Victor Hugo - Pamplona
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- Libro:Pamplona
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1890
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Pamplona: resumen, descripción y anotación
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Hijo del militar napoleónico Léopold Hugo, Victor, nacido en Besanzón en 1802, seguirá a su padre, mientras éste, a las órdenes de José Bonaparte, hermano del Emperador, irá ascendiendo en el escalafón. Así, primero en Nápoles como coronel y, desde 1808, en Madrid ya como general y gobernador de las “provincias centrales” (Ávila, Segovia, Guadalajara, etc.), Léopold irá reuniendo junto a él —no obstante contar ya con otra concubina traída de Nápoles y sus desencuentros con su esposa Sophie (amante a su vez de un conmilitón del marido)— a su familia que, a Madrid, llegará en marzo de 1811, tras un accidentado viaje que, sorteando a las guerrillas y prolongándose casi tres meses, verá pasar a madre e hijos, tres, por Hernani o Torquemada.
El general Hugo, que tenía en Madrid residencia en el Palacio Masserano, en la esquina de las calles Clavel y de la Reina, mandará a sus hijos, internos, al “seminario de nobles” en que los franceses habían convertido el Colegio de San Antón que los padres Escolapios tenían en la calle Hortaleza. Pocos meses estarán los niños en Madrid, antes de coger en marzo de 1812 el camino de vuelta a Francia al errático paso de unas tropas napoleónicas acosadas.
Escenas vio Victor, en su regreso a París, en Segovia, Valladolid o Burgos, macabras: cuerpos despedazados, puñaladas mortíferas, tumbas profanadas, cadalsos con ahorcados. Imágenes goyescas que, en su viaje a España, veinte años después, le harán decir: “En este país, la ventana no es tal ventana; es una aspillera. La casa no es tal casa, sino una fortaleza. A cada paso, una ruina. Y es que todas las guerras civiles de Navarra, de cuatro siglos a esta parte, han rodado por la hondonada confundidas con el torrente. Es que esta agua blanca de espuma, ha sido muchas veces enrojecida por la sangre. Tal vez por eso aúlla con tanta tristeza el torrente”.
Pero no todo será sangre y tragedia, también habrá musicalidad, la de la infancia. “Siendo niño, hablaba mejor español que francés”. “De haber crecido en España, me habría convertido en un poeta español”. Lo será francés, pero con no pocas referencias españolas: Ruy Blas, Los burgraves, poemas varios en Odas y baladas, Los orientales o La leyenda de los siglos remiten, más allá de románticos orientalismos, a España; por no mencionar Hernani que, según propia confesión, no se entiende sin el Romancero general, que su hermano Abel, hispanista, tradujera al francés.
Una musicalidad, un idioma, unos sonidos que, como los de la carreta de bueyes en una Pamplona que no conoció de niño, le recuerdan “toda la España que vi en mi infancia”. Suerte de anticipación de la proustiana reminiscencia, súbita recolección de unos “yo” que, intensos, en el camino de la vida, se fueron abandonando sin que nos abandonaran: “¡Qué misterio es el pasado! ¡Y cuan cierto es que dejamos algo de nosotros mismos en los objetos que nos rodean! Los creemos inanimados y, sin embargo, viven; viven la vida misteriosa que les hemos dado. A cada fase de nuestra vida despojamos por completo nuestro ser, y lo olvidamos en un rincón del mundo. Todo ese conjunto de cosas indecibles que ha sido parte de nosotros mismos permanece en la sombra, formando un todo con los objetos en que nos hemos identificado sin apercibirnos. Un día, finalmente, vemos por casualidad aquellos objetos; surgen ante nosotros bruscamente, y veis que en el propio instante nos restituyen nuestro pasado, con todo el poderío de la realidad. Es como una súbita luz; nos reconocen, se hacen reconocer por nosotros, nos entregan, completo y deslumbrante, el depósito de nuestros recuerdos, y nos devuelven un agradable fantasma de nosotros mismos, el niño que, jugaba, el joven que amaba”. Pamplona, ¿magdalena de Hugo?
Tenía Victor Hugo costumbre de viajar durante sus veraneos y de hacerlo con su duradera amante, la actriz Juliette Drouet; y, también, de ir anotando sus experiencias, incluso en cartas —véase De Bruselas a Brujas, relato epistolar del itinerario estivo de 1837— que mandaba a su esposa, Adéle (la cual, sumándose a cierta costumbre de la estirpe Hugo, nunca dejó de tener con quien solazarse).
En el verano de 1843, tocó viajar a España, por las faldas del Pirineo, partiendo de Saint-Jean-de-Luz, y los apuntes se proponían destinados a publicación, como los que hiciera siguiendo el discurrir del Rin (1842). La muerte por ahogamiento en el Sena de su hija, Léopoldine, truncará, sin embargo, el viaje del verano de 1843 y la publicación de unas notas que sólo en 1890 —cinco años después de su propia muerte— verán la luz, con Pamplona protagonista.
11 de agosto.
Estoy en Pamplona y no sabría explicaros lo que me pasa. No había visto jamás esta ciudad, y me parece que reconozco cada calle, cada casa, cada puerta. Toda la España que vi en mi infancia se me aparece aquí como el día en que vi pasar la primera carreta de bueyes. Se borran treinta años de mi vida; vuelvo a ser el niño, el chiquito francés, como me llamaban. Todo un mundo que dormía en mí se despierta, revive y hormiguea en mi memoria. Yo lo creía casi borrado, y está más resplandeciente que nunca.
Esto es, realmente, la verdadera España. Veo plazas porticadas, pavimentos de mosaicos de guijarros, balcones con toldos, casas pintadas a franjas, que me hacen palpitar el corazón. Me parece que era ayer. Sí, yo entré ayer bajo esa gran puerta cochera que da a una escalerilla; el otro domingo compré, yendo de paseo con mis jóvenes camaradas del seminario de nobles, no sé qué tortas picantes (rosquillas) en esta tienda de cuyo frontón cuelgan dos pellejos de macho cabrío para poner vino; yo he jugado a la pelota a lo largo de esta pared, detrás de una iglesia vieja. Todo eso es para mí cierto, real, distinto, palpable.
Hay algunos zócalos de fachadas pintados imitando mármoles extravagantes que me enamoran. He pasado dos horas deliciosas frente a frente de un viejo postigo verde a pequeños recuadros que se abre en dos mitades, de modo que forma una ventana si se abre la mitad y un balcón si se abre por completo. Ese postigo estaba hace treinta años, sin que yo me diera cuenta de ello, en un rincón de mi pensamiento. Y he dicho: ¡Toma! ¡Éste es mi viejo postigo!
¡Qué misterio es el pasado! ¡Y cuan cierto es que dejamos algo de nosotros mismos en los objetos que nos rodean! Los creemos inanimados y, sin embargo, viven; viven la vida misteriosa que les hemos dado. A cada fase de nuestra vida despojamos por completo nuestro ser, y lo olvidamos en un rincón del mundo. Todo ese conjunto de cosas indecibles que ha sido parte de nosotros mismos permanece en la sombra, formando un todo con los objetos en que nos hemos identificado sin apercibirnos. Un día, finalmente, vemos por casualidad aquellos objetos; surgen ante nosotros bruscamente, y veis que en el propio instante nos restituyen nuestro pasado, con todo el poderío de la realidad. Es como una súbita luz; nos reconocen, se hacen reconocer por nosotros, nos entregan, completo y deslumbrante, el depósito de nuestros recuerdos, y nos devuelven un agradable fantasma de nosotros mismos, el niño que, jugaba, el joven que amaba.
Ayer, pues, salí de San Sebastián.
Las montañas producen dos clases de carreteras: las que culebrean a ras del suelo, como las víboras, y las que serpentean ondulando en resaltos, como las boas. Perdonadme estas dos comparaciones que hacen sensible mi idea. La carretera de San Sebastián a Tolosa es de la última especie; la de Tolosa a Pamplona, de la primera. Esto es, la carretera de San Sebastián a Tolosa sube y baja por la cúspide de las colinas, y la carretera de Tolosa a Pamplona sigue las sinuosidades de los valles. La una es encantadora, la otra agreste.
Al dejar San Sebastián di una ojeada a la península, al mar que se blanqueaba soberbiamente en la arena, al monte Urgull, y a los tres conventos que fueron incendiados a las puertas de la villa, uno por los cristinos y dos por los carlistas.
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