Señorita Puri - La familia: alojamiento con tensión completa (Spanish Edition)
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- Libro:La familia: alojamiento con tensión completa (Spanish Edition)
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- Año:2014
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La familia: alojamiento con tensión completa (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación
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El corazón tiene razones que la razón ignora.
B LAISE P ASCAL
M UJER FATAL
¿Qué hacía una chica como yo en un sitio como este? Quedaban seis horas para el gran momento y ahí estaba, probándome unos zapatos OKM en la planta cuarta de El Corte Inglés, un tórrido lunes de finales de septiembre, en pleno veranillo de San Miguel. Después de veinte tiendas, por fin había encontrado un par a juego con un vestido verde lima, aunque el color fuera difícilmente combinable. Lo que hiciera falta por estar divina en la boda y estrechar los lazos de sangre con mi familia.
De momento, la única sangre que tenía estrechada era la de mi mano. Concretamente, las falanges de los dedos índice y corazón. Los había utilizado a modo de calzador y ahora estaban aprisionados entre el talón de un zapato de tacón y mi pie. Mascullé unos cuantos gñññs y mmmpffs que llamasen la atención de algún dependiente que me sacase de mi miseria, y pudiese devolverme la dignidad que un zapato enano me estaba robando, pero nadie venía en mi ayuda y en breve se me pondría la mano color lombarda. Las estanterías estaban vacías por el final de temporada, y todo el lugar tenía una mortecina luz color vainilla que hacía que los escasos empleados pareciesen sacados de una peli de zombis y casquería de serie Z. La soledad era tal que, de haber podido, me habría lanzado a las perchas donde colgaban los abrigos de pieles y habría huido calle arriba cargada de visones, zorros y chinchillas.
Estiré la otra mano tratando de alcanzar el suelo para tener un punto de apoyo, pero la lorza de la tripa me hizo tope, y reboté hacia atrás como un columpio. Encorvada, con los dedos metidos en el zapato, la vena de la frente hinchada como un canelón y mis ojos a punto de salirse de las órbitas, parecía la prima gorda del jorobado de Notre Dame. Sólo me faltaban la gárgola y la gitana.
Por fin mis gemidos dieron sus frutos, y a los pocos segundos mi mirada se chocó con la de un dependiente cincuentón de gesto cansado, vestido con traje oscuro, camisa de un amarillo desgastado y corbata llena de brillos. Recaí entonces en el broche de su solapa, el último detalle desfasado del conjunto, una especie de sol dorado y verde del tamaño de una moneda de veinte céntimos. Lo había visto otras veces, pero nunca hasta ese momento me había llamado tanto la atención. Pensé que, segu ramente, era el típico regalo que se da a quienes cumplen veinticinco años en la empresa, un agradecimiento a la obediencia debida o algo así, aunque me costaba creer que fuera posible ser tan cutre de regalar un pin a una persona que ha soportado un cuarto de siglo metido en una tienda sin ver la luz del día. La mayoría de la gente que conozco no aguanta más de dos horas dentro de un centro comercial, así que quien fuese capaz de soportar todos esos años en pie, se merecía que en vez de una mierda de broche le forrasen el traje de medallas y galones, como un militar de alto rango.
—Señor Martínez, ya lleva usted una semana aquí metido. El comité de dirección le hace entrega de su primera medalla.
Tal vez el pin escondía una videocámara, y sin saberlo estaba siendo la protagonista de uno de esos programas donde la gente graba cómo su hijo se rompe los dientes con la bicicleta que le han traído los Reyes, y en vez de parar el vídeo sigue grabando. Un divertimento para que los empleados que aún no han recibido su pin puedan llevarse a casa en un DVD y ponerlo a las visitas los domingos.
—John, querido, deja la cámara y ayuda a Johnny Junior. ¿No ves que se ha roto los dos paletos y un molar contra el Cadillac? —dice la madre.
—Calla, Mary Joe, con la pasta que vamos a sacar le podremos poner los dientes dos veces —responde el padre con un ojo guiñado y el otro puesto en el visor.
La opresión de la piel del zapato contra los dedos de mi pie me devolvió a la realidad. Aproveché las últimas reservas de oxígeno que le quedaban a mi cerebro.
—Disculpe, pero el zapato me queda un poco justo. ¿No tiene un número más? —supliqué.
—Es normal que le apriete, pero la piel tiende a ceder con el uso. En una semana le quedarán perfectos.
Lo cual equivalía a «no pienso ir al almacén; si no le gusta se jode». Bueno, siempre podía guardar un par de zapatillas de deporte en el maletero, y escaquearme en mitad de la boda si el roce era insoportable. Claro que al final no lo haría porque me reconcomía imaginarme con mi vestidazo y mi peinado maravilloso, y unas bambas guarrindongas, que iba a parecer una yanqui camino del trabajo.
Me acercó un calzador junto con la pareja del zapato y, tras liberar mis dedos, me puse de pie para probarlos. Eran cómodos. Me rozaban un poco, pero parecían cómodos. Salí del edificio con mi compra en la mano, y un mandoble de calor me dio la bienvenida al mundo real. Me daba igual. Durante veinte interminables días había sobrevivido a las manías de mi familia, a casas rurales de mala muerte, diabólicos inventos japoneses y todo tipo de robos y desapariciones. Ni el roce del zapato, ni el sofocante calor, marchitarían mis ánimos.
En aquel momento creí que lo más difícil estaba hecho y que ahora llegaban los días de vino y rosas. No sabía lo equivocada que estaba.
Pero comencemos por el principio...
A QUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS
Los primos son esa cosa rara en la familia que uno nunca sabe cómo clasificar. Si hay diferencia de edad son algo funcional, como una mesita de noche o una lámpara. Tal vez incluso menos. Una presencia que está pero no se sabe muy bien para qué; o sea, vienen, les das un beso, se van y no hay demasiada interacción. En cambio, los primos de más o menos la misma edad se convierten en grandes amigos, tanto que en la mayoría de los casos llegan a ser casi-hermanos, con la ventaja de que con un primo te lo pasas bien pero no existe ese afán de competitividad, esa pelusa por lo que el otro ha hecho o ha dejado de hacer y que, inevitablemente, te acaban recordando tus padres para humillarte y ponerte en evidencia: que si tú has sacado sobresaliente, pero tu hermano sobresaliente alto; que si la novia de tu hermano tiene un trabajo magnífico y tú estás todo el día con la Play; que si él está leyendo a Kierkegaard y tú viendo la tele… Con los primos, no. Todo se reduce a «mira qué bien se lo pasan y cuánto se quieren». Es una relación perfecta. Yo creo que de ahí viene lo de llamarlos primos hermanos: son como hermanos, pero en realidad son primos. O sea, una cosa rara.
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