Título original: Yon Can't Hide
© 2008, Laura Rins Calahorra, por la traducción.
Serie Suspense, 05
A Martin, por quererme tal como soy y por comprarme M &M's cuando más los he necesitado. Te amo.
A mis hijos, que me comprenden cuando me encierro
en el despacho a escribir y que se inventan historias
de lo más increíble. Os estoy muy agradecida
y me siento muy, muy orgullosa de ambos.
A Karen Kosztolnyik y a Karen Solem, por seguir
haciendo mis sueños realidad cuando ya creía haber cumplido todos mis anhelos.
A Carleton Hafer, por el asesoramiento técnico sobre sistemas informáticos y de vigilancia. Y por todo lo demás.
A Marc y Kay Conterato, por su ayuda en todas las cuestiones médicas y farmacológicas y por el Minnesota Buzz. Os quiero.
A Niki Ciccotelli, por compartir conmigo su maravillosa familia y también por hacer que me pasara el día salibando con tantas conversaciones sobre ziti y esos deliciosos bocadillos con pan de pita.
A Shannon Armstrong, por las vividas descripciones de Chicago y su ambiente chic.
A Danny Agan, por responder a todas mis preguntas sobre detectives e investigaciones de homicidios.
A Sam Basso, por ayudarme a crear a Dolly, el rottweiler.
A todos mis amigos -Terri Bolyard, Martha Wile, Kathy Caskie, Jean Mason y Lani Rich-, ¡por aguantarme! Gracias. Ah, y a Lani por ayudarme a recordar que «la pieza metálica» del horno se llama «parrilla».
A la SPCA, por darme a mi preciosa gatita, Bella. Y a Bella, por encargarse de que nunca siga durmiendo pasadas las seis de la mañana. (Es broma.)
A Megan Scott, por enseñarme los fundamentos del periodismo escrito.
Al Florida Department of Law Enforcement Crime Lab, por responder a todas mis preguntas sobre las huellas dactilares y la investigación del escenario del crimen.
A Frank Ahearn, por enseñarme cómo ocultarse tras las corporaciones. Dondequiera que estés.
A todas esas personas (y animales de compañía): gracias por la magnífica y rigurosa información. Cualquier error que aparezca en este libro será únicamente culpa mía.
Chicago, sábado, 11 de marzo, 23.45 horas.
– Cynthia.
Era un susurro apenas perceptible, pero lo oyó.
«No.» Cynthia Adams cerró los ojos con fuerza y apretó la cabeza contra la almohada, cuya suavidad parecía un insulto a la rigidez de su tenso cuerpo. Clavó los dedos en las sábanas y las retorció hasta hacer una mueca de dolor. «Otra vez no.» Un sollozo afluyó a su garganta, incontrolable y desesperado. «Por favor, no puedo volver a hacerlo.»
– Vete -musitó con aspereza-. Por favor, vete y déjame en paz.
Sin embargo, sabía que estaba hablando sola. Si abría los ojos no vería nada excepto la oscuridad de su dormitorio. Allí no había nadie. Aun así el espantoso susurro la mortificaba desde hacía semanas. Cada noche se acostaba… y aguardaba, aguardaba la voz que era su peor pesadilla. Algunas noches se dejaba oír; otras, acostada en la cama, nerviosa, Cynthia se limitaba a esperarla. Eran el viento y las sombras. No era nada.
Pero era real. Sabía que era real.
– ¿Cynthia? Ayúdame. -Era la voz de una niña que pedía cobijo en plena noche. Una pequeña asustada, que estaba muerta.
«Está muerta, sé que está muerta.» Llevaba lirios a la tumba de Melanie cada domingo. Melanie estaba muerta.
Sin embargo, allí la tenía. «Viene a por mí.» Buscó a tientas el bote en la mesilla de noche y se tomó dos píldoras sin agua. «Vete. Por favor, vete.»
– ¿Cynthia?
Era real, muy real. «Ayúdame. Dios mío, por favor. Voy a perder la cabeza.»
– ¿Por qué lo hiciste? -El susurro se volvió más quedo-. Necesito saber por qué.
¿Por qué? Cynthia no sabía por qué. Caray, no lo sabía. Se dio la vuelta y enterró el rostro en la almohada mientras encogía el cuerpo para ocupar el menor espacio posible. Contuvo la respiración y aguardó.
Silencio. Melanie se había ido. Cynthia se atrevió a respirar de nuevo, pero enseguida se incorporó de un salto al notar aquel olor que lo invadía todo. Eran lirios. «No.» Retrocedió sin poder apartar la vista de la almohada, de la cual asomaba un único lirio.
– Tendrías que haber muerto tú, Cynthia. -Ahora el susurro era más áspero-. Tendría que ser yo quien llevara lirios a tu tumba.
Cynthia respiró hondo. Se obligó a repetirse lo que su psiquiatra le había recomendado que dijera cuando estuviera asustada:
No es real. Esto no es real.
– Sí que es real, Cynthia. Yo soy real. -Melanie ya no era una niña. Ahora la voz correspondía a la de una adulta furiosa. «Fui una cobarde.»
– Aquella vez huiste, Cynthia. Te escondiste. Pero no volverás a esconderte. Nunca, nunca más me dejarás sola.
Cynthia retrocedió poco a poco hasta topar con la puerta del dormitorio. Cerró los ojos con fuerza a la vez que asía la manilla, cuya rigidez y materialidad le resultaban tranquilizadoras.
– No eres real, no lo eres.
– Tendrías que haber muerto tú, Cynthia. ¿Por qué me abandonaste? ¿Por qué me dejaste con él? ¿Cómo fuiste capaz de hacerlo? Decías que me querías, pero me dejaste allí, con él. Nunca me quisiste. -Un sollozo hizo temblar la voz de Melanie y las lágrimas anegaron los ojos de Cynthia.
– No es cierto. Yo te quería -musitó desesperada-. Te quería mucho.
– Nunca me quisiste. -Ahora Melanie volvía a ser una niña, una niña inocente-. Me hizo daño, Cyn, y tú se lo permitiste. Le permitiste que me hiciera daño… una y otra vez. ¿Por qué?
Cynthia tiró de la manilla de la puerta y, tambaleándose, salió de espaldas al distribuidor en el que estaba encendida una única luz. Se detuvo en seco. Más lirios. Estaban por todas partes. Se dio media vuelta despacio y sus ojos se clavaron en las flores. Se burlaban de ella, de su cordura.
– Ven conmigo, Cyn -la coaccionaba Melanie-. Ven. No es tan malo como parece. Estaremos juntas y podrás cuidar de mí, tal como me prometiste.
– No. -Cynthia se tapó los oídos y corrió hacia la puerta-. «No.»
– No te escondas, Cyn. Ven conmigo. Sabes que en el fondo lo deseas.
Ahora la voz era dulce, muy dulce. Melanie tenía un carácter dulce, pero eso era cuando vivía. Ahora estaba muerta. «Por mi culpa.»
Cynthia abrió rápidamente la puerta de la entrada y ahogó un grito. Entonces se inclinó despacio y recogió del suelo una fotografía. Observó horrorizada el cuerpo sin vida que colgaba de la soga y recordó el día en que la había encontrado. Melanie estaba… allí colgada, dando vueltas…
– Tú me impulsaste a hacerlo -dijo Melanie con frialdad-. No mereces vivir.
A Cynthia le temblaban las manos al observar la imagen.
– No merezco vivir -susurró.
– Pues ven conmigo. Por favor, Cyn.
Cynthia retrocedió de nuevo y buscó a tientas el teléfono.
– Llama a la doctora Ciccotelli, llámala -se dijo. «Ella me dirá que no estoy loca.» Pero en ese momento sonó el teléfono y Cynthia, sobresaltada, soltó el auricular. Se quedó mirando el aparato como si estuviera vivo, esperaba que de un momento a otro le enseñara los dientes y empezara a gruñir; pero solo sonaba.
– Responde, Cynthia -dijo Melanie con frialdad-. Responde ya.
Con manos temblorosas, Cynthia se inclinó y cogió el teléfono.
– ¿Di… diga?
– Cynthia, soy la doctora Ciccotelli.
Cynthia relajó los hombros a la vez que exhalaba un suspiro de alivio ante la voz firme, familiar y… ¡real!
– La oigo, doctora Ciccotelli. Es Melanie. Está aquí, la estoy oyendo.
– Pues claro. Te está llamando, Cynthia. Es lo que te mereces. Ve con ella y acaba ya con todo esto.
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