PRESENTACIÓN
M. S. Handler
E l domingo antes de anunciar oficialmente la ruptura con Elijan Muhammad, Malcolm X vino a mi casa para entregarme determinada documentación y comentar los planes que había trazado.
La señora Handler no había visto nunca a Malcolm antes de aquella visita decisiva. Nos sirvió café con galletitas y lo observó mientras él hablaba con esos modales corteses y finos tan característicos cuando se encontraba en la intimidad. Me di cuenta de que ella había quedado impresionada pues, en efecto, la personalidad de Malcolm llenaba la sala de estar de nuestro hogar.
La actitud de Malcolm era la del hombre que ha llegado a una encrucijada en la vida y que debe tomar una decisión sometido a una compulsión interna. De vez en cuando, le iluminaba el semblante una sonrisa ansiosa, que decía muchas cosas. Me sentía incómodo porque resultaba evidente que Malcolm procuraba decir algo que el orgullo y la dignidad le impedían expresar. Percibí que Malcolm no estaba seguro de si podría escapar del mundo sombrío que lo había mantenido esclavizado.
La señora Handler se quedó tranquila y pensativa después de la partida de Malcolm. Al cabo de un rato, alzó la vista de repente y me hizo la siguiente observación:
—Tengo la impresión de haber estado tomando el té con una pantera negra.
La descripción me sobresaltó. En efecto, la pantera negra es un aristócrata del reino animal. Es una bestia hermosa y también peligrosa. Malcolm X tenía el porte y la confianza intrínseca propios del aristócrata de nacimiento. Era asimismo potencialmente peligroso. Ninguna figura de la época había engendrado como él tanto miedo y tanto odio en el hombre blanco, que veía en Malcolm un enemigo implacable que no se vendía a ningún precio, un hombre entregado sin reserva alguna a la causa de la liberación del hombre negro del yugo impuesto por la sociedad norteamericana y que rechazaba la idea de integrarlo en ella.
El primer encuentro que sostuve con Malcolm X se llevó a cabo en el mes de marzo de 1963 en el restaurante musulmán del Templo Número Siete, sito en la avenida Lenox. Por encargo del New York Times había emprendido una investigación acerca de las presiones que se acumulaban en el seno de la colectividad negra. Treinta años de trabajo periodístico en Europa occidental y en la oriental me habían enseñado que las fuerzas motrices de la lucha social, si bien permanecen ocultas bajo la superficie visible, se manifiestan de múltiples maneras antes de estallar. Dichas fuerzas se expresan por medio del poder de las ideas mucho antes de plasmarse en formas orgánicas que puedan desafiar abiertamente el orden social establecido. Es preciso reconocer el mérito que corresponde a los sociólogos y a los especialistas en ciencias políticas europeos por la gran importancia que confieren a la fuerza de las ideas en la lucha social. En Estados Unidos, por el contrario, se comete el error de juzgar las fuerzas que siembran la semilla de la agitación social según el criterio del poderío numérico de los organismos políticos que propalan esas ideas y de la publicidad de que gozan los líderes de los mismos.
Para estudiar las presiones que se acumulaban en el seno de la colectividad negra, tuve que averiguar no sólo cuáles eran las opiniones de los jefes del movimiento pro derechos civiles, sino también las de quienes trabajaban en la penumbra de dicho movimiento, los «clandestinos», por así decirlo. Por eso decidí entrevistarme con Malcolm X, cuyas ideas habían llegado hasta mí por el conducto de los negros partidarios de la integración en la sociedad norteamericana. Las ideas de esas otras figuras ya reflejaban posiciones de nacionalismo negro en avanzado estado de maduración.
Mientras esperaba a Malcolm en el restaurante, no sabía con qué iba a encontrarme. Yo era la única persona blanca en el establecimiento, un local inmaculado servido por negros apuestos, de carácter melancólico y no muy expresivos que digamos. En los relucientes espejos había pegados letreros que anunciaban «Se prohíbe fumar». Pedí un café y me dispuse a esperar. Me sentía incómodo en aquel local donde reinaba una atmósfera aséptica y silenciosa. Al final, llegó Malcolm. Era un hombre atractivo, muy alto y de porte impresionante. Tenía la piel del color del bronce.
Me levanté y extendí la mano para saludarlo. La mano de Malcolm se acercó lentamente. Tuve la impresión de que le resultaba difícil estrecharme la mano, pero, noblesse oblige , lo hizo. Entonces Malcolm hizo algo curioso que repetiría más tarde cada vez que nos encontrábamos en público en un restaurante de Nueva York: me preguntó si no tenía inconveniente en que se sentara mirando a la puerta. Varias veces me habían efectuado peticiones similares en las capitales de la Europa oriental. Malcolm era una persona que estaba siempre alerta y quería ver a todo aquel que entrase en el restaurante. Comprendí al instante que iba siempre acompañado del peligro.
Hablamos durante más de tres horas en ese primer encuentro. Las opiniones de Malcolm acerca del hombre blanco eran aplastantes, pero en ningún momento cometió transgresión alguna contra mi propia personalidad de modo que yo —individuo— me sintiese también culpable. Malcolm atribuía al hombre blanco la degradación que sufría el pueblo negro. Se oponía a la integración y denunciaba que era un fraude. Afirmaba que si persistían en ello los jefes del movimiento pro derechos civiles, la lucha social acabaría en derramamiento de sangre, porque tenía la certeza de que el hombre blanco nunca concedería la integración plena. En consecuencia, la posición de los musulmanes negros en favor de la separación —sostenía— era la única solución posible por medio de la cual podría el negro obtener la propia identidad, fomentar su cultura y sentar los cimientos de una colectividad laboriosa y con sentido de la dignidad. Sin embargo, no indicó claramente dónde podría instaurarse el estado negro que preconizaba.
Malcolm se negaba a aceptar la imposibilidad de que el hombre blanco concediera a los negros el derecho de separarse de Estados Unidos. En aquella etapa de su carrera, afirmaba que la secesión era el único camino. De la misma forma que defendía el islam (pues, según él, era una religión que no reconocía los obstáculos del color), denunciaba el cristianismo, por ser ésta una religión concebida expresamente para los esclavos. Del clero negro opinaba que era la maldición inventada por el hombre blanco, del cual se aprovechaba para sus propios fines en vez de procurar la liberación del negro, y que, por otra parte, hacía de criada de la sociedad blanca, decidida a mantener a los negros en estado de sumisión.
Durante ese primer encuentro, Malcolm procuró ilustrarme igualmente acerca de la mentalidad del hombre negro. Repetidas veces me advirtió que tuviera cuidado con los negros que manifestaban su buena voluntad al hombre blanco. Dijo que, por una mera cuestión de supervivencia, el negro había aprendido a ocultar y disimular sus auténticos pensamientos. El negro dice al hombre blanco sólo aquello que cree que el hombre blanco desea oír. Por efecto de ese arte de la disimulación, se había llegado a un extremo en que ni siquiera los mismos negros eran capaces de decir verazmente aquello que pensaban sus propios hermanos. El arte de fingir que practicaba el negro se fundaba en el completo conocimiento de las costumbres del hombre blanco, me dijo. Al mismo tiempo, el negro siempre ha sido un libro cerrado para el blanco, quien nunca demostró ningún interés en comprender al negro.
La exposición que efectuó Malcolm de sus ideas sociales resultó clara y cuidadosa, aunque algo chocante para un blanco profano. Pero lo más desconcertante de nuestra conversación fue la fe que mostraba Malcolm en la historia de Elijah Muhammad acerca de los orígenes del hombre y en una teoría genética formulada expresamente para demostrar la superioridad del negro sobre el blanco, teoría que me dejó asombrado por su completa absurdidad.