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Vox pópuli
En el barrio cualquiera habría podido contar cómo se habían conocido Michael y Pauline.
Ocurrió un lunes por la tarde, a principios de diciembre de 1941. Era un día normal y corriente en St. Cassian, una modesta calle de estrechas casas adosadas típicas de la zona este de Baltimore, pequeños hogares muy bien cuidados entre los que se intercalaban tiendas no más grandes que salitas de estar. Las gemelas Golka, con idénticas pañoletas, comparaban los coloretes del escaparate de la droguería Sweda. La señora Pozniak salió de la ferretería con una diminuta bolsa de papel marrón que tintineaba. El Ford Model B del señor Kostka pasó despacio, seguido por el Chrysler Airstream de un desconocido, que produjo un elegante silbido; luego pasó Ernie Moskowicz en la maltrecha bicicleta de reparto del carnicero.
En el colmado Anton —un cuchitril oscuro y abarrotado con un mostrador de madera con forma de L y estantes que llegaban hasta el techo—, la madre de Michael envolvía dos latas de guisantes para la señora Brunek. Las ató fuertemente y se las entregó sin sonreír, sin un «Hasta pronto» ni un «Me alegro de verla». (La señora Anton no había tenido una vida fácil.) Uno de los hijos de la señora Brunek —¿Carl? ¿Paul? ¿Peter? Todos se parecían mucho— pegó la nariz al cristal de la vitrina de las golosinas. Una tabla de madera del suelo crujió cerca del expositor de cereales, pero no eran más que los huesos del viejo edificio, que se asentaban un poco más en la tierra.
Michael estaba colocando pastillas de jabón Woodbury en los estantes, detrás de la parte izquierda, la más larga, del mostrador. Tenía veinte años; era un joven alto e iba vestido con prendas mal combinadas; tenía el pelo muy negro y lo llevaba demasiado corto; la cara era demasiado delgada, con un oscuro bigote que, pese a que se afeitaba con frecuencia, no tardaba en volver a aparecer. Estaba amontonando las pastillas de jabón formando una pirámide: una base de cinco pastillas, un piso de cuatro, otro piso de tres…, aunque su madre había declarado en más de una ocasión que prefería una disposición más compacta y menos creativa.
De pronto se oyó: ¡Tilín, tilín! y ¡Zas!, y lo que a primera vista parecía un torrente de jovencitas irrumpió por la puerta. Con ellas entraron una ráfaga de aire frío y el olor a gases de tubo de escape. «¡Socorro!», chilló Wanda Bryk. Su mejor amiga, Katie Vilna, rodeaba con el brazo a una chica desconocida ataviada con un abrigo rojo, a la que otra joven apretaba la sien derecha con un pañuelo manchado de sangre.
—¡Está herida! ¡Necesita ayuda! —gritó Wanda.
Michael dejó de amontonar pastillas de jabón. La señora Brunek se llevó una mano a la mejilla, y Carl o Paul o Peter aspiró produciendo un silbido. Pero la señora Anton ni siquiera pestañeó.
—¿Por qué la habéis traído aquí? —preguntó—. Llevadla a la droguería.
—La droguería está cerrada —dijo Katie.
—¿Cerrada?
—Eso dice en la puerta. El señor Sweda se ha alistado en los guardacostas.
—¿Que ha hecho qué?
La chica del abrigo rojo era muy guapa, pese al hilillo de sangre que resbalaba junto a una de sus orejas. Era más alta que las dos chicas del vecindario, pero más espigada, de complexión más delgada, con una melena corta de cabello rubio oscuro, cortado a capas; su labio superior tenía dos picos tan marcados que parecían dibujados con bolígrafo. Michael salió de detrás del mostrador para verla mejor.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, sólo a ella, mirándola de hito en hito.
—¡Trae una tirita! ¡Trae yodo! —le ordenó Wanda Bryk. Había ido a la escuela primaria con Michael, y por lo visto se creía autorizada para darle órdenes.
—He saltado de un tranvía —dijo la chica.
Tenía una voz grave y ronca que contrastaba con la débil y aguda voz de Wanda. Sus ojos eran de un azul violáceo, como los pensamientos. Michael tragó saliva.
—Hay un desfile en Dubrowski Street —iba explicando Katie a los demás—. Los seis hijos de los Szapp se han alistado, ¿no os habéis enterado? Y también un par de amigos suyos. Han hecho una pancarta: «¡Preparaos, japoneses! ¡Vamos a por vosotros!», y todo el mundo ha salido a despedirlos. Se ha congregado tanta gente que apenas podían circular los automóviles. Y Pauline, que volvía a casa del trabajo (hoy todos cierran antes de la hora), va y salta de un tranvía en marcha para unirse a la multitud.
El tranvía no podía circular muy deprisa si el tráfico estaba casi detenido, pero nadie lo comentó. La señora Brunek emitió un murmullo de comprensión. Carl o Paul o Peter dijo:
—¿Me dejas ir, mamá? ¿Me dejas? ¿Puedo ir a ver el desfile?
—Pensé que debíamos apoyar a nuestros chicos —le dijo Pauline a Michael.
Michael volvió a tragar saliva y dijo:
—Ya, claro.
—Si te quedas lela no vas a poder ayudar mucho a nuestros chicos —observó la chica que sujetaba el pañuelo. Su tono, tolerante, indicaba que Pauline y ella eran amigas, aunque ella era menos atractiva: morena, con expresión reposada y unas cejas tan largas y rectas que parecía no tener emociones.
—Creemos que se ha golpeado la cabeza contra una farola —añadió Wanda—, pero con todo el jaleo, nadie estaba seguro. Ha aterrizado en nuestras faldas, por así decirlo, y esta chica, Anna, iba detrás de ella. «¡Jesús!», he dicho yo. «¿Estás bien?» Bueno, alguien tenía que hacer algo; no podíamos dejarla morir desangrada. ¿No tenéis tiritas?
—Esto no es ninguna farmacia —dijo la señora Anton. Y entonces, por asociación de ideas, añadió—: ¿Qué mosca le ha picado a Nick Sweda? ¡Como mínimo debe de tener treinta y cinco años!
Mientras tanto, Michael se había apartado de Pauline y se había reunido con su madre detrás de la parte más corta del mostrador, donde estaba la caja registradora. Se agachó, desapareció unos instantes, y volvió a aparecer con una caja de puros en las manos.
—Vendajes —explicó.
No eran tiritas, sino un anticuado rollo de algodón envuelto con papel azul oscuro, igual que el de los ojos de Pauline, un carrete de esparadrapo blanco y una botella de tintura de yodo de color sangre de buey. Wanda se adelantó para agarrarlos, pero no, Michael desenrolló él mismo el algodón y arrancó un pedazo de una esquina. Lo empapó con tintura de yodo y salió de detrás del mostrador para colocarse frente a Pauline.
—Déjame ver —dijo.
Hubo un silencio respetuoso y atento, como si todo el mundo comprendiera que aquel momento era muy importante; hasta la chica del pañuelo, a la que Wanda había llamado Anna, aunque ella no podía saber que Michael Anton era, por lo general, el chico más reservado del barrio. Anna le apartó el pañuelo de la sien a Pauline. Michael le levantó un mechón de su cabello, como quien separa el pétalo de una flor, y empezó a aplicarle el pedazo de algodón. Pauline se quedó muy quieta.