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Martin George R R - Wild Cards 02

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Unknown Martin George R R - Wild Cards 02
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Martin George R R - Wild Cards 02: resumen, descripción y anotación

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ASES EN LO ALTO WILD CARDS II - photo 1


♠ ASES EN LO ALTO ♦

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WILD

CARDS II

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♥ Editado por ♣

George R. R. Martin

timun mas


Sinopsis

Todo comenzó cuando en 1946 el denominado virus Wild Card fue liberado en los cielos de Nueva York. Un virus que dio superpoderes a los Ases y desfiguró a los Jokers. Ahora, treinta años después, sus víctimas se enfrentan a un nuevo peligro.

Desde las profundidades del espacio se acerca un ente alienígena, una amenaza mortal que podría destruir el planeta. Y en la tierra, el nuevo líder de una antigua secta de masones conspira para ayudarlo. Ases y Jokers deberán dejar de lado su odio y desconfianza, y formar una alianza si quieren ganar una batalla que no pueden perder.


Para Chip Widerman, Jim Moore, Gail

Gerstner-Miller y Parris, los ases secretos

sin quienes las wild cards quizá nunca

hubieran sido jugadas.


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1979

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Peniques desde el infierno

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por Lewis Shiner

Había, tal vez, una docena. Fortunato no podía decirlo con exactitud porque seguían moviéndose, tratando de rodearle por detrás. Dos o tres tenían cuchillos y el resto tacos de billar recortados, antenas de coche o cualquier cosa que pudiera hacer daño. Era difícil distinguirles: tejanos, chaqueta de cuero negro y pelo largo engominado hacia atrás. Al menos tres de ellos encajaban con la vaga descripción que le había dado Chrysalis.

—Busco a alguien llamado Gizmo —dijo Fortunato. Querían alejarle del puente pero de momento no querían atacarle físicamente. A su izquierda, el camino adoquinado subía por la colina hasta los Cloisters. El parque estaba vacío por completo, hacía dos semanas que estaba vacío: desde que las bandas callejeras se habían instalado en él.

— Eh, Gizmo —dijo uno de ellos—. ¿Algo que decirle a este tío?

Aquel de los labios finos y los ojos inyectados en sangre. Fortunato miró fijamente a los ojos del chico que estaba más cerca.

—Lárgate —dijo Fortunato. El muchacho retrocedió, inseguro. Fortunato miró al siguiente—. Tú también. Largo de aquí. —Éste era más débil; dio media vuelta y huyó.

Eso fue todo lo que le dio tiempo de hacer, pues un palo de billar iba directo a su cabeza. Fortunato ralentizó el tiempo, cogió el palo y lo usó para desviar el cuchillo más cercano. Inspiró y todo volvió a acelerarse.

Empezaron a ponerse nerviosos. «Marchaos», dijo; huyeron tres más, incluido el que se llamaba Gizmo, quien aceleró cuesta abajo, hacia la entrada de la calle 193. Fortunato lanzó el palo de billar para bloquear otro navajazo y corrió tras él.

Iniciaron una carrera colina abajo. Fortunato estaba empezando a cansarse y soltó una descarga de energía que le levantó del camino y le hizo volar por los aires. El chico cayó por debajo de él de cabeza, rodando; algo le crujió en la espina dorsal y ambas piernas se estremecieron a la vez. Murió.

—Dios —dijo Fortunato recuperando el aliento y quitándose las hojas muertas de octubre de la ropa. La policía había doblado el número de patrullas alrededor del parque pero temía entrar. Ya lo había intentado una vez y había perdido a dos hombres tratando de ahuyentar a los chicos; al día siguiente los chavales ya habían vuelto. Pero había policías vigilando y por algo así estarían dispuestos a irrumpir y recoger un cadáver.

Vació los bolsillos del muchacho y allí estaba: una moneda de cobre del tamaño de una pieza de cincuenta centavos y roja como la sangre seca. Durante diez años había hecho que Chrysalis y otros pocos las buscaran y la noche anterior ella había visto cómo se le caía una al chico en el Palacio de Cristal.

No llevaba cartera ni nada más que tuviera algún significado. Fortunato se agenció la moneda y corrió a la entrada del metro.

—Sí, la recuerdo —dijo Hiram cogiendo la moneda con una punta de su servilleta—. Ha pasado mucho tiempo.

—Era 1969 —dijo Fortunato—. Hace diez años.

Hiram asintió y se aclaró la garganta. Fortunato no necesitaba tener poderes para saber que aquel hombre orondo se sentía incómodo. La camisa negra abierta y la chaqueta de cuero de Fortunato no se ajustaban demasiado a las normas de etiqueta de aquel lugar. El Aces High contemplaba la ciudad desde el mirador del Empire State Building y sus precios eran tan elevados como las vistas.

También estaba el hecho de que había traído a su última adquisición, una mujer de cabello rubio oscuro llamada Caroline que cobraba quinientos por noche. Era menuda, no muy delicada, con un rostro infantil y un cuerpo que invitaban a la especulación. Llevaba vaqueros ceñidos y una blusa de seda rosa con un par de botones desabrochados de más. Cada vez que se movía, Hiram también. Parecía disfrutar haciendo sudar al hombre.

—El caso es que no es la moneda que te enseñé la última vez. Es otra.

—Increíble. Cuesta creer que puedas cruzarte con dos de éstas en tan buena condición.

—Opino que podrías decirlo con un poco más de contundencia. Esta moneda proviene de un chico de una de las bandas que ha estado destrozando los Cloisters, la llevaba suelta en el bolsillo; la primera provenía de otro que jugaba con lo oculto.

Aún le costaba hablar de ello. El chico había asesinado a tres de las geishas de Fortunato; las había descuartizado en un pentagrama por alguna razón retorcida que ni siquiera podía llegar a imaginar. Él había seguido adelante con su vida, adiestrando a sus mujeres y aprendiendo sobre el poder tántrico que el virus wild card le había dado, pero, por lo demás, se lo había guardado para él.

Y cuando le embargaba la desazón, pasaba un día o una semana siguiendo uno de los cabos sueltos que el asesino había dejado atrás: la moneda; la última palabra que había dicho, «T iamat »; las energías residuales de algo más que había estado presente en el loft del chico muerto, una presencia cuya pista nunca había sido capaz de seguir.

—Insinúas que tienen algo sobrenatural —dijo Hiram. Sus ojos se volvieron hacia Caroline, quien se estiraba lánguidamente en su silla.

—Sólo quiero que le eches otro vistazo.

—Bien —dijo Hiram. A su alrededor, la multitud que estaba almorzando hacía pequeños ruidos con los tenedores y los vasos y hablaba tan quedamente que sonaba como si fuera una corriente de agua distante—. Como estoy seguro de haber dicho ya antes, parece ser un penique americano acuñado en 1794 sellado con un troquel hecho a mano. Podría haber sido robado de un museo, de una numismática o de un particular... —Su voz se fue apagando—. Mmmm. Mira esto.

Le tendió la moneda e hizo una seña con un meñique regordete, sin apenas tocar la superficie.

—¿Ves la parte inferior de esta guirnalda, aquí? Debería ser un lazo. Pero, en cambio, es algo un tanto deforme y espantoso.

Fortunato contempló fijamente la moneda y durante medio segundo sintió como si se estuviera cayendo. Las hojas de la guirnalda se habían convertido en tentáculos, los extremos de la cinta se abrían como un pico y los bucles del lazo se habían convertido en carne informe, llena de demasiados ojos. Fortunato lo había visto antes, en un libro sobre mitología sumeria. En la leyenda que había en la parte inferior se leía «T iamat ».

—¿Estás bien? —preguntó Caroline.

—Lo estaré. Sigue —le dijo a Hiram.

—Mi instinto me dice que se trata de una falsificación. Pero ¿quién falsificaría peniques? ¿Y por qué no se ha preocupado de envejecerlos al menos un poco? Parece que los hubieran fabricado ayer.

—No es el caso, si es que eso importa. Las auras de ambos muestran mucho uso. Diría que tienen al menos cien años, es probable que estén más cerca de los doscientos.

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