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Patricia Marín
La decisión de la señorita Moon
Cuentos íntimos
El decisión de la señorita Moon. Parte III.
© Patricia Marín, 2016
1.ª edición: Enero 2017
Diseño de portada: Carola Marín
CUENTOS ÍNTIMOS
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La desaparición de Blanche
~XXIII~
Una nota grave rompió el silencio. El sonido ponía voz a su lamento, estaba profundamente arrepentido de su visita a casa de Blanche.
Otra nota atravesó la quietud de su apartamento y le provocó un escalofrío.
Se preguntó por qué tenía un piano. No sabía tocarlo y tampoco le interesaba la música, pero frente a los humanos lo hacía parecer más interesante y culto. Además, era un bonito objeto de decoración. Pulsó una tecla y el sonido se prolongó durante una eternidad hasta que la cuerda dejó de vibrar. Cuando el sonido se apagó, la pulsó de nuevo.
Había perdido la cuenta de las veces que lo había hecho y cuando bebió de la botella, descubrió malhumorado que se había acabado y no quedaba ni una gota. La lanzó contra una pared, rompiéndola, y aplastó la mano sobre las teclas del piano, haciendo que sonaran todas a la vez.
Se estremeció. Había asustado a la humana. Su bestia había chocado contra la del señor Douglas y Blanche lo había percibido; Wolf había sentido su miedo, su terror, y en ese momento tomó la decisión que le parecía más sensata: alejarse.
Su naturaleza bestial era un reflejo de terrores antiguos. Durante años, había ocultado su lado animal al resto del mundo y mantenía a su bestia adormecida y en calma. Pero ahora estaba desquiciada, tanto como lo estaba él, y rugía por salir, luchaba contra las cadenas que le había impuesto mientras lo desgarraba por dentro.
Observó el ascenso del sol en el horizonte. Estaba amaneciendo.
Todo había salido mal. No había logrado nada de lo que se había propuesto y se sentía muy furioso. Tras pasar unas cuantas horas bebiendo y lamentándose, se dijo que volvería a intentarlo, que no se rendiría. Sería paciente, igual que la primera vez, cuando sedujo a la mujer. Y no volvería a hacer uso de la diplomacia humana. Eso no funcionaba, tenía que jugar según sus reglas, según las reglas de la naturaleza. Se comportaría cómo debía haberse comportado desde el principio: como el lobo que era.
Se alzó de la banqueta con decisión, pero la habitación se dio la vuelta y acabó de rodillas en el suelo. Sacudió la cabeza para alejar el mareo, tenía los músculos agarrotados y su cuerpo reclamaba un descanso. Pero ya descansaría cuando estuviera muerto, ahora tenía que actuar como un hombre, como un lobo. Nada de medias tintas, si tenía que destrozar a Robert para llevarse a la mujer, lo haría. Le demostraría a Blanche que solo podía amarle a él y a nadie más.
A Wolf le costó dos intentos mantenerse erguido. Caminó dando tumbos hasta el cuarto de baño y metió la cabeza bajo un chorro de agua fría para despejarse. Sus nervios se activaron, un hormigueo empezó a recorrerle la piel y su ánimo mejoró considerablemente. Desnudo y empapado, se acercó hasta la cocina para comer algo que le llenara el estómago y le diera fuerzas, mientras dejaba que el agua se secara de forma natural sobre su piel.
Estaba mordisqueando un trozo de carne cuando unos golpes en la entrada de su vivienda lo alertaron. Se le erizó el vello de los brazos y sus músculos se tensaron, dispuestos para el combate, cuando sintió el rugido de la sangre en los oídos. El instinto le advirtió de que al otro lado había problemas.
Y de los gordos.
—Sé que estás ahí, Wolf.
El puñetero señor Douglas. Wolf lanzó un gruñido cuando su bestia golpeó contra las ataduras; apenas seis horas antes había dejado la casa de Blanche para evitar cometer una atrocidad delante de la mujer, pero ahora que el marido estaba allí, a su naturaleza le parecía una buena idea destrozarlo.
—¿A qué has venido? —preguntó acercándose a la puerta. Una enorme hoja de madera, gruesa como el tronco de un árbol. Servía para protegerle de intrusos, no solo humanos sino también sobrenaturales. Robert no podría tirarla abajo.
—Abre. —Lo escuchó gruñir—. Tenemos que hablar.
Wolf entrecerró los ojos. No tenía nada que hablar con él. Pero le parecía demasiado estúpido vociferar con una puerta en medio, así que la abrió.
En cuanto giró el pestillo, Robert empujó desde fuera y Wolf salió impulsado hacia atrás. Retrocedió unos pasos, una ráfaga brillante de color anaranjado se le echó encima y recorrió la distancia que lo separaba tan deprisa que Wolf se movió por instinto liberando a su bestia.
Su piel se desgarró. Con un chasquido de huesos, el dolor recorrió cada una de sus articulaciones mientras sus músculos se estiraban, se encogían y se transformaban. Su vista se convirtió en una neblina roja, clavó las zarpas en el suelo para coger impulso y saltó antes de que la bestia que lo atacaba cayera sobre él. Una garra pasó muy cerca de su testa, arrancándole el pelaje del cuello, casi rozando la piel. Consiguió afianzar las cuatro patas y enfrentarse a su atacante, que se giraba rápidamente hacia él lanzando un poderoso rugido.
Había un tigre gigantesco en su salón. Era al menos tres veces más grande y más corpulento que él, con un pelaje naranja, negro y blanco que refulgía con el brillo del amanecer. Wolf aplastó las orejas contra el cráneo y mostró sus colmillos a modo de advertencia, mientras el tigre abría las fauces para rugir. Él le contestó con un gruñido proyectado desde el interior de su pecho, provocándolo, pero no atacó. Su adversario sí lo hizo, tal vez cegado por la sed de sangre de su bestia.
Wolf se enzarzó con él en una cruenta pelea. El tigre recibió la primera de las muchas heridas, pero su fuerza era superior a la del lobo. Cuando su zarpa impactó contra el cuerpo del lobo, la sangre salpicó el suelo y las paredes. Su costado comenzó a arder, había sido un golpe poderoso y letal, pero no por ello se amedrentó; al contrario, aquella herida lo enardeció y atacó con la misma violencia al tigre, subiéndose a su espalda para hundirle los colmillos en el cuello, envuelto en una nube de furia y rabia.
Diez minutos después, había dos hombres desmadejados por el suelo, cubiertos de sangre. Jadeando de dolor, Wolf se llevó una mano al torso para contener el flujo de sangre que manaba de la herida, mientras Robert se apretaba el cuello, con la sangre cubriéndole el torso como una cálida manta roja.
—¿Y bien? —gruñó Wolf, tosiendo, con el cuerpo ardiendo y sin fuerzas para respirar—. ¿De qué querías hablar?
Robert, pálido y sudoroso, se movió para arrodillarse. Con su propia sangre dibujó unos símbolos en el suelo, susurró unas palabras y su escritura comenzó a brillar. Una luz dorada lo envolvió, sus heridas se cerraron por completo y Wolf sintió un calambre cuando la magia del tigre llegó hasta él, cicatrizando sus heridas.
El dolor era el mismo, lo sentía como si sus heridas estuvieran abiertas, pero al menos sobrevivirían. Su adversario, cubierto de sangre de pies a cabeza y tan desnudo como él, se levantó para dirigirse a la puerta de la vivienda, recogió algo del suelo y se lo lanzó a Wolf.
—Blanche se ha ido.
Wolf recogió el papel arrugado, lo alisó y leyó.
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