Martin George R R - Wild Cards 03
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Martin George R R - Wild Cards 03: resumen, descripción y anotación
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♠ JOKERS SALVAJES ♦
CARDS III
♥ Editado por ♣
George R. R. Martin
Sinopsis
En el tercer volumen de la serie editada por el gran George R. R. Martin los Ases y los Jokers se enfrentan en una crucial batalla.
15 de septiembre de 1986, las calles de Nueva York bullen por la celebración del Día Wild Card, la fiesta que una vez al año recuerda la llegada del virus que daría origen a los Ases y los Jokers. Es una jornada de fuegos artificiales, desfiles y mítines políticos, y este año promete ser la más espectacular de todas. Pero en las sombras acecha un genio siniestro al que no le importa la fiesta. Al Astrónomo sólo le preocupa una cosa, la destrucción. Nueva York está a punto de presenciar el choque entre dos superfuerzas.
Está el Mardi Gras de Nueva Orleans, el Carnaval de Río, fiestas y festivales y días de los fundadores a cientos. Los irlandeses tienen el Día de San Patricio, los italianos, el Día de la Raza, la nación, su cuatro de julio. La historia está llena de cabalgatas y mascaradas, bacanales, desfiles religiosos y espectáculos patrióticos.
El Día Wild Card es un poco de todo eso y más.
El 15 de septiembre de 1946, en el frío cielo de la tarde, sobre Manhattan, J etboy murió y el xenovirus taquisiano conocido coloquialmente como «wild card» se liberó en el mundo.
No está claro cuándo empezaron las celebraciones pero, a finales de los sesenta, los que habían sufrido el contacto con el wild card y habían vivido para contarlo, los jokers y ases de Nueva York, habían hecho suyo el día.
El 15 de septiembre se convirtió en el Día Wild Card. Un momento para las celebraciones y los lamentos, para la pena y la alegría, para recordar a los muertos y apreciar la vida. Un día de fuegos artificiales y ferias en la calle y desfiles, de bailes de máscaras y actos políticos y banquetes conmemorativos, un día para beber y hacer el amor y pelearse en los callejones. Cada año las festividades resultaban mayores y más acaloradas. Las tabernas, los restaurantes y los hospitales batían récords, los medios empezaron a darse cuenta y finalmente, por supuesto, llegaron los turistas.
Una vez al año, sin autorización ni estatuto, el Día Wild Card se apoderaba de Jokertown y Nueva York y el carnaval del caos reinaba en las calles.
El 15 de septiembre de 1986 era el cuadragésimo aniversario.
♣ ♦ ♠ ♥
En la Quinta Avenida estaba tan oscuro y silencioso como siempre.
Jennifer Maloy observó las farolas y el flujo regular del tráfico y frunció los labios con disgusto. No le gustaba toda aquella luz y actividad, pero no podía hacer mucho al respecto. Al fin y al cabo, era el cruce de la Quinta Avenida con la calle 73 de la ciudad que nunca duerme. Había estado igual de bullicioso las últimas mañanas, en las que había pasado comprobando el área, y no tenía razones para esperar que las condiciones fueran mejores.
Con las manos hundidas en los bolsillos de la gabardina, pasó de largo un bloque de apartamentos de piedra gris y una altura de cinco plantas y se deslizó en el callejón que había tras él. Allí había oscuridad y silencio. Se adentró en una zona del paso que estaba tapada por un contenedor de basura y sonrió.
No importaba cuántas veces lo hubiera hecho, pensó, seguía siendo excitante. El pulso se le aceleró y empezó a respirar más rápido, ansiosa, mientras se ponía una máscara que ocultaba sus rasgos finamente esculpidos y escondía la masa de cabello rubio recogida en un moño detrás de la cabeza. Se quitó el abrigo, lo dobló pulcramente y lo depositó junto al contenedor. Debajo sólo llevaba un diminuto biquini y unas deportivas. Tenía un cuerpo esbelto y elegantemente musculoso, pechos pequeños, caderas estrechas y piernas largas. Se inclinó, se desató los cordones, se quitó las zapatillas y las dejó junto a la gabardina.
Pasó una mano por la pared trasera del bloque de apartamentos, casi acariciándola, sonrió y después simplemente la atravesó.
♣
Se oía el sonido de una motosierra hincándose en madera empapada. El chirrido de los dientes metálicos hacía que a Jack le dolieran los suyos propios; el chico, demasiado familiar, se esforzaba en esconderse en lo más hondo de la maraña de cipreses del pantano.
—¡Está ahí, en alguna parte!
Era su tío Jacques. La gente de Atelier Parish le llamaba Snake Jake. A sus espaldas.
El muchacho se mordió los labios para evitar gritar. Mordió más fuerte, hasta hacerse sangre, para evitar transformarse. A veces funcionaba. A veces.
La sierra de acero rechinó de nuevo al hincarse en el húmedo ciprés. El chico se sumergió, bien hondo; se le metió agua marrón salobre en la boca y en la nariz. Cuando el pantano le cubrió por completo la cara se atragantó.
—¡Os lo dije! ¡Ese cebo para caimanes está justo ahí, pilladle!
Otras voces se unieron.
El filo de la motosierra chirrió una vez más.
Jack Robicheaux se agitó en la oscuridad; un brazo embrollado en la sudorosa sábana, el otro tratando de alcanzar el teléfono. Estampó la lámpara Tiffany contra la pared, soltó un taco cuando logró cogerla como pudo por su base de pétalos y tallos y la estabilizó en la mesita de noche y después sintió la fría suavidad del teléfono. Descolgó el auricular a mitad del cuarto tono.
Jack empezó a maldecir de nuevo. ¿Quién diablos tenía su número? Bagabond lo sabía, pero estaba en otra habitación, allí en su casa. Antes de que pudiera acercar los labios al aparato lo supo.
—¿Jack? —dijo la voz al otro extremo de la línea. La estática a larga distancia distorsionó el sonido por un segundo—. Jack, soy Elouette. Te llamo desde Louisiana.
Sonrió en la oscuridad.
—Me figuraba que estabas ahí. —Pulsó con brusquedad el interruptor de la lámpara pero no pasó nada. El filamento debió de haberse roto al caer la lámpara.
—La verdad es que nunca había llamado tan lejos —dijo Elouette—. Siempre marcaba Robert.
—Robert era su marido.
—¿Qué hora es? —dijo Jack. Buscó a tientas su reloj.
—Las cinco de la mañana o por ahí —dijo su hermana.
—¿Qué pasa? ¿Es Ma? —Por fin se estaba despertando, librándose de los últimos retazos de su sueño.
—No, Jack, Ma está bien. No le va a pasar nada, nos sobrevivirá a los dos.
—Entonces, ¿qué? —Se dio cuenta de lo áspero de su tono de voz e intentó suavizarlo. Era sólo que las palabras de Elouette eran tan lentas y sus pensamientos tan interminables...
El silencio, interrumpido por ráfagas de estática, se dilató en la línea. Finalmente, Elouette dijo:
—Es mi hija.
—¿Cordelia? ¿Qué le pasa? ¿Pasa algo malo?
Otro silencio.
—Se ha escapado.
Jack experimentó una reacción extraña. Al fin y al cabo, él también había huido, un montón de años atrás. Había huido cuando era muchísimo más joven que Cordelia; ¿cuántos años tendría ahora, quince, dieciséis?
—Dime qué ha pasado —le dijo en tono tranquilizador.
Elouette se lo explicó. Cordelia (dijo) apenas había dado señal alguna. La chica no había bajado a desayunar la mañana anterior. También habían desaparecido maquillaje, ropa, dinero y una bolsa de viaje. Su padre había hecho las comprobaciones pertinentes con los amigos de Cordelia; no eran muchos. Había llamado al sheriff del condado. Las patrullas habían hecho correr la voz. Nadie la había visto. La hipótesis más sólida de las autoridades era que la chica había hecho autostop en la carretera.
El sheriff había sacudido la cabeza con tristeza:
—Parece que eso hizo la chica —dijo—, bueno, tenemos motivos para preocuparnos.
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