Donald E. Westlake
La Luna De Los Asesinos
Butcher’s Moon, 1974
Donald E. Westlake nació el 12 de junio de 1933 en Brooklyn, Nueva York. Tras servir en las Fuerzas Aéreas estadounidenses (1953-1956), comenzó una prolífica carrera literaria que le llevaría a escribir casi un centenar de novelas, relatos cortos y guiones cinematográficos. A partir de 1958, Westlake se dedica de lleno a la literatura, y en 1960 aparece su primera novela, The Mercenaries, a la que seguirían Killing Time (1960) y 361 (1961). En ellas se aprecia la poderosa influencia de algunos de sus maestros, si bien pronto se despojará de ella para desarrollar en total libertad su propio e inconfundible estilo. En 1963, bajo el pseudónimo de Richard Stark, Westlake publica The Hunter (conocida en España por el título de la película, A quemarropa), novela con la que se inicia la serie protagonizada por Parker, un personaje fuera de la ley, frío y sin escrúpulos, que se convierte en el héroe -delincuente, pero héroe- de algunas de sus mejores novelas. La aparición de The Hunter marca un hito en la novela policíaca estadounidense, que por aquel entonces se encontraba bastante falta de ideas. Westlake tiene en su haber otras obras pertenecientes a otros géneros literarios (western, ciencia-ficción o guiones cinematográficos), pero es en la novela policíaca donde se encontró más libre para demostrar sus grandes dotes de escritor. A este género pertenecen El palomo fugitivo (1965), Save the Mark (1967), Un diamante al rojo vivo (1970) o La luna de los asesinos (1974), entre otras. La indudable calidad de todas sus obras le han convertido en uno de los grandes maestros contemporáneos de la literatura policíaca: ha conseguido algunos de los premios literarios más prestigiosos de su país, como el premio Edgar en tres ocasiones, y ha sido nombrado Mystery Writers of America Grand Master en 1993. Actualmente vive en el estado de Nueva York.
Perteneciente a la serie de Parker, La luna de los asesinos, escrita también bajo el pseudónimo de Richard Stark, narra la aventura en la que se ve embarcado el protagonista al intentar recuperar el botín de un robo cometido dos años atrás en Tyler, una próspera ciudad del estado de Misisipi. Parker es un ladrón, un hombre frío y solitario que vive al margen de la ley y que no acepta órdenes de nadie. Dos años atrás, amenazado por las mafias locales, se vio obligado a abandonar la ciudad; pero ahora ha llegado el momento de recuperar lo que es suyo: setenta y tres mil dólares que dejó en Tyler y que supondrán el inicio de una guerra entre dichas mafias, en la que Parker y Grofield, su cómplice, representarán un papel decisivo.
Además de la variada galería de personajes que Westlake presenta en la novela y del inmenso atractivo psicológico de los protagonistas, La luna de los asesinos posee multitud de elementos de interés que la convierten en una gran novela policíaca. El ritmo vertiginoso va en aumento desde la primera página, y el lector se ve arrastrado por la trama, el suspense y la acción sin permitirle apenas un respiro. Westlake crea una tensión sin concesiones, con un estilo directo y ágil, sin florituras ni descripciones innecesarias. En definitiva: creemos que La luna de los asesinos revela en toda su magnitud la pericia literaria de uno de los grandes maestros de la literatura policíaca estadounidense, un escritor que ha sabido renovar un género excesivamente lleno de clichés y lugares comunes para convertirlo en literatura de enorme calidad, entretenida, con un deslumbrante sentido del humor y revolucionaria en tanto que muestra una visión del mundo que se aleja de los fáciles maniqueísmos entre los tradicionales «buenos» y «malos».
Parker, mientras corría hacia la luz, disparó dos veces por encima del hombro izquierdo, sin intención de apuntar. Sólo pretendía ganar tiempo, mantener a los policías frente a la joyería mientras él y los demás huían.
La puerta que conducía al sótano era una especie de rectángulo alto de luz mortecina. Cuando entraron, al abrir esa puerta, debieron de haber activado un dispositivo de seguridad interno, probablemente una alarma conectada en una compañía privada de seguridad que no figuraba en el plano que habían comprado.
Hurley fue el primero en atravesar la puerta. Se oían disparos desde fuera y voces que gritaban «¡Alto o disparo!», aunque ya estaban haciendo fuego.
Parker cruzó la puerta y empezó a subir los escalones; oyó un gruñido de Michaelson detrás de él, y un ruido seco, como si una bolsa de harina hubiera sido arrojada contra una pared. Los pies de Parker tocaron el cuarto escalón, el noveno, y el suelo sucio. Hurley ya estaba a mitad de camino de la entrada del túnel que atravesaba la pared de piedra trasera; corría inclinado bajo el techo entrecruzado de tuberías negras. Dos focos macilentos producían sombras negras y una pálida luz. Briggs se detuvo a la entrada del túnel parpadeando tras sus gafas, con la caja de herramientas en la mano. Era un profesional, no estaba habituado a la excitación.
Hurley se zambulló de cabeza en el túnel, desapareciendo hasta las rodillas, y siguió retorciéndose, empujándose con los pies ansiosamente. Parker se detuvo detrás de Briggs, lo agarró por el brazo para llamar su atención y le indicó la escalera situada detrás de él.
– Destrúyela -le ordenó.
Briggs lo miró y dijo:
– Michaelson -y volvió la cabeza hacia la escalera.
Parker miró. Michaelson estaba tendido en el umbral, con la cabeza y los brazos colgando sobre el primer escalón. No se movía.
– Está acabado -comentó Parker-. Nosotros no. Corta el paso.
– Oh, maldita sea -exclamó Briggs. Era petulante y quejumbroso, lleno de amaneramientos ridículos, pero puso una rodilla en el suelo, abrió su caja, sacó un tubo de metal envuelto en cinta negra, retorció el extremo, se puso de pie y lo arrojó con gesto delicado hacia la escalera. Antes de que hubiera caído, Briggs ya estaba de rodillas de nuevo, cerrando la caja.
El tubo pasó por encima de Michaelson y cayó al suelo más allá de su pecho. La puerta desapareció tras un relámpago de luz, ruido, humo y esquirlas. Parker retrocedió un paso y Briggs, que se levantaba, volvió a caer de rodillas.
El humo lo llenó todo. La explosión seguía reverberando, encerrada en los muros de piedra. Parker le gritó a Briggs:
– ¡Vamos! -y no pudo oírse por el silbido en sus oídos.
Pero, de todos modos, Briggs se movía. Sacudiendo penosamente la cabeza, se había levantado y se dirigía hacia el túnel. Empujó con cuidado la caja de herramientas, y detrás fue él.
Parker volvió a mirar hacia el lugar donde habían estado la escalera y la puerta, pero el humo lo oscurecía todo. No podía oír nada exterior a su propio cuerpo, ningún sonido salvo el golpeteo de su corazón y el torbellino de la sangre en las venas. Se volvió, en medio del ensordecedor silencio, envuelto en humo, y se deslizó por el túnel, cuya longitud era dos veces la de su cuerpo, tres metros y medio excavados en la roca y la dura piedra, y salió al otro sótano, donde Briggs revisaba su caja de herramientas y Hurley corría hacia la escalera.
– Los monos -le dijo Parker a Briggs comenzando a bajar la cremallera del suyo.
Hurley les voceaba:
– ¡Vamos, vamos, no hay tiempo!
– Quítate el mono -le ordenó Parker-. Tenemos que darnos prisa para parecer ciudadanos corrientes.
Hurley frunció el ceño y miró a la puerta en lo alto de las escaleras, pero bajó la cremallera de su mono con un movimiento rápido y se lo apartó de los hombros.
Parker, una vez se hubo quitado el suyo, lo tiró a un rincón con gesto irritado. Briggs, sorprendido, preguntó:
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