volverse, ordenó:
– Abra la puerta.
El empleado de Renfe presionó el mecanismo exterior, y la puerta del vagón número ocho se desplazó lateralmente, dejando al descubierto la plataforma de entrada.
Tras ella, cinco miembros masculinos de la tripulación observaban nerviosamente a los recién llegados. Sus rostros reflejaban las tensiones vividas.
Se hicieron a un lado para dejar pasar a su jefe y al desconocido que subió casi sin mirarlos. Este último preguntó:
– ¿Dónde están?
Más con el gesto que con las palabras, le indicaron la puerta cerrada. Quintero pulsó el mecanismo que la abría y penetró en el vagón numero ocho, haciendo una señal a los demás para que se abstuvieran de seguirle.
Inmediatamente distinguió a varios pasajeros que le miraban con ojos muy abiertos: tres hombres y una mujer. Y dos más que, muy quietos, no le veían aunque parecían observar el infinito con suma atención, sin parpadear.
– Soy el inspector Quintero -se presentó, enseñando su placa de manera mecánica-. Permanezcan tranquilos en sus asientos hasta que yo les indique lo contrario.
Sin tocar nada, se acercó a los dos hombres que parecían dormir, impresión que podían dar si no fuese por la extraña posición de las caídas cabezas, ya que nadie duerme con los ojos desencajadamente abiertos; había unas evidentes manchas de sangre que, cayendo por el azul asiento, llegaban hasta el suelo.
El policía miró a su alrededor intentando memorizar la posición y el rostro de cada uno de los cuatro pasajeros, los cuales escondían sus miradas cuando se cruzaban con la suya. Después volvió, sin hablar, a estudiar a los dos muertos. Observó que ocupaban los asientos nueve A y B. Estaban cubiertos cada uno de ellos con una manta, que debía de tapar las heridas que les causaron la muerte. Con dos dedos, las retiró delicadamente, pudiendo ver la mancha de sangre que salía de un orificio, justo a la altura del corazón. Los dos iguales. A ambos les dispararon en el pecho y, posteriormente, alguien debió de colocar las mantas, pues de no haber sido así estarían perforadas por las balas. Sus expertos ojos le permitieron darse cuenta de que era un buen trabajo. Quien lo hubiese hecho, sin lugar a dudas, sabía disparar.
No tocó nada más; que la Policía científica y el forense le informaran.
A lo lejos se oían, como un murmullo, las protestas de los pasajeros de los vagones próximos que eran interrogados por sus subordinados y por los de Información.
Hizo una señal para que entrase el jefe de tren, que le contemplaba desde la plataforma, junto a los otros tripulantes, por la ventanilla de cristal. Aquél, tras abrir la puerta, se acercó al policía con aprensión intentando no mirar el rostro de los muertos.
– Escúcheme -dijo Quintero-. Hable con quien corresponda de la tripulación, pero necesito saber dónde estaban sentados cada uno de estos cuatro pasajeros durante el viaje. Y, por otro lado, que su gente intente recordar quién ha entrado y salido de este vagón durante el trayecto, incluidos miembros de la tripulación. Por cierto -continuó-, ¿en qué estaciones intermedias paró este tren?
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