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Deborah Luzige - Fuego Oculto

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Deborah Luzige Fuego Oculto

Fuego Oculto: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Fuego Oculto

Deborah Luzige

Ilustración de tapa:

Bruno López Márquez

Aldo Giordanelli

Gracias por hacerla tan perfecta.

Capítulo 1

El dolor de espalda la estaba matando, en realidad ya se le había extendido al cuello y hombros por encima y debajo a las lumbares. Las pastillas ya no le hacían efecto y tenía miedo de seguir aumentando la dosis sin consultar a nadie.

Sabía lo que le iban a decir: ¿Por que no vas a hacerte unos masajes? Conozco a tal y cual, bla, bla, bla. Ya se lo habían dicho varias compañeras de trabajo, la habían llenado de tarjetas y panfletos.

Pero la última vez que fue las cosas no habían salido bien. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se tomó un par de pastillas más a pesar de que ya se sentía soñolienta y salió a la calle.

Ana era una chica de veintidós años muy retraída. Se dedicaba por completo al trabajo en los archivos de un gran estudio de abogados. El sueldo era bueno y le permitía estar sola la mayor parte del tiempo cosa que le gustaba.

Siempre iba con ropa suelta en tonos grises y negros y llevaba su pelo rojo atado en una especie de moño desalineado. Pocos conocían el color miel de sus ojos ya que casi no hacía contacto visual con las personas.

Era viernes alrededor de las seis de la tarde y se dirigía a hacer las compras al supermercado. Se sentía muy cansada y con mucho sueño, casi no prestaba atención a lo que estaba pasando a su alrededor. Estaba esperando a que la luz del semáforo se pusiera en verde. Le costaba un poco enfocarla a decir verdad. Apenas cambió empezó a cruzar la calle sin darse cuenta del pequeño camión de carga que venía cruzando a su derecha. Tampoco oyó los gritos de las personas que estaban detrás de ella.

De repente sintió que la atropellaban en dirección perpendicular a la calle. Por suerte había sido alguien y no algo. El camión clavó los frenos siseando en la calle y después continuó su marcha. De milagro nadie había salido herido.

“¿Qué pasó?” pensó y de pronto todo se puso negro.

Capítulo 2

Cuando se despertó estaba en un apartamento parecido al suyo pero no era el suyo. Lo que primero notó diferente fueron los muebles pero después, los tonos del atardecer que entraban por la ventana y lo despejado y luminoso que se veía todo.

Intentó incorporarse en el sillón pero no lo consiguió: ese maldito dolor. Estaba aturdida. Alcanzó a lanzar un quejido lastimoso y en ese momento apareció ante sus ojos una figura masculina. Era bastante alto, con el pelo negro corto revuelto y ojos azules brillantes. Apenas pudo enfocar lo reconoció de inmediato: su vecino el médico.

De las poquísimas veces que Ana había llevado compañeras a su casa se habían quedado embobecidas con él. Quisieron saber de todo pero la verdad era que ella apenas si cruzaba palabras con él. Con él o con nadie. Lo único que sabía era que vivía solo.

– ¿Estás bien? – le preguntó

– Sí – respondió ella con una voz pastosa. – ¿Dónde estoy? ¿Qué pasó?

– Estás en mi apartamento y casi te atropella un camión – su voz sonaba… ¿molesta?

– Recuerdo que alguien me empujó, ¿fuiste tú?

– Sí – respondió él.

Se sentía bastante avergonzada, quizá por la dura mirada que él le estaba dando.

– Gracias por salvarme – alcanzó a decir muy bajito.

– Esto que estás tomando es un calmante muy fuerte.

Agitó el frasquito de pastillas frente a sus ojos.

– ¿Cada cuánto te lo tomas y en qué dosis?

– Tomé dos antes de salir de casa y una al levantarme.

Cayó en la cuenta.

– ¿Revisaste mis cosas?

Quiso levantarse, tomar su bolso y salir corriendo pero no pudo, estaba demasiado drogada y adolorida.

– Con razón andas como un zombie. Y no revisé tus cosas, salieron volando de tu bolso cuando evité que te pisara el camión. Quédate ahí. Voy a buscar mi maletín para revisarte.

“¿Revisarme?” pensó. No iba a dejar que la tocara. Ni él ni nadie, nunca más.

Hizo todo el esfuerzo que pudo para levantarse del sofá y tambaleándose llegó a la mesa donde estaba su frasco de pastillas. Lo manoteó y se dirigió hacia la puerta. Cuando tanteó el pestillo, él apareció.

– ¿A dónde vas?

Ella empezó a girar pero sus piernas le fallaron y calló de rodillas al piso. Él se apresuró para tomarla en brazos y se la llevó pero ésta vez a su cuarto.

Ana estaba muy confundida, pero pese a eso la escasa claridad mental le alcanzó para ponerse histérica. El corazón le iba a mil por hora, sudaba frío y tenía chuchos. Los escasos metros hacia el cuarto del doctor parecieron eternos.

“Otra vez en esa situación, otra vez vulnerable. Tengo que escapar, huir antes de que me hagan daño otra vez.”

Él la apoyó delicadamente en la gran cama y en cuanto hizo eso ella sacó fuerzas de quién sabe dónde y se arrinconó contra el respaldo de la cama. Estaba muy asustada, hecha un ovillo. Él entendió de inmediato que algo más estaba pasando.

– Tranquila – le dijo con voz suave. – No te voy a lastimar. Sólo quiero asegurarme de que estés bien. –

Ella tenía encendido su instinto de supervivencia. Ojeó rápidamente a su alrededor en busca de algo con qué defenderse. En la mesita de luz había una navaja antigua. La tomó sin dudarlo, la abrió torpe pero rápidamente y la apuntó contra el doctor.

Él levantó las manos pero no se movió de donde estaba.

– Ana – su voz era grave, casi hipnótica. – Deja esa navaja, no te voy a lastimar.

– No me vas a tocar. – dijo ella negando con la cabeza. Temblaba. La adrenalina estaba desbordada.

Él se acercaba despacio, muy despacio. La miraba fijamente como tratando de convencerla de que se rindiera. Ella no podía abandonar esa mirada penetrante. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, se lanzó sobre ella. Le atrapó la muñeca que sostenía el arma contra la cama y la obligó a abrir la mano. La navaja cayó al piso y se metió bajo el placard.

Inmediatamente Ana rompió en llanto. Él la liberó y ella volvió a hacerse un ovillo, ésta vez con la cabeza hundida entre sus brazos.

– No me lastimes, no me lastimes – decía con una voz ahogada.

Él estaba estudiando la situación, viendo por donde podía desenredarla. Encontró sus manos y empezó a solar sus dedos uno a uno. Estaban helados. Tras resistirse por unos momentos, lentamente empezó a ceder.

De pronto Ana detuvo su llanto y aflojó su cuerpo con un largo y sentido suspiro. Su mente agotada le decía que si quisiese hacerle daño ya lo habría hecho. Tal vez podía confiar en él.

Capítulo 3

– Tengo mucho frío. – le dijo ella. Él encendió la calefacción.

– ¿Vas a dejar que te revise? – Le preguntó con una sonrisa complaciente.

Ella sonrojada asintió. Aún se sentía muy tensa pero estaba tan cansada que decidió ceder. Se recostó en la cama con una mueca de dolor. Ahora que la adrenalina había bajado, volvieron los dolores.

– ¿Dónde te duele?

– La espalda

– Trata de ponerte de costado.

Así lo hizo. Le subió la remera casi hasta los hombros y empezó a palparla por todas partes. Ana no podía evitar estremecerse con aquel contacto.

– ¿Por eso tomas los calmantes?

– Sí – respondió casi en un susurro.

Le hizo unas preguntas sobre frecuencia, lugar exacto y niveles de dolor.

Luego le bajó la remera y le dijo que se diera vuelta.

Le levantó la remera por delante, hasta la altura de los pechos aún cubriéndoselos. Ana lo dejaba hacer pero no estaba tranquila. Su puño cerrado arrugaba las sábanas, tensando los músculos de su antebrazo una y otra vez.

La auscultó con el estetoscopio en varias partes de su pecho, entre sus senos, más arriba, más abajo. Lo dejó a un lado y le presionó el vientre y el estómago. Ana quería que toda aquella tortura terminara.

Le bajó la remera, le tomó la presión y después se puso a estudiar su cara. Le dijo que sacara la lengua, la miró con una espátula y con ambas manos al costado de su cara le revisó debajo de sus ojos. Aflojó sus pulgares y la miró detenidamente muy de cerca. Ana no lo resistió más, bajó la suya y una lágrima se escapó, rodando por sus pecosas mejillas.

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