LaVyrle Spencer
La chica del pueblo
Título original: Small Town Girl
"El tránsito del pueblo se
arrastra por la plaza,
hace dieciocho años
que se marchó de casa,
recorrió el mundo
y ahora regresa,
pero ha visto mucho
y el pueblo le pesa.
No puede volver.
Sabe demasiado.”
El Nissan 300zx negro con vidrios polarizados se veía totalmente fuera de lugar en Wintergreen, Missouri, con una población de más de mil quinientos habitantes. La gente se volvió para verlo cuando rugió al dar vuelta en la plaza del pueblo, detrás del pesado camión Sinclair de combustible Diesel de Conn Hendrickson y del Buick sedán 1978 de la señorita Elsie Bullard, cuyo velocímetro no había llegado nunca a los ochenta kilómetros por hora desde que lo compró. En carretera, la señorita Elsie podía acelerar hasta sesenta y cinco kilómetros por hora, pero en el pueblo prefería la mesura de los veinticinco.
El Nissan se detuvo detrás de ella, con el estéreo resonando a través de las ventanas cerradas. Al oprimir los frenos, la parte posterior del auto se levantó un poco, lo que atrajo la atención de la gente hacia la matrícula personalizado de Tennessee.
Decía MAC.
Y MAC lo decía todo.
Cuatro ancianos que estaban de pie frente a la panadería de Wiley, con aliento a café y mordisqueando un palillo, siguieron el auto con la mirada.
– Llegó la famosa estrella.
– Y además le gusta alardear.
– ¡Huy!… ¡Vaya auto el que conduce!
– Bueno, ¿y qué hace aquí? No viene a menudo.
– Otra vez van a operar a su madre de la cadera. Vino a acompañarla, según escuché.
El tránsito alrededor de la plaza avanzaba en un solo sentido, y, en aquel ocioso martes de abril, la señorita Elsie la recorría por los cuatro costados a paso de tortuga, en busca del sitio ideal para estacionarse. El zx la seguía a escasos centímetros de distancia de su, parachoques.
Dentro del auto deportivo, Tess McPhail interrumpió su canción y dijo en voz alta:
– ¡Vamos, señorita Elsie, muévase!
Durante las últimas cinco horas había estado escuchando su propia voz en una cinta de demostración para su próximo álbum que había grabado en Nashville semanas antes. Su productor, Jack Greaves, le había dado la cinta el día anterior, al salir del estudio.
– Escúchala camino de Missouri; después llámame por teléfono, y dime qué opinas.
La cinta continuaba sonando mientras Tess, impaciente, tamborileaba el volante de cuero con la punta de una larga uña color anaranjado escandaloso. Por fin, la señorita Elsie llegó a la esquina, dio vuelta a la izquierda y se hizo a un lado del camino de Tess, quien procedió a pisar el acelerador y recorrer a toda prisa Sycamore Street mientras murmuraba:
– ¡Dios del cielo! ¡Estos pueblos pequeños!
El pueblo no había cambiado nada desde que ella se marchó hacía ya dieciocho años. Las mismas viejas fachadas de las tiendas, los mismos veteranos de la Segunda Guerra Mundial mirando pasar los autos y en espera del próximo desfile; las mismas casas antiguas en Sycamore Street. Ahí estaba la casa de la señora Mabry. Había sido su maestra de geometría y nunca pudo infundirle el más mínimo interés a Tess, quien insistía en que ella no iba a necesitarla porque llegaría a ser una gran estrella de música country después de graduarse.
Tess volvió a poner la grabación de Oro ennegrecido por última vez, escuchando con oído crítico. En general, le gustaba, y mucho, con excepción de una armonía que seguía molestándole.
Pasó la casa de Judy y Ed, en Thirteen Street. La puerta de la cochera estaba abierta, pero Tess sólo le dirigió una fugaz y dura mirada. Su hermana Judy y sus malditos y banales caprichos.
– Volverán a operar a mamá de la cadera y esta vez tú tendrás que hacerte cargo de ella -le había dicho Judy.
¿Qué sabe Judy de las exigencias de una carrera artística? Lo único que hace es dirigir una peluquería", pensó. "No tiene idea de lo que significa que te hagan dejar tu trabajo a la mitad de la grabación de un álbum que la firma grabadora planea sacar a la venta en una fecha que se fijó hace más de un año."
Judy estaba celosa. Siempre lo estuvo; y su manera de vengarse era alardear de su autoridad.
Luego estaba la hermana intermedia de Tess, Renee, cuya hija iba a casarse en unas cuantas semanas. "Es comprensible que Renee tenga mucho que hacer antes de la boda," se dijo, "pero, ¿acaso no podían haber planeado la boda y la cirugía para que no estuvieran tan cerca una de otra? Después de todo, mamá sabía que iba a necesitar esta segunda prótesis de cadera desde que la operaron la primera vez, hace dos años."
Tess dio vuelta en Monroe Street, y los recuerdos de la infancia la invadieron mientras recorría las seis calles que había caminado todos los días hasta la escuela primaria durante seis años. Se detuvo a un lado de la acera frente a la casa de su madre, apagó el motor y bajó del vehículo. Era una mujer muy delgada, usaba botas y pantalones vaqueros, anteojos de sol exageradamente grandes, y unos largos pendientes indios de plata y turquesas; tenía el cabello castaño rojizo y una piel blanca y pecosa.
Se decepcionó mucho al ver la casa. ¿Cómo pudo su madre permitir que se deteriorara tanto? La casita de campo, posterior a la Segunda Guerra Mundial, era de ladrillo rojo, pero las molduras blancas de madera estaban descascaradas, y los escalones del frente, desalineados. La vereda estaba llena de agujeros y brillaban dientes de león por todo el jardín.
¿Qué hace mamá con el dinero que le envío?", se preguntó.
Tess se inclinó hacia el interior del auto y sacó un enorme bolso gris de cuero muy suave, cerró la puerta de golpe y luego se dirigió a la casa. Al acercarse, su madre salió por el umbral, radiante.
– Creí oír la puerta de un vehículo -abrió la puerta de malla metálica y le tendió los brazos-. ¡Tess, cariño, ya llegaste!
– ¡Hola, mamá! -Tess saltó los tres escalones y abrazó a su madre con fuerza. Estuvieron entrelazadas un momento mientras la puerta se cerraba y las aislaba dentro de un diminuto vestíbulo. Mary McPhail era media cabeza más pequeña que su hija, y casi veinte kilos más pesada, con el rostro redondo y lentes con arillos de metal. Cuando Tess retrocedió para verla, las lágrimas arrasaban los ojos de Mary.
– ¿Estás segura de que puedes andar de un lado para otro sin problemas, mamá?
– Claro que puedo. Si no, ¿cómo podría recibir a mi hija con un abrazo? Quítate los anteojos, para que pueda ver a mi pequeñita.
Tess sonrió y la obedeció.
– Soy yo -Mary la tomó de las manos y la admiró.
– Eres tú. Claro que sí… tú, a la que no he visto en nueve meses -Mary hizo un ademán de reproche ante el rostro de Tess.
– Lo sé. Lo siento, mamá. He tenido muchísimo trabajo, como de costumbre.
– Tu cabello se ve distinto -Mary la mantuvo quieta, sujetándola por los codos para echarle un vistazo. Tess llevaba el cabello largo, que le caía en las espaldas en capas desordenadas muy por debajo del cuello de su camiseta, mientras que al frente apenas le cubría las orejas-. Y caramba, niña, estás muy flaca. ¿Acaso no te alimentan allá en Nashville?
– Me esfuerzo por mantenerme delgada, y lo sabes, así que por favor no comiences a rellenarme con comida, ¿de acuerdo?
Mary se volvió y cojeó al interior de la casa.
– Bueno, es que una pensaría que con todo ese dinero que ganas podrías alimentarte un poco mejor.
Tess resistió el impulso de volver los ojos al cielo y siguió a Mary. Cruzaron por una sala sencilla, con paredes de estuco rugoso y muebles con muchos años de uso, dominaba el sitio un piano vertical. En el muro contrario había tres arcos: el del centro conducía a las escaleras; el de la derecha, al baño y al cuarto de Mary; y el de la izquierda, a la cocina y a la parte posterior de la casa. Mary rengueó hasta llegar a este último mientras hablaba.
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