Peter Høeg
La señorita Smila y su especial percepción de la nieve
Título original: Freken Smillas fomemmelse for sne
© Peter Høeg og Munksgaard/Rosinante, Copenhague, 1992
© de la traducción: Ana Sofía Pascual, 1994
Hace un frío espantoso -18 °C bajo cero-, y está nevando. En el idioma que ya ha dejado de ser el mío, este tipo de nieve se llama qanik: grandes cristales, casi ingrávidos, que caen en forma de copos cubriendo el suelo con una blanca capa de escarcha en polvo.
La oscuridad de diciembre sale de la tumba y se eleva en el aire. Parece ser tan ilimitada como el cielo sobre nuestras cabezas. En esta oscuridad, nuestros rostros no son más que simples esferas que resplandecen con luz pálida, pero, aun así, percibo la reprobación del pastor y del sacristán dirigida a mis medias negras de rejilla y a los gemidos de Juliana, agravados por el hecho de que ha tomado disulfiram esta mañana y tiene que afrontar el dolor casi sobria. Piensan que ni ella ni yo hemos respetado el tiempo, ni tampoco sus trágicas circunstancias. Y, en realidad, tanto mis medias de nailon como las pastillas son, cada cosa a su manera, un tributo al frío y a Isaías.
Tanto las mujeres que rodean a Juliana como el pastor y el sacristán son groenlandeses, y cuando entonamos el Guutiga, illimi, «¡Oh, Señor!», las piernas de Juliana ya no la sostienen. Y cuando inicia un llanto cuyo volumen lentamente va ascendiendo, y cuando el pastor empieza a hablar en groenlandés occidental, tomando como punto de partida el pasaje de san Pablo preferido de los Hermanos moravos sobre la redención por la sangre, entonces, a poco que te descuides, puedes llegar a sentirte transportada hasta Upernarvik o hasta Holsteinsborg o hasta Qaanaaq, en Groenlandia.
Pero fuera, en la oscuridad, como la proa de un barco, emergen los muros de la prisión de Vestre. Estamos en Copenhague.
El cementerio de los groenlandeses forma parte del cementerio de Vestre. Un cortejo fúnebre sigue a Isaías en su ataúd. Son los conocidos de Juliana, que ahora la sostienen en pie, el pastor y el sacristán, el mecánico y un pequeño grupo de daneses, de entre los cuales únicamente logro reconocer al asistente social y al detective.
El pastor dice algo que me sugiere que ha debido conocer a Isaías, a pesar de que Juliana, por lo que tengo entendido, nunca ha ido a la iglesia.
Luego desaparece su voz, porque ahora las demás mujeres lloran con Juliana.
Ha venido mucha gente, quizás unas veinte personas, y dejan que el dolor y la pena los inunde como un negro río en el que se sumergen y por el que se dejan llevar de una manera que ningún extraño puede llegar a entender. Al menos, nadie que no haya crecido en Groenlandia. E incluso puede ser que ni tan siquiera eso sea suficiente. Porque yo tampoco puedo seguirlos.
Por primera vez observo con atención el ataúd. Es hexagonal. Los cristales de hielo adoptan, en ciertos momentos, esa forma.
Ahora depositan su cuerpo en tierra. El ataúd es de madera oscura. Es tan pequeño que ya lo cubre una capa de nieve. Los copos son grandes como pequeñas plumas y, de hecho, así es la nieve; no tiene por qué ser fría. Lo que en realidad está ocurriendo es que el espacio celeste llora por Isaías y las lágrimas se convierten en plumones de escarcha que se posan sobre él. Es el universo el que así lo arropa con un edredón para que nunca más vuelva a tener frío.
En el momento en que el pastor ya ha arrojado un puñado de tierra sobre su ataúd, cuando se supone que volveremos sobre nuestros pasos y nos alejaremos del lugar, cae un silencio que no parece tener fin. En él las mujeres enmudecen, nadie se mueve. Es un silencio que parece esperar que algo se rompa. Desde el lugar en que me encuentro, ocurren dos cosas.
La primera es que Juliana cae de rodillas, apoya su rostro contra el suelo y las mujeres la dejan a solas.
El otro episodio es interior, ocurre dentro de mí, y lo que se rompe es un entendimiento.
Será que debo de haber mantenido un extenso pacto con Isaías para nunca dejarlo en la estacada. Nunca, tampoco ahora.
Vivimos en La Incisión Blanca.
En el solar que le donaron, la sociedad constructora de viviendas ha amontonado unas cuantas cajas prefabricadas de hormigón blanco por las que recibió un premio de la Asociación para el Embellecimiento de la Ciudad.
Todo, incluido el premio, ofrece una imagen pobre y deficiente, pero los alquileres no son nada míseros. Son tan altos que los únicos que podemos vivir aquí somos gente como Juliana, que cobra del Estado; el mecánico, que se ha visto obligado a coger lo que le ofrecían; y, por último, seres marginales como yo misma.
Así, el apelativo no deja de ser un tanto hiriente para quienes vivimos aquí. Sin embargo, a grandes rasgos, es correcto.
Hay razones por las que uno decide trasladarse a un sitio como éste y razones por las que decide quedarse. Con el tiempo, el agua se ha hecho muy importante para mí. La Incisión Blanca está ubicada en el puerto de Copenhague. Este invierno he podido observar la formación del hielo.
Ha empezado a helar en noviembre. Siento respeto por el invierno danés. El frío, no el mensurable, ni el frío de termómetro, sino el experimentado, depende más de la fuerza del viento y del grado de humedad que de la temperatura. He pasado más frío en Dinamarca del que haya podido pasar alguna vez en Tule. Cuando los primeros aguaceros fríos del mes de noviembre empiezan a azotarme en el rostro como una toalla mojada, los afronto con capucines forrados con pieles, botines de alpaca negros, una falda escocesa larga, un jersey y una capa negra impermeable.
Entonces la temperatura empieza a descender. Llega un momento en que la superficie del mar alcanza los 1,8 °C bajo cero y se forman los primeros cristales. Una membrana imperceptible que el viento y las olas rompen y convierten en hielo frágil, que se va amasando hasta convertirse en un pastel jabonoso de hielo llamado grease ice y que, paulatinamente, forma placas que flotan libremente, pancake ice, para acabar helándose, en una fría hora del mediodía de un domingo y formar una capa uniforme y compacta.
Cada vez hace más frío y yo me alegro, porque sé que ahora la helada ha llegado al punto idóneo en el que el hielo permanecerá. A estas alturas, los cristales han formado puentes y han encerrado el agua salada en bolsas de una estructura parecida a las vetas de los árboles, por las que el líquido se filtra lentamente; un hecho que muchos de los que miran hacia Holmen ignoran, pero que no deja de ser un argumento para pensar que el hielo y la vida guardan, de maneras diversas, una estrecha relación entre sí.
El hielo suele ser lo primero que busco cuando subo al puente de Knippel. Pero aquel día de diciembre vi algo diferente. Vi la luz.
Era amarillenta, como casi todas las luces de una ciudad en invierno, y aunque era sólo una luz tenue y débil, su reflejo era potente. Brillaba delante de uno de los almacenes que, en un momento de debilidad, decidieron mantener en pie cuando se construyeron nuestros bloques. Bajo el frontón de la fachada, hacia el Strandboulevard y Christianshavn, daba vueltas la luz azul de un coche patrulla. Desde allí pude ver a un agente. El cordón provisional de cinta blanca y roja. Bajo la fachada del edificio percibí que lo que estaba protegido por la barrera era una sombra pequeña y oscura en la nieve.
Como eran sólo las cinco un poco pasadas y el tráfico de la tarde todavía no había terminado, corrí y llegué unos minutos antes que la ambulancia.
Isaías yace tendido en el suelo con las piernas recogidas, el rostro contra la nieve y las manos alrededor de la cabeza, como si intentara protegerse del pequeño proyector que lo ilumina, como si la nieve fuera una ventana a través de la cual ha visto algo muy lejano, escondido bajo tierra.
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