Deborah García Bello - ¡Que se le van las vitaminas!
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- Libro:¡Que se le van las vitaminas!
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2018
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¡Que se le van las vitaminas!: resumen, descripción y anotación
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Mitos de la medicina
La primera vez que leí la palabra homeopatía fue en 1999. Tenía quince años. Mi madre, ávida lectora, tenía entre sus últimas adquisiciones literarias una novela que me llamó la atención por motivos triviales pero suficientes: un título paradójico y una ilustración de cubierta tan atrayente como desagradable, con una boca abierta como las que yo solía dibujar entonces, con los dientes gordos y maltrechos. Tuve que leerla, a pesar de que mi madre me advirtiese de que no era un gran libro. No recuerdo el argumento de la novela, pero sí alguna escena muy concreta, y que el personaje principal, un perdedor, un hombre agotado de vivir su vida, emprendía una aventura amorosa con su terapeuta. Su terapeuta era una homeópata. En mi imaginación aquella mujer era algo así como la conjunción entre una psicóloga y una farmacéutica. Imagino que la descripción del personaje me llevó a imaginármela así.
Por aquel entonces yo no sabía qué era la homeopatía. Primero lo busqué en mi diccionario escolar. Decía: «Sistema curativo que aplica a las enfermedades, en dosis mínimas, las mismas sustancias que, en mayores cantidades, producirían al hombre sano síntomas iguales o parecidos a los que se trata de combatir». No lo entendí muy bien, así que se lo pregunté a mi madre. Mi madre me dijo que creía que la homeopatía era «medicina natural», hecha con hierbas y cosas así. En el contexto de la novela tenía más sentido.
A lo largo de los diecisiete años siguientes me he tropezado con la palabra homeopatía muchas veces. Por lo general, cuando le pregunto a cualquiera qué es la homeopatía, la respuesta más frecuente sigue siendo la misma que me dio mi madre en 1999. Incluso mis alumnos de primer curso de Técnico de Farmacia me dieron esa misma definición el año pasado. Tuve que explicarles que no, que la homeopatía no es eso, no son hierbas, es otra cosa.
El origen de la homeopatía se atribuye al médico alemán Samuel Hahnemann en el siglo XVIII. Hacia 1784, Hahnemann abandonó el ejercicio de la medicina tradicional. Pensemos que por aquel entonces las sangrías (se consideraba que el exceso de sangre hacía enfermar) y las purgaciones (vaciados intestinales) eran tratamientos habituales, prácticas que hoy en día nos pondrían los pelos de punta, que causaban más dolor y muerte que las enfermedades que pretendían curar.
Hahnemann leyó en una obra de Willian Cullen que la quinina, una sustancia que se extrae de la corteza del quino, era eficaz para combatir el paludismo. Por curiosidad, Hahnemann decidió probar los efectos de la quinina sobre sí mismo y notó que los síntomas que le producía eran muy similares a los síntomas del paludismo. Esto le hizo llegar a la conclusión de que algo que produce síntomas similares a una enfermedad puede curar esa misma enfermedad.
Esa fue la génesis del principio fundamental de la homeopatía: «Similia similibus curantur» («Lo semejante se cura con lo semejante»). La propia palabra homeopatía proviene de los términos homois («similar») y pathos («sufrimiento»).
Lo que no podía saber Hahnemann en aquellos días, y que en cambio conocemos ahora, es que la causa del paludismo es un parásito llamado plasmodium y que la quinina es un alcaloide. No hay ninguna similitud entre ellos.
Hahnemann, convencido de la veracidad de su hallazgo, desarrolló en los siguientes años lo que conocemos como homeopatía. Con objeto de no perjudicar al enfermo, diluyó las muestras de las sustancias que probaba. Sorprendentemente, una sustancia altamente diluida parecía ser tan eficaz como en estado concentrado, a condición de que hubiera sido sometida a un proceso de agitación. A estos procesos los denominó potenciación («dilución») y sucusión («agitación»).
Hahnemann comenzó a utilizar su nueva técnica en 1792, aunque a lo largo de la historia la homeopatía vivió épocas de luces y sombras, y no siempre fue una práctica habitual.
Tras las guerras napoleónicas, la práctica homeopática se extendió a diversos países. En España comenzó a difundirse hacia 1821. En 1845 se fundó la Sociedad Hahnemanniana Matritense, primera asociación sobre esta terapéutica en España. A comienzos del siglo XX, sin embargo, la homeopatía cayó en declive. Las técnicas médicas y farmacéuticas científicas se desarrollaron y aumentaron su eficacia cada vez más, y la homeopatía comenzó a convertirse en algo anecdótico, en una práctica exótica que más bien se heredaba de padres a hijos en lugar de atraer nuevos miembros por convicción. Tampoco ayudó el que no hubiese una corriente única de pensamiento en el mundo homeopático.
Tras la guerra civil española, aun cuando la homeopatía nunca fue prohibida por el régimen, fueron escasos los médicos que continuaron practicándola. También contribuyó el establecimiento de la Seguridad Social, con consultas médicas y medicamentos financiados a través de los impuestos de todos los ciudadanos.
Con la vuelta a la democracia, la homeopatía disfrutó de un renacimiento en España. El clima de libertad y democracia de los años setenta se unió a la corriente hippy de la época para potenciar un resurgimiento de las terapias alternativas frente a la medicina convencional. En la actualidad se autoclasifican como terapias «complementarias», indicando con ello que no deben entenderse como competencia de la medicina convencional, sino como un complemento.
En la actualidad, según fuentes del sector, casi un cuarto de millón de médicos de todo el mundo utiliza terapias homeopáticas sobre más de trescientos millones de pacientes.
Aunque existen leves variaciones entre los métodos de fabricación de preparados homeopáticos, el proceso puede resumirse de forma general de la siguiente manera: se coge un mililitro de la sustancia original, también llamada tintura madre, y se mezcla con noventa y nueve mililitros de agua pura. Se agita este preparado y así se obtiene una dilución de un centesimal de Hahnemann (1 CH). A continuación, se coge un mililitro de este preparado 1 CH y se repite la operación de dilución y agitación; así se consigue una dilución de dos centesimales (2 CH). Cada vez que se realiza una de estas mezclas, la sustancia original queda diluida cien veces más en el preparado final. Se supone que cuanto mayor es la dilución, más potente es el preparado homeopático.
Las píldoras homeopáticas están hechas de sustancias inertes, normalmente de algún azúcar, sobre las que se deposita una gota del preparado homeopático. Existen otras nomenclaturas, formatos y métodos para fabricar preparados homeopáticos, pero todos ellos son leves variaciones del método descrito por Hahnemann, así que en esencia todos los preparados homeopáticos son semejantes.
Por analogía con los medicamentos, un preparado homeopático parece tener una pequeñísima presencia de principio activo y, como excipientes, el agua o algún azúcar. Sin embargo, esto no es siempre así. Las diluciones sucesivas, si son suficientemente elevadas, tienen como consecuencia la completa desaparición del principio activo.
Para entender por qué termina por desaparecer el principio activo al hacer las sucesivas diluciones homeopáticas, resultará ilustrativo el siguiente ejemplo: para hacer la primera dilución tomamos un mililitro de la tintura madre (líquido con el principio activo) y lo disolvemos en noventa y nueve mililitros de agua. Así conseguimos una dilución 1 CH. Si de esa dilución 1 CH tomamos un mililitro, y lo disolvemos en otros noventa y nueve mililitros de agua, tendremos una dilución 2 CH. Con cada dilución, la proporción de tintura madre se hace más y más pequeña, y lo hace de forma exponencial, no lineal. Tanto es así que, a partir de cierta cantidad de diluciones, en el preparado homeopático no quedará ni un átomo de principio activo. Ni un solo átomo. Y no hace falta que hagamos cientos de diluciones. En un preparado 13 CH ya es altamente improbable encontrarse con un solo átomo de principio activo.
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