P.C. Cast
En El Lugar De La Diosa
Las diosas de Partholon, 1
© 2006 P.C. Cast.
Título original: Divine by Mistake
Traducido por María del Carmen Perea Peña
Este libro está dedicado a mi padre, Dick L. Cast.
El viejo Entrenador.
Eternamente mi Superratón.
Quiero darles las gracias, afectuosamente, a los admiradores de la originaria Goddess by Mistake, que se han hecho oír con tanto entusiasmo. Vosotros habéis hecho posible mi carrera. Gracias, gracias, gracias.
También quisiera mostrar mi agradecimiento a los críticos de Romantic Times BOOK. Vosotros me descubristeis concediéndome cuatro estrellas y media en vuestra crítica, cuando esto no era más que un libro desconocido publicado por una pequeña editorial. ¡Guau! Nunca olvidaré la emoción que sentí al leer aquella primera reseña. Gracias.
Gracias a mi amiga y agente, Meredith Bernstein, que leyó este libro de un día para otro y supo que teníamos algo especial entre manos.
Y también quiero darle las gracias a la fabulosa Stacy Boyd, que entiende de verdad a Shannon y a Partholon, lo cual hace que el proceso de edición sea agradable.
Por fin, de camino. Era una gozada conducir mi Mustang a toda mecha por la autopista, casi vacía. ¿Por qué parece que los coches andan mejor cuando están recién lavados? Me incliné hacia delante y puse un CD en la radio, y después busqué la pista seis y comencé a cantar, a pleno pulmón, junto a Eponine, sobre la futilidad del amor. Cuando comenzó la siguiente canción, adelanté a un Chevy que se movía muy lentamente y grité:
– ¡Dios, cómo me gusta ser profesora!
Era uno de junio, y tenía todo el verano por delante, prístino y virginal.
– ¡Todos los días podré dormir hasta tarde!
Sólo decirlo me hacía feliz. Durante mis diez años en la enseñanza me había dado cuenta de que los profesores tienen el hábito de hablar solos. Supongo que es porque nos ganamos la vida hablando, y nos sentimos seguros hablando en voz alta de nuestros sentimientos. O podría ser porque la mayoría de nosotros, sobre todo los profesores de instituto, somos raros.
Sólo alguien que estuviera ligeramente loco podría elegir una carrera profesional que consistiera en enseñar a adolescentes. Veo la cara de mi mejor amiga, Suzanna, cuando le cuento las últimas tribulaciones de la clase de literatura y lengua inglesa del instituto.
– Dios, Sha, están tan… llenos de hormonas, ¡ay!
Suzanna es la típica profesora esnob de universidad, pero de todos modos la quiero. Lo único que pasa es que no aprecia las muchas y variadas oportunidades para los interludios humorísticos que proporcionan los adolescentes diariamente.
La voz de tenor de Jean Valjean interrumpió mis cavilaciones y me devolvió a la I-44 Este, y al día uno de junio.
– Sí, eso es, la vida de una profesora de instituto con sentido del humor. Condenada a no tener dinero, pero una gran aptitud para la comedia. ¡Oh, demonios, ahí está mi salida!
Por suerte, mi pequeño Mustang pudo tomar la salida a la derecha, que nos llevó hacia la US-412. El cartel decía que Locust Grove estaba a treinta y cinco kilómetros. Conduje a medias con la rodilla y a medias con la mano mientras intentaba desplegar el folleto de la subasta, en el que había escrito las indicaciones. En algún lugar entre Locust Grove y Siloam Springs debería haber una señal que indicara la salida a una carretera secundaria, hasta otra señal, otra carretera secundaria, y así sucesivamente, hasta que llegara a la «Subasta de una finca única. Artículos fuera de lo común. Se tendrán en cuenta todas las ofertas. Todos deben acudir».
– Bueno, a mí me gustan mucho las cosas raras y viejas. Y sobre todo, las cosas raras y viejas baratas.
Mis alumnos dicen que mi clase es como viajar atrás en el tiempo. Mis paredes y armarios están llenos de todo, desde grabados de Waterhouse a carteles de Superratón, y de maquetas de la nave Enterprise, de Star Trek, además de un número inquietante de carillones (dan buen Chi).
Y eso es sólo mi clase. Deberían ver mi apartamento. Supongo que no se sorprenderían mucho, excepto por el hecho de que en casa soy una maniática del orden. Mi clase está siempre en un completo caos.
La señal indicaba que habíamos llegado a los límites del pueblo de Locust Grove, así que disminuí la velocidad. Parpadeé, y de repente, el pueblo había desaparecido. Bueno, tal vez no fuera más grande que un parpadeo. Seguí disminuyendo la velocidad. Era hora de parar y oler la vegetación del Green Country. Oklahoma, a principios de verano, es una asombrosa exhibición de colores y texturas. Yo fui a la Universidad de Illinois, y siempre me molestaba que la otra gente hablara de Oklahoma como si fuera una zona llena de polvo rojo. O una escena de miseria, en blanco y negro, extraída de Las uvas de la ira. Cuando intentaba decirles a mí pandilla de la universidad que Oklahoma, en realidad, era el País Verde, se reían de mí como si me hubiese tragado demasiadas plantas rodadoras.
Dejé atrás el pueblecito de Leach y me detuve en lo alto de una loma. Oklahoma se extendía ante mí, de repente, indómita en su belleza. Me gusta imaginarme un tiempo en el que aquellas carreteras eran sólo caminos y la civilización no se sentía tan segura de sí misma. Debía de ser excitante vivir entonces, cuando la gente no se bañaba, tenía que matar su propia comida e ir en busca de agua. Por otra parte, aunque es delicioso soñar con los vaqueros, los caballeros y los dragones, tengo que admitir que estoy obsesionada con los poetas de la era romántica. Sin embargo, la realidad me recuerda que tenían que arreglárselas sin penicilina ni analgésicos. Como dirían mis alumnos, ¿qué pasa con eso?
– ¡Ahí está! Salida número uno.
SUBASTA DE UNA FINCA ÚNICA y una flecha, que señalaba una carretera a mi izquierda.
Aquella carretera estaba mucho menos trillada. Tenía dos carriles y estaba llena de baches, pero serpenteaba de un modo muy bonito. Después de unos kilómetros, encontré otro cartel y otra flecha, que me indicaban otra carretera. Bien, quizá lo apartado de la finca disuadiera a los anticuarios, a quienes yo consideraba la maldición de todos aquéllos sin dinero que acudíamos a subastas.
Durante el camino no había visto demasiadas casas. Mmm… Quizá la finca fuera sólo un viejo rancho, situado justo en medio de un rancho de verdad, propiedad de una familia rica tipo Bonanza. Seguí avanzando, y después de una curva de la carretera, ascendí por una colina que se alzaba sobre lo que yo había pensado que sería la vieja casa de un rancho.
– ¡Dios santo! ¡Parece sacada de La caída de la casa Usher!
Aminoré la velocidad. Sí, había otra señal que rezaba SUBASTA DE UNA FINCA ÚNICA, situada junto a un sendero de gravilla que llevaba a la edificación. Había unos cuantos coches, pero sobre todo camionetas, (esto es Oklahoma), aparcadas en lo que una vez debió de ser un jardín delantero precioso. Era muy grande, y estaba tapizado de hierba. El camino de entrada estaba flanqueado de árboles grandes, como en las casas de Lo que el viento se llevó, menos el musgo.
Me di cuenta de que me había quedado con la boca abierta porque un tipo mayor, con unos pantalones negros y una camisa de algodón blanco de cuello alto me estaba haciendo señales con una linterna de color naranja, y en su cara había una expresión irritada de «deje de mirar y avance, señora». Al pasar junto a él, me indicó que bajara la ventanilla.
– Buenas tardes, señorita -dijo.
Se inclinó ligeramente y me miró a través de la ventanilla. Una ráfaga de aire fétido me trajo sus palabras al interior del coche, refrescado anteriormente por el aire acondicionado, y apagó mi alegría inicial ante el hecho de que me hubieran llamado «señorita», que sonaba mucho más joven que «señora». Era más alto de lo que me había parecido en un principio, y tenía muchas arrugas, como si hubiera trabajado a la intemperie la mayor parte de su vida, pero su tez era enfermiza, tenía un color macilento.
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