Pegado con celo en una papelera dentro del Popeyes Louisiana Kitchen, en la esquina de Parkside Avenue con Flatbush Avenue.
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—¿Puedo tocarte?
Eso es lo primero que le dice el tío de los tatuajes cuando August se acomoda en el desgastado cojín central de un sofá de piel marrón: un modelo pelado de segunda mano que ha visto de manera recurrente durante los últimos cuatro años y medio de carrera. De esos en los que te hundes, enterrada en libros de texto, o en los que te sientas mientras bebes una Coca-Cola desbravada sin hablar con nadie en una fiesta. El epítome del sofá que recoges en la calle a los veintitantos.
Casi todos los muebles del piso son tan viejos como ese sofá de segunda mano, desparejados y recogidos de la calle. Pero cuando el Chico de los Tatuajes (Niko, el anuncio decía que se llamaba Niko) se sienta enfrente de ella, lo hace en una silla Eames sorprendentemente sofisticada.
El sitio es así: una mezcla de cosas familiares y no tan familiares. Pequeño y abarrotado, con unos ofensivos tonos verdes y amarillos en las paredes. Las plantas cuelgan de casi todas las superficies, extienden sus brazos por encima de las estanterías, con un ligero olor a tierra. Las ventanas no se abren bien, tienen los marcos pegados por la pintura seca típicos de los apartamentos viejos de Nueva Orleans, pero aquí los cristales están medio cubiertos por dibujos, a través de los cuales se filtra la luz del atardecer, apagada y cerosa.
Hay una escultura casi de tamaño natural de Judy Garland hecha con piezas de bicicleta y nubes de azúcar en un rincón. No se reconoce que es Judy, salvo por el cartel en el que pone: hola, me llamo judy garland .
Niko mira a August, con la mano extendida, borroso tras el vapor de la infusión. Viste rollo motero, negro sobre negro, tiene el pelo tan rapado por los laterales que se le ve la piel de un marrón claro, y una mandíbula fuerte, con un único brillante en una oreja. Los tatuajes se le desparraman por los brazos y le lamen la garganta por debajo de la camisa abrochada hasta arriba. Tiene la voz ligeramente rasposa, como si estuviera saliendo de un resfriado, y lleva un palillo en la comisura de los labios.
Vale, Danny Zuko, cálmate.
—Eh, perdona. —August se lo queda mirando, sorprendida por la pregunta—. ¿Qué dices?
—No pienses nada raro —contesta él. El tatuaje que lleva en la palma es una rueda de ouija . En los nudillos pone luna llena . Por Dios—. Solo quiero notar tus vibraciones. A veces el contacto físico ayuda.
—¿Qué? ¿Eres…?
—Vidente, sí —dice Niko como si tal cosa. El palillo se desliza por la línea blanca de sus dientes cuando esboza una sonrisa ancha y cautivadora—. Es una forma de decirlo. Clarividente, hechicero, brujo, lo que quieras.
Dios mío, claro. Era imposible que un alquiler de setecientos dólares al mes por una habitación en Brooklyn no tuviera trampa, y la trampa es la estatua de Judy Garland de nubes de azúcar y este Springsteen de pacotilla que seguro que está a punto de decirle que tiene el aura del revés y retorcida, como unas medias baratas.
Sin embargo, no tiene adónde ir y hay un Popeyes en la planta baja del edificio. August Landry no confía en la gente, pero sí en el pollo frito.
Deja que Niko le toque la mano.
—Fría —dice en tono neutro, como si acabara de sacar la cabeza por la ventana para comprobar el tiempo. Da golpecitos con dos dedos en las almohadillas de las manos de August, en el reverso de los nudillos, y se reclina—. Ah. Ah, bueno, vale. Esto es interesante.
August parpadea.
—¿Qué?
Se saca el palillo de la boca y lo deja en el baúl de viaje que hay entre los dos, junto a un cuenco de bolas de chicle. Pone cara de estreñimiento.
—¿Te gustan las azucenas? —pregunta—. Sí, compraremos unas azucenas para el día en que te mudes. ¿Te va bien el jueves? A Myla le hará falta un poco de tiempo para sacar sus cosas. Tiene muchos huesos.
—Eh… ¿a qué te refieres? ¿En el cuerpo?
—No, huesos de rana. Diminutos. Difíciles de coger. Tendrá que usar unas pinzas. —Debe de percatarse de la expresión de August—. Ah, es escultora. Es para una obra de arte. La habitación en la que vivirás es la suya. No te preocupes, la limpiaré con salvia.
—Bueno, no me dan miedo los… ¿espíritus de rana?
¿Acaso sí debería sentir miedo de los espíritus de rana? Quizá esa tal Myla sea una asesina ritual de ranas.
—Niko, deja de hablarle a la gente de los espíritus de rana —dice una voz desde el pasillo. Una guapa chica negra con la cara redonda y simpática y unas pestañas kilométricas se apoya en el marco de la puerta. Lleva unas gafas de bucear enterradas entre los rizos morenos. Sonríe al ver a August—. Hola, soy Myla.
—Y yo August.
—Hemos encontrado a nuestra chica —dice Niko—. Le gustan las azucenas.
August aborrece cuando la gente como él hace cosas así. Acertar por casualidad. Sí que le gustan las azucenas. Tiene metida en la cabeza una página entera de Wikipedia sobre esas flores: Lilium candidum . Pueden alcanzar los dos metros de altura. Estudiada con diligencia desde la ventana del apartamento de dos habitaciones en el que vivía con su madre.
No hay manera de que Niko lo sepa… Imposible, no lo sabe. Igual que hace con los que te leen la palma bajo las sombrillas de playa en Jackson Square cuando está en su ciudad, August contiene la respiración y pasa de largo.
—Entonces, ¿ya está? —pregunta—. ¿Me dais la habitación? Eh, ni siquiera me has hecho preguntas.
Niko apoya la cabeza en la mano.
—¿A qué hora naciste?
—Pues no lo sé. —Entonces se acuerda del anuncio y añade—: Creo que soy Virgo, por si sirve de algo.
—Ay, sí, definitivamente una virgo.
August logra mantener la cara inexpresiva.
—¿Eres… vidente profesional? O sea, ¿la gente te paga?
—Lo hace a tiempo parcial —contesta Myla. Entra flotando en la habitación, con suma elegancia para llevar un soplete en la mano, y lo deja en la silla que hay junto a Niko. La masa de chicle que masca explica el cuenco de bolas de colores—. También es un camarero pésimo a tiempo parcial.
—No lo hago tan mal.
—No, qué va —dice Myla, y le planta un beso en la mejilla. En voz baja le dice a August de manera teatral—: Pensaba que una paloma solo era un pájaro.
Mientras discuten sobre las habilidades de Niko como camarero, August manga un chicle del cuenco y lo tira al suelo para comprobar una hipótesis. Tal como sospechaba, rueda por toda la cocina y llega al pasillo.
Carraspea.
—Entonces, sois…
—Estamos juntos, sí —dice Myla—. Cuatro años. Estaba bien tener habitaciones separadas, pero los dos andamos bastante pelados, así que voy a instalarme en la suya.
—¿Y el tercer compañero de piso es…?
—Wes. Su cuarto es el del final del pasillo —dice Myla—. Es un ave nocturna.
—Los hizo él —dice Niko mientras señala los dibujos de las ventanas—. Es tatuador.
—Vale —dice August—. Entonces, ¿son dos mil ochocientos dólares en total? ¿Setecientos cada uno?
—Sí.
—Y en el anuncio ponía algo sobre… ¿el fuego?
Myla aprieta con cariño el soplete.
—Bueno, fuego controlado.
—¿Y los perros?
—Wes tiene uno —interviene Niko—. Un caniche que se llama Noodles.
—¿Noodles, como los fideos?
—Sí, aunque suele llevar el mismo horario que Wes. Es un fantasma en la noche.