George R. R. Martin
Sueño del Fevre
Para Howard Waldorp,
todo un escritor, todo un amigo, y un febril soñador donde los haya.
San Luis, abril de 1857
Con gesto displicente, Abner Marsh dio unos golpecitos con la empuñadura de su bastón de paseo, de madera noble, sobre el mostrador de recepción para avisar de su presencia al encargado.
—He venido a ver a un hombre llamado York —dijo—. Joshua York, creo que se llama. ¿Sabe si hay alguien aquí con ese nombre?
El empleado del hotel era una persona ya mayor, con gafas. Dio un salto al oír los golpecitos, se volvió, miró a Marsh y sonrió.
—¡Vaya, si es el capitán Marsh! —dijo en tono amistoso—. Llevaba medio año sin verle, capitán. Me enteré de su desgracia. Terrible, sencillamente terrible. Llevo aquí desde el treinta y seis y nunca había visto una helada parecida.
—No me la mencione —respondió Abner Marsh, disgustado.
Ya había previsto aquellos comentarios. El “A!bergue de los Plantadores” era un local popular entre los hombres dedicados a la navegación. El propio Marsh había cenado allí regularmente antes de aquel terrible invierno. Sin embargo, desde la gran helada no había vuelto a acercarse, y no sólo por los precios. Por mucho que le gustara la comida del Albergue, no deseaba aquel tipo de compañía: pilotos, capitanes y ayudantes, hombres del río, viejos amigos y viejos rivales, y todos conocían su desgracia. Abner no quería la compasión de nadie.
—Limítate a decirme cuál es la habitación de York —le dijo al empleado en tono perentorio.
El hombre bamboleó la cabeza, nervioso.
—El señor York no está en su habitación, capitán. Lo encontrará en el comedor, terminando de almorzar.
—¿Ahora? ¿A esta hora? —dijo Marsh alzando la mirada hacia el adornado reloj del hotel. A continuación, se desabrochó los botones metálicos de su tabardo y sacó su propio reloj de oro de bolsillo—. Pasan diez minutos de medianoche —dijo, incrédulo—. ¿Has dicho almorzar?
—Sí, capitán. El señor York fija sus horarios, y no es hombre al que se pueda decir que no.
Abner Marsh se aclaró la garganta, devolvió el reloj al bolsillo y dio media vuelta sin más palabras, cruzando el vestíbulo ricamente decorado con pasos largos y fuertes. Era un hombre corpulento e impaciente, y no estaba acostumbrado a reuniones de negocios a medianoche. Llevaba el bastón con un ademán triunfal, como si nunca hubiera sufrido un infortunio y todavía fuera el que en otro tiempo fue.
El comedor era casi tan grande y ampuloso como el salón principal de un vapor de gran tamaño, con arañas de cristal tallado, apliques de bronce bruñido. Las mesas estaban cubiertas de manteles de lino fino y la mejor porcelana y cristalería. Durante las horas normales, se sentaban a ellas viajeros y hombres de los vapores, pero ahora la sala estaba vacía y la mayoría de las luces apagadas. Quizá tuvieran algo de bueno aquellas reuniones a medianoche, después de todo, pensó Marsh; al menos, no tendría que soportar condolencias. Cerca de la puerta de la cocina, dos camareros negros hablaban en voz baja. Marsh los ignoró y se encaminó al extremo opuesto del comedor, donde un desconocido muy bien vestido comía a solas en una mesa.
El hombre debió oírle llegar, pero no alzó la mirada. Estaba ocupado en paladear una cucharada de sopa de tortuga contenida en un recipiente de porcelana. El corte de su traje negro indicaba claramente que no era un hombre del río, sino del Este, o quizás extranjero. Era corpulento, apreció Marsh, aunque bastante menos que él. Sentado, daba la impresión de ser muy alto, pero no tenía la robustez de Marsh. Al principio, el capitán creyó que York era un anciano, pues tenía el cabello blanco. Sin embargo, al aproximarse más, vio que no eran canas, sino cabellos de un rubio muy claro; y, de repente, el desconocido tomó un aspecto casi juvenil. York llevaba el rostro totalmente afeitado, sin rastro de bigote o patillas en su rostro largo y frío. Tenía la piel casi tan blanca como el cabello y sus manos parecían de mujer. Esta fue la apreciación de Marsh mientras permanecía en pie frente a la mesa.
Dio un golpecito con el bastón en la mesa. El mantel amortiguó el sonido y lo convirtió en una suave llamada de atención.
—¿Es usted Joshua York? —dijo Abner al fin.
York alzó la mirada y sus miradas se encontraron.
Abner Marsh recordaría ese momento hasta el fin de sus días, recordaría aquella primera mirada a los ojos de Joshua York. Todos sus pensamientos, todo lo que había proyectado decir, quedaron engullidos por la vorágine de la mirada de York. Joven y anciano, distinguido y extranjero, toda valoración desapareció al instante y sólo existió York, el hombre en sí, su poder, su intensidad, su ensueño.
Los ojos de York eran grises, sorprendentemente oscuros en la palidez de su rostro. Sus pupilas eran como cabezas de aguja, de un negro ardiente, y atravesaron a Marsh, llegando hasta lo más hondo de su alma. El gris que rodeaba las pupilas parecía vivo, móvil, como la niebla del río en una noche oscura, cuando las riberas se difuminan y las luces se desvanecen y no hay en el mundo más que el barco, el río y la niebla. En esas nieblas, Abner Marsh veía cosas, tenía visiones que duraban unos instantes y después desaparecían. Había una inteligencia fría observando a través de aquellas nieblas. Pero también había algo bestial, oscuro y temible, encadenado y furioso, irritado con la niebla. La risa, la soledad y un cruel apasionamiento. York tenía todo aquello en sus ojos.
Sin embargo, sobre todo, había en ellos una fuerza, una terrible fuerza, algo tan vigoroso, implacable y despiadado como el hielo que había destrozado los sueños de Marsh. Marsh percibía, en algún rincón de aquella niebla, el lento avance del hielo, y oía cómo se astillaban sus barcos y sus esperanzas.
Abner Marsh había sido siempre un hombre orgulloso y sostuvo la mirada de York todo el tiempo que pudo, con la mano tan apretada en el bastón que temió que se partiera en dos, pero al final tuvo que desviar los ojos.
El desconocido apartó la sopa, hizo un gesto y dijo:
—Capitán Marsh, le estaba esperando. Siéntese, por favor.
Su voz era agradable, educada y fácil.
—Desde luego —respondió Marsh, en voz demasiado baja.
Tomó la silla situada frente a York y se acomodó. Marsh era un hombre voluminoso, de más de un metro ochenta y casi ciento cincuenta kilos de peso. Tenía el rostro rojo y llevaba una espesa barba negra que le disimulaba una nariz chata y hundida y un rostro lleno de verrugas, pero ni siquiera la barba le ayudaba gran cosa. Decían que era el hombre más feo del río, y él lo sabía. Con su pesado tabardo azul de capitán, con su doble fila de botones metálicos, tenía un aspecto feroz e imponente. Sin embargo, los ojos de York habían borrado de él toda fanfarronería. Marsh pensó que aquel hombre era un fanático. Había visto ojos como aquellos anteriormente, en locos y en predicadores infernales; y en el rostro de un hombre llamado John Brown, allá en la sangrienta Kansas. Marsh no quería saber nada de fanáticos, predicadores, abolicionistas o antialcohólicos.
Sin embargo, cuando habló, York no dio en absoluto la impresión de ser un fanático.
—Me llamo Joshua Anton York, capitán. J. A. York en los negocios, y Joshua para mis amigos. Espero que lleguemos a ser tanto socios como amigos, con el tiempo.
Su tono resultaba cordial y razonable. Marsh le contestó con cierto tono de duda:
—Ya veremos.
Los ojos grises de su interlocutor parecieron ahora reservados y vagamente sorprendidos. Fuera lo que fuese aquello que Marsh había visto en ellos, desapareció inmediatamente. Marsh se sintió confundido.
—Confío en que recibió mi carta.
—Aquí la traigo —respondió Marsh al tiempo que sacaba el sobre del bolsillo del tabardo. Cuando le llegó la carta, la oferta que contenía le pareció un golpe de suerte imposible, la salvación de todo cuanto consideraba perdido. Ahora, no estaba tan seguro—. Quiere usted meterse en el negocio de los vapores del río, ¿verdad? —dijo, inclinándose hacia adelante.