A Partir de un Beso
Tanya Anne Crosby
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El amor y todo lo que florece de él.
«Ayúdame Dios, me asombra que este hombre digno haya decidido informar a mi esposo su vergüenza y deshonor, que su esposa ha tenido dos hijos varones. A ambos sufren la vergüenza por esta causa porque sabemos lo que está en juego aquí: nunca ha sucedido que una mujer diera a luz a dos varones al mismo tiempo, ni sucederá a menos que dos hombres sean la causa de esto.»
María de Francia, Le Fresne .
Capítulo Uno
Inglaterra, Reinado de Stephen
E ra un pecado mortal.
Sí, el pecado de desear la esposa de tu hermano.
No porque ellos estuvieran ahora casados... aunque lo estarían pronto y no tendría permiso para este sentimiento que lo consumía.
Se dijo a sí mismo que era el carmesí que vestía lo que lo encendía. Dominique Beauchamp resplandecía mientras atravesaba las puertas, montada en su pequeño corcel. Su traje era de un carmesí intenso; su capa también; sus labios, de un matiz tan lujoso como la joya de rubíes que lucía en el pecho. Y su cabello... de un cobrizo reluciente y ardiente bajo el sol del atardecer, una melena gloriosa que desafiaba cualquier transgresión. Al igual que un hada encantadora, todo su cuerpo parecía emitir destellos al compás del paso de su caballo.
Contra su voluntad, su cuerpo se aceleraba ante su imagen.
Era audaz, pensó con un estremecimiento. Quizás demasiado. Si no, ¿por qué cabalgaría de forma intrépida entre ellos? ¿Qué esperaba ganar? Fuera lo que fuese, ella era distinta de las demás, estaba seguro.
Se dio cuenta que era peligrosa.
Aun así la codiciaba y, por primera vez en la vida, anhelaba estar en el lugar de su hermano. Pero solamente por un instante y luego de lanzarse al pecado imperdonable, marcharse al profundo hueco negro de su alma.
Se endureció su corazón hacia ella, Blaec d’Lucy lanzó una mirada a su hermano, tratando de escrutar la reacción de Graeham ante la mujer que había provocado tal tales sentimientos encontrados en él. Graeham lucía impasible, aparentemente para nada afectado por la criatura que cabalgaba de manera orgullosa e ingresaba en su heredad, mirando a todos como si participaran de un antiguo sacrificio pagano.
¿Se consideraba a sí misma como un sacrificio? Se preguntó, deseando saber con precisión qué era lo que le pasaba por la mente a su hermano. El rostro de Graeham revelaba por caso, un dejo de ansiedad, pero nada más. Por su parte, Blaec solo deseaba haber estado imperturbable y no podía evitar preguntarse la forma que podría haber reaccionado si hubiera sido él quien recibía la novia en trueque el día de hoy.
¿Impaciente? ¿Dubitativo? ¿Desconfiado?
Puede ser, pero no indiferente, seguramente no.
Si se le hubiera dado su legítimo lugar como heredero a él... ella debería haber sido suya. Sí, lo sabía. Lo sabía desde hacía mucho tiempo. Rara vez los secretos eran privados con tantos oídos alrededor. Y, sin embargo, no importaba, él era el primogénito simplemente por una cuestión de tiempos, y si fue herido por algo era por el simple hecho que su padre lo tenía todo, pero lo repudió. No sólo lo había despojado de sus derechos de nacimiento, sino que toda su vida había sido sin su bendición. Pero eso no importaba. Le tenía estima a su hermano y su espada estaba al servicio de Graeham. Lo serviría hasta que dé su último aliento.
Si algo de enfado perduraba era por el simple hecho de que su padre había cometido una injusticia con Graeham al designarlo como líder, porque su hermano no sabía nada de la guerra a pesar de los años de formación en batalla o por mantener un deseo de morir. De las dos opciones, Blaec no sabía cuál lo animaba. Una cosa era segura: Graeham lo necesitaba. Por la gracia de Dios, aunque el muy tonto combatió con un pie en la tumba. Su gemelo más joven nunca habría sobrevivido sin él y Blaec había hecho este propósito de su vida hace mucho: proteger a Graeham a cualquier precio.
De pie, erguido en toda su estatura, giró para buscar a la mujer que aún cabalgaba hacia ellos con sus hombros hacia atrás, su postura erguida, sus ojos..., estaba lo suficientemente cerca para que pudiera espiar sus ojos, azul profundo.
Y brillantes... como si las lágrimas los inundaran.
Reticente es lo primero que llegó a la mente de Blaec y su mirada se dirigió al hombre que cabalgaba al lado de la mujer sobre su propio corcel, su atuendo tan espléndido como el de ella... y luego volvió a mirarla.
Sí, decidió, se sentía a disgusto de venir a cumplir las órdenes de su hermano.
Sin embargo, ella venía y, de esa comprensión surgía su acceso de rencor.
En verdad no confiaba en ella. Sin duda, no confiaba en su traicionero hermano.
Al igual que su padre, William Beauchamp no era de fiar, a pesar que le ofreció declarar la paz entre ellos. En especial no era de fiar cuando le ofreció su joven y exquisita hermana como parte del trato. Para Graeham no era muy insensato pensar que esta situación no terminaría de manera tan simple. Estos dos estaban envueltos en alguna intriga y, lo que sucediera después, Blaec no podría descubrirlo, por Dios. Así sería, juró con vehemencia que no codiciaría a la esposa de su hermano, aunque lo negara interiormente.
Un estremecimiento bajó por la espalda de Dominique al ver la fortaleza que se erguía ante ella.
¿Esta es, pues, la que iba a ser su prisión?
Al aproximarse, Drakewich parecía animada con los preparativos para su llegada, un frenesí de movimientos sobre los muros del castillo, y ellos ahora estaban en la muralla exterior. Parecía un lugar más intimidante aún que lo que fue Londres para la emperatriz Matilda. ¡Y ella había sido conducida desde la ciudad por una horda furiosa! Ni un alma compasiva ni nadie que los recibiera o rechazara. Sin embargo, al final, por lo menos, se sentía agradecida. Incluso la misma mazmorra parecía algo formidable con sus ventanas altas y oscuras en la torre. No es de extrañar que William haya buscado esta alianza, nunca en su vida ella había visto algo como Drakewich, tan inmensa e impenetrable parecía la fortaleza de piedra desde el interior.
¿Había pensado sinceramente que era modesta desde afuera? ¿Habría considerado a Amdel desafiantemente igual? Se inclinó discretamente hacia su hermano y murmuró por debajo de su respiración...
—Parecen... poco amistosos.
— ¿Si? —respondió William.
Lo miraba incrédula. María, Madre de Dios ¿cómo no se había dado cuenta de la excesiva frialdad de la recepción? Incluso afuera de las murallas, los villanos habían mantenido su silenciosa vigilia desde los portales de sus casas de barro y adobe.
William frunció el ceño y la regañó.
—Te preocupas excesivamente, Dominique.
— ¡No, William! —Le lanzó una mirada desesperanzada— ¿Y si ellos no me aceptan?
La mirada en su hermoso rostro fue más divertida que preocupada.
— ¿Esperabas que te recibieran con armas?
—No, pero...
—Tranquilízate. Te prometo que cambiará con el tiempo —la animó, desestimando su protesta de una vez. Le guiñó un ojo en complicidad—. Ahora deja de verte melancólica, hermana mía.
Dominique asintió, se mordió los labios admitiendo el tono de los dichos de William. Para no provocar su enojo, dejó a un lado sus preocupaciones con la esperanza de que él tuviera razón. Por instinto, su mirada se desvió hacia el área delante de la mazmorra atraída por la figura de un hombre parado allí con orgullosa postura y semblante oscuro. Se atragantó con la saliva al reconocerlo de inmediato. El Dragón Negro. Estaba inequívocamente vestido con el negro atuendo danés. Verdad revelada, aunque ella había tratado de no imaginárselo por esta unión, trataba de no pensar en él. Pero, al verlo ahora, bien podría creer todas las historias que había escuchado sobre su furia en la batalla.