Si te callas la verdad y la sepultas bajo tierra, crecerá y acumulará tal poder explosivo que, el día que estalle, lo volará todo a su paso.
LA HISTORIA DETRÁS DE ESTE LIBRO
Daniel Coyle
En 2004 me mudé a España con mi familia para escribir un libro sobre el intento de Lance Armstrong de ganar su sexto Tour de Francia. Se trataba de un proyecto fascinante por diversos motivos, pero el mayor de ellos era el misterio que irradiaba su núcleo: ¿quién era Lance Armstrong en realidad? ¿Era un campeón verdadero y digno, tal y como muchos creían? ¿Era un drogadicto y un tramposo, tal y como insistían otros? ¿O vivía en el sombrío espacio intermedio?
Alquilamos un apartamento en la base de entrenamiento de Armstrong en Girona, a diez minutos a pie de la casa —parecida a una fortaleza— que el ciclista compartía con su novia de aquel entonces, Sheryl Crow. Viví durante quince meses en el Planeta Lance, pasé tiempo con sus amigos, sus compañeros de equipo, sus médicos, entrenadores, abogados, agentes, mecánicos, masajistas, rivales, detractores y, naturalmente, con el propio Armstrong.
Me gustaban la abundante energía de Armstrong, su agudo sentido del humor y sus capacidades de liderazgo. No me gustaban su volatilidad, su hermetismo y la forma abusiva con la que trataba, en ocasiones, a sus compañeros de equipo y amigos; pero, al fin y al cabo, aquello no era algo insignificante: era el deporte más exigente del mundo a nivel físico y mental. Informé sobre todos los aspectos de la historia con tanta minuciosidad como pude y, a continuación, escribí La guerra de Lance Armstrong un libro que muchos de sus compañeros de equipo consideraron objetivo y justo. (Lance dijo oficialmente que estaba «de acuerdo» con el libro.)
A lo largo de los meses y años posteriores a la publicación del volumen, la gente me preguntaba a menudo si creía que Armstrong se dopaba. Me sentía dividido ante la pregunta, pero la probabilidad crecía de manera constante a medida que pasaba el tiempo. Por una parte estaban las pruebas circunstanciales: los estudios mostraban que las drogas mejoraban el rendimiento entre un 10 y un 15 por ciento en un deporte en el que las carreras se decidían a menudo por una fracción de un punto porcentual. A ello se sumaba el hecho de que casi todos los ciclistas que se habían alzado sobre el podio del Tour de Francia junto con Armstrong se habían visto relacionados posteriormente con el dopaje, entre ellos, cinco de sus compañeros de equipo en el U.S. Postal Service. También estaba la estrecha y prolongada asociación de Armstrong con el doctor Michele Ferrari, alias doctor Diablo, el misterioso italiano conocido como uno de los médicos más infames del deporte.
Por otra parte, había que tener en cuenta el hecho de que Armstrong había superado los controles de dopaje de forma brillante. También que él se defendía con vehemencia y había ganado diversas y notorias demandas. Además, en el fondo de mi mente se repetía un razonamiento recurrente: si resultaba que Armstrong se dopaba, entonces había igualdad de condiciones, ¿no es cierto?
Fuera cual fuese la verdad, estaba completamente convencido de que nunca volvería a escribir sobre el dopaje y/o Armstrong. Dicho de otra manera, el dopaje era una mierda. Está claro que desde el punto de vista de la intriga y el misterio era fascinante, pero, cuanto más te adentrabas en ello, más asqueroso y turbio se volvía: historias de médicos peligrosamente no cualificados, directores de equipo maquiavélicos y ciclistas ambiciosos hasta la desesperación que sufrían profundos daños físicos y psicológicos. Era un asunto oscuro que se oscureció aún más durante la Servvehante lapoca que pasé en Girona, con la muerte de dos de las estrellas más brillantes de la era de Armstrong —Marco Pantani (depresión, sobredosis de cocaína, treinta y cuatro años de edad) y José María Jiménez (depresión, infarto, treinta y dos años de edad)— y el intento de suicidio de otra gran figura, Frank Vandenbroucke, de treinta años de edad.
Alrededor de todo aquello, como una caja fuerte de acero reforzado, estaba la omertà : el código de silencio que rige entre los ciclistas profesionales en lo que al dopaje se refiere. El poder de la omertà estaba bien consolidado: a lo largo de la dilatada historia de este deporte, ningún ciclista de primer nivel lo había revelado todo. Los gregarios y el personal de equipo que hablaban sobre el dopaje eran expulsados de la hermandad y tratados como traidores. Con tan pocos datos fiables, informar sobre este asunto era un ejercicio frustrante, sobre todo en lo que a Armstrong se refería, pues su icónico estatus de ciudadano santo que había salido vencedor frente al cáncer atraía el escrutinio y a la vez lo protegía de él. Cuando terminé La guerra , pasé a otros proyectos, contento de ver cómo el Planeta Lance se alejaba en mi espejo retrovisor.
Después, en mayo de 2010, todo cambió.
El gobierno de Estados Unidos abrió una investigación en torno a Armstrong y su equipo, el U.S. Postal. Las líneas de indagación incluían el fraude, la conspiración, el crimen organizado, el soborno de funcionarios extranjeros y la intimidación a testigos. Las pesquisas estaban dirigidas por el fiscal federal Doug Miller y el investigador Jeff Novitzky, que habían desempeñado papeles importante Aquel verano comenzaron a alumbrar con un potente foco los rincones más oscuros del Planeta Lance.
Citaron a testigos —compañeros de equipo de Armstrong, miembros de la plantilla y amigos— a declarar frente a un gran jurado en Los Ángeles.
Comencé a recibir llamadas. Las fuentes me decían que la investigación crecía cada vez más: que Novitzky había obtenido testimonios de testigos presenciales que demostraban que Armstrong había transportado, usado y distribuido sustancias controladas, así como pruebas de que era posible que hubiese tenido acceso a drogas experimentales para la sustitución de la sangre. Tal y como me dijo el doctor Michael Ashenden, un especialista antidopaje australiano que había trabajado en diversas investigaciones importantes sobre la cuestión, «Si Lance consigue salir de ésta, será un maldito Houdini».
A medida que la investigación avanzaba, empecé a sentir que tenía una cuenta pendiente, que aquélla podía ser la oportunidad de descubrir la verdadera historia de la era Armstrong. El problema era que no podía informar sobre aquellos sucesos yo solo. Necesitaba un guía, alguien que hubiera vivido en aquel mundo y estuviese dispuesto a romper la omertà .
En realidad sólo había un nombre a considerar: Tyler Hamilton.
Tyler Hamilton no era un santo. Había sido uno de los mejores y más populares ciclistas del mundo —ganador de la medalla de oro olímpica— hasta que lo pillaron por dopaje en 2004 y fue exiliado del deporte.
Su conexión con Armstrong se remontaba a hacía más de una década: primero fue uno de sus principales lugartenientes en el U.S. Postal,uniU.S. Po desde 1998 hasta 2001, y después su rival, cuando Hamilton dejó el Postal para liderar el CSC y el Phonak. Ambos eran vecinos en el mismo edificio de Girona: Armstrong vivía en la segunda planta y Hamilton y su esposa, Haven, en la tercera.
Antes de su caída, Hamilton había sido considerado el estereotipo de héroe que los periodistas deportivos solían inventar en la década de los cincuenta: de voz suave, guapo, educado y más duro de lo normal. Era natural de Marblehead, Massachusetts, donde había sido un destacado esquiador alpino hasta que llegó a la universidad. Allí, una lesión de espalda lo hizo descubrir su verdadera vocación. Hamilton era lo opuesto a una superestrella llamativa: un ciclista obrero que ascendía lenta y pacientemente la pirámide del mundo del ciclismo. Por el camino se hizo conocido por su ética laboral sin igual, su personalidad discreta y amable y, sobre todo, por su extraordinaria capacidad para soportar el dolor.