Francisco González Ledesma
El pecado o algo parecido
Inspector Méndez 6
1 UNA CUESTIÓN DE SOTANAS
– Habrase visto, milady -dijo la señora Robles, que a sus setenta y cinco años estaba aprendiendo inglés-, habráse visto, my teacher, usted, que lleva tan poco tiempo en Madrid, lo que pensará de esta ciudad chingona. Ahora mismo, aquí, al otro lado de la plaza, ¿no ve usted? ¿No diría que aquel caballero tan respetable, aquel gentleman, of course, está muerto? ¿No le parece su postura un poco extraña para uno que está tomando el suri?
– Speak english, only english -susurró con paciencia la jovencísima profesora de jubilados (estudiante a la vez en la Complutense) mientras pensaba que todos sus alumnos jubilados machos no querían aprender inglés, sino tocarle paternalmente el culo-. Only english, if you want learn quickly. ¿Quién quiere decir usted?
– Aquel de enfrente, justo enfrente, my baby, ¿no ve usted? See you just in front, please. Para mí que aquel caballero está jodido, está dead. No se mueve: he is very quiet, demasiado quiet. Y lleva así casi cinco minutos, me he fijado bien. El sombrero le tapa la cara, pero tiene la cabeza demasiado hundida, the head is underground, o como se diga, lady my teacher, ya sabe usted, ya sabe you. Y otra cosa asombrosa: usted no se ha fijado, pero yo sí. ¿Sabe quién lo ha puesto en ese banco? Pues dos putitas. Con toda la delicadeza del mundo, eso sí, haciendo ver que todavía andaba, pero dos putitas.
– Only english -dijo pacientemente la jovencísima profesora, que esperaba cobrar muy pronto las clases del mes.
– Tiene razón: dosfoqui-foqui girls. -¿Pero qué dice?
– Pues claro que sí, yo lo he visto. I see it with the eyes of me, lady teacher. Y oiga… ¿pero qué otra cosa asombrosa está sucediendo? Mire: do you means? ¿No ve esos dos curas que se están llevando al muerto? Y sin demasiados disimulos, oiga, joder, que hablar en castellano descansa. Que yo a los muertos no les rezo en only english, oiga. Se lo llevan como si estuviese enfermo, o borracho, o sidado en fase terminal, y aquí nadie chista. No sé qué va a pensar usted, hija, con el poco tiempo que lleva aquí, de esta ciudad del ande yo caliente, el kiss me y el chollo putañero. Ah… ¿no me entiende? Claro, ya sé cómo se dice: putañero business. Pues no sé qué va a pensar, hija, es lo que yo digo. Claro que como van vestidos de cura quizá nadie se atreve. Mire qué solemnes: parecen deanes de Toledo, ésa es la verdad. Yo estuve en Toledo de recién casada, pero entonces los curas eran más santos y más gordos, parecían todos en estado de buena esperanza. En fin, ya lo han metido en aquel coche tan bonito, Dios sabe lo que van a hacer con él. Y con tanta desvergüenza… Vestidos como curas de los de antes, curas de verdad, curas de canto gregoriano después de cenar, aunque mi difunto marido decía que eran de canto gastronómico. Si al menos hubieran venido vestidos como Dios manda, es decir, como obreros de la Renfe… Se ve que no tienen un street wardrobe. O al menos, digo yo, podrían haber venido en clergyman. Qué escándalo.
– Está usted metido en un lío, Méndez -dijo el doctor eminente-. Y no sólo un lío, que ése también lo tengo yo: está usted metido en varios. Por ejemplo, el de su impotencia, y conste que he empezado por citar el menos importante.
– Caray, pues a mí me parece el que más -dijo Méndez, intentando defenderse.
– No lo crea. Es lo menos que le puede pasar, teniendo en cuenta que está usted en una edad casi terminal y encima le han perjudicado durante años las malas comidas, comidas de figón, de taberna donde cocina el querido de la dueña, de caridad municipal y de casa de putas donde en Semana Santa hacen descuentos de temporada baja. Las comidas de caridad municipal tienen además, como se sabe, elementos alucinógenos, para que la gente crea las cifras oficiales del aumento del coste de la vida. Eso, con el tiempo, hace daño, Méndez, mucho daño. Y ya no cito lo peor, ya no cito el desgaste de sus neuronas, bañadas en alcoholes de los que consume la legión. Si no fuese porque los precios han subido, Méndez, yo le pondría a régimen de vinos de Rioja.
– Me parece una medida sanitaria de lo más razonable -dijo el viejo policía-, pero me reservo el derecho de elegir las marcas. La Rioja Alavesa, por ejemplo, me parece un lugar de donde salen productos muy necesarios para la salud pública.
– Dudo que con eso se alivien sus males de cama, Méndez. Son males muy antiguos, de los que ya se hablaba en los plenos municipales del año 29. Pero no es eso lo que realmente me preocupa: olvídese del sexo, Méndez, porque acabará pagando rVA. Y del mismo modo que se exige un salario mínimo, nunca se exigirá, créame, un sexo mínimo. Lo que me preocupa de verdad son sus alucinaciones: dice usted que ya no conoce su ciudad.
– No, señor, ya no la conozco. Y ésa no es una enfermedad mía, sino una enfermedad general que acabará siendo admitida por el Seguro. Ya no reconozco esta Barcelona postolímpica llena de vías supuestamente rápidas, palmeras africanas y pisos frente al mar donde hasta hace poco aún se alojaban los atletas y donde dicen que, al abrir un armario, semanas más tarde, hallaron todavía a un levantador de pesos ruso fornicando con una saltadora polaca liberada.
Fue en ese momento, en plena y desesperada consulta médica (Méndez la necesitaba a fin de prepararse, porque tenía una cita con una cama y una señora tres meses después), cuando telefonearon al viejo policía. Que venga, que venga -apremió, impaciente, la voz de la Superioridad-, ya debería estar aquí y en plena disposición para el servicio. Pero es que no me dejan ni prepararme para el acoso sexual, se defendió Méndez. Estoy en la consulta del médico, compréndalo, señor jefe. El médico. Deje lo del acoso sexual para más adelante, siguió apremiando la Superioridad. Venga en seguida: es cuestión de vida o muerte, quiero decir, es cuestión de muerte.
3 UNA CUESTIÓN DE DIGNIDAD
El señor don Alejandro Díaz de Quiroga Manglano y Mesa empezó la jornada del modo habitual. Salió de su casa, situada en lo más céntrico de la Gran Vía madrileña, en un edificio superexplotado donde había dos pensiones, el consultorio de un dentista, el despacho de un gestor, el bufete de un abogado, el templo de una adicta al Tarot, el picadero de una madame, el taller de un sastre para curas y un buzón del vidente Rappel. La planta baja, también ampliamente utilizada, la llenaban un relojero, una cafetería, un bingo, una oficina del paro y un joyero confidente de la Guardia Civil.
El señor Alejandro Díaz de Quiroga, etcétera, fue a la sucursal del Banco Bilbao Vizcaya, situada a unos pasos, y se detuvo como todas las mañanas ante el tablero en el que se exponían las cotizaciones de Bolsa de la jornada, fuera ésta la que fuere, porque toda la semana llevaban apareciendo allí las mismas. Ello presagiaba, en su opinión, tres cosas: el fin de la Bolsa, el fin del Bilbao Vizcaya o la muerte del empleado que se ocupaba del tablero. A pesar de ello, tomó notas cuidadosamente y se detuvo a observar y reflexionar como si hubiese de hacer una grave inversión. Al fin se dirigió a pasos cortitos a la zona de Callao, como hacía todas las mañanas.
El ambiente abigarrado lo mareó más que de costumbre. Había allí mirones, paseantes en Corte, vendedores de ocasión, barberos en paro, ejecutivos de fondos de inversión buscando en las papeleras y hasta alguna ramerilla que venía, llena de legítima esperanza, de las calles de más abajo. Había también, por supuesto, turistas japoneses, lo cual demostraba que la ciudad tenía un futuro.
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