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Umberto Eco - La isla del día de antes

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Umberto Eco La isla del día de antes
  • Libro:
    La isla del día de antes
  • Autor:
  • Genre:
  • Año:
    1997
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La isla del día de antes: resumen, descripción y anotación

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Tras el éxito de El nombre de la rosa y El péndulo de Foucault, Umberto Eco vuelve con una novela filosófica y a la vez de aventuras para indagar con el poder de la imaginación los fallos y pecados de nuestra realidad.

En el verano de 1963 un náufrago, Roberto de la Grive, llega a una nave abandonada en los Mares del Sur donde encuentra sólo animales desconocidos y máquinas extrañas. Frente a la nave hay una isla de ensueño, tan cercana como inalcanzable. Confinado en este exiguo espacio y perdido en el vasto mar, Roberto nos pone al corriente sobre su pasado a través de las cartas que escribe a una enigmática «Señora». Pero Roberto ha viajado hasta allí con una misión muy concreta: resolver el misterio por el cual pugnan las nuevas potencias de la época, el secreto del Punto Fijo.

Reseña:
«Un genio inagotable, voraz, que construye y deconstruye sin cesar, de inteligencia deslumbrante y humorística cuando hace falta... En La isla del día de antes conjuga de forma barroca y apasionante erudición histórica, ironía, equívocos y pasión por el narrar en general.»
Mercedes Monmany, ABC

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Is the Pacifique Sea my Home?

JOHN DONNE,

«Hymne to God my God»

Stolto! a cui parlo? Misero! Che tento?

Racconto il dolor mió

a ¡'insensata riva

a la mutola selce, al sordo vento…

Ahi, ch'altro non risponde

che il mormorar de l'onde!

GIOVAN BATTISTA MARINO,

«Eco», La Lira, XIX

9
EL ANTEOJO DE LARGA VISTA ARISTOTÉLICO

Al día siguiente había vuelto a rezar en la catedral de San Evasio. Lo había hecho para encontrar refrigerio: aquella tarde de primeros de junio el sol pegaba sobre las calles semidesiertas; tal y como en aquel momento en el Daphne, él advertía el calor que estaba difundiéndose en la bahía, y que los costados del navío no conseguían contener, como si la madera estuviera incandescente. Y había sentido también la necesidad de confesar tanto su pecado como el paterno. Había parado a un eclesiástico en la nave y éste habíale dicho primeramente que no pertenecía a la parroquia, pero luego, ante la mirada del mancebo, había consentido, y habíase sentado en un confesionario, acogiéndole penitente.

El padre Emanuel no debía de ser muy anciano, quizá estaba en los cuarenta y era, en palabras de Roberto «jugoso y rosado en el semblante majestuoso y afable», y Roberto sintióse alentado a confiarle todas sus penas. Le dijo, ante todo, de la blasfemia paterna. ¿Era ésta razón suficiente por la cual su padre no reposara ahora entre los brazos del Padre, sino que estuviera gimiendo en el fondo del Infierno? El confesor hízole algunas preguntas e indujo a Roberto a que admitiera que, en cualquier momento en el que el viejo Pozzo hubiera muerto, había buenas posibilidades de que el caso aconteciera mientras él nombraba el nombre de Dios en vano: blasfemar era una mala costumbre que se toma de los campesinos, y los hidalgos de la campiña monferrina consideraban signo de descuido hablar, en presencia de sus propios pares, como sus villanos.

—Ves, muchacho —había concluido el confesor—, tu padre murió mientras cumplía una de aquellas grandes amp; nobles Facciones por las quales dizque éntrase en el Paraíso de los Héroes. Ahora bien, como no creo que un tal Paraíso exista, y considero que en el Reino de los Cielos conviven en santa harmonía Menesterosos amp; Soberanos, Héroes amp; Cobardes, sin duda, el buen Dios no habrále negado su Reino al padre tuyo sólo porque deslizósele un poco la Lengua en una ocasión en la que tenía una gran Empresa en que pensar, et me aventuraría a decir que, en tales momentos, incluso una tal Exclamación puede ser una suerte de llamar a Dios como Testigo amp; Juez de la propia bella Facción. Si con todo, aún te atormentas, reza por el Alma de tu Progenitor amp; haz que digan por él alguna Missa, no tanto para mover al Señor a mudar sus Sentencias, que no es una Veleta que voltee según soplen las beatas, sino para hazer el bien al Alma tuya.

Roberto díjole entonces de los discursos sediciosos que había escuchado de un amigo suyo, y el padre abrióse de brazos desconsolado:

—Hijo mío, poco sé de París, mas lo que oigo decir hame puesto en el hecho de todos los Descabellados, Ambiciosos, Renegados, Espías, Honbres de Intriga que existen en aquessa nueva Sodoma. Entre ellos hay Falsos Testigos, Ladrones de Sagrarios, Holladores de Crucifixos, amp; aquellos que dan dinero a los Vagamundos para hacerles abjurar de Dios, amp; incluso gente que por Escarnio ha baptizado a Perros… Y a esto llámanlo seguir la Moda del Tiempo. En las Iglesias ya no dicen Oraciones sino que pasean, ríen, assechan detrás de las columnas para insidiar a las Damas, y hay un continuo Tumulto incluso durante la Elevación. Pretenden filosofar amp; assáltante con maliciosos Porqués, por qué Dios ha dado Leyes al Mundo, por qué prohíbese la Fornicación, por qué el Hijo de Dios hase encarnado, amp; usan qualquier Respuesta tuya para transmutarla en una Prueba de Ateísmo. ¡Ahí tienes a los Ingenios del Tiempo: Epicúreos, Pirronianos, Diogenistas, amp; Libertinos! Pues sus, no prestes Oído a aquestas Seducciones, que vienen del Maligno.

Por lo normal, Roberto no hace ese abuso de mayúsculas en el que sobresalían los escritores de su tiempo: pero cuando adscribe dichos y sentencias al padre Emanuel muchas las registra, como si el padre no sólo escribiera sino también hablara haciendo oír la particular dignidad de las cosas que tenía que decir; signo de que era hombre de grande y atractiva elocuencia. Y en efecto, con sus palabras, Roberto se encontró tan sosegado, que salido del confesionario, quiso demorarse un poco con él. Supo que era un jesuíta saboyano y, sin duda, hombre no para poco, pues residía en Casal precisamente como observador por mandato del duque de Saboya; cosas que en aquellos tiempos podían acontecer durante un asedio.

El padre Emanuel desenvolvía de buena gana aquel encargo suyo: la lobreguez obsidional dábale espacio de conducir de manera distendida ciertos estudios suyos que no podían soportar las distracciones de una ciudad como Turín. E interrogado sobre qué lo ocupaba había dicho que también él, como los astrónomos, estaba construyendo un anteojo de larga vista.

—Habrás oído hablar de aquesse Astrónomo florentino que para explicar el Universo valióse del Anteojo de larga vista, hypérbole de los ojos, y con el Anteojo vio lo que los ojos sólo imaginaron. Yo mucho respeto aqueste uso de Instrumentos Mechánicos para entender, como hoy suele decírsele, la Cosa Extendida. Pero para entender la Cosa Pensante, es decir, nuestra manera de conocer el Mundo, nosotros no podemos sino valemos de otro Anteojo, el mismo del que valióse Aristóteles, y que no es ni tubo ni lente, sino Entramado de Palabras, Idea Perspicaz, porque es sólo el don de la Artificiosa Eloquencia el que nos permite entender este Universo.

Así diciendo, el padre Emanuel había conducido a Roberto fuera de la iglesia y, paseando, habían ascendido a los espaltes, un lugar tranquilo aquella tarde, mientras acolchados cañonazos llegaban de la parte opuesta de la ciudad. Tenían ante sí los reales imperiales; a lo lejos, pero por largos trechos, los campos estaban vacíos de tropas y carruajes, y los prados y las colinas resplandecían con el sol casi estival.

—¿Qué ves, hijo mío? —preguntóle el padre Emanuel.

Y Roberto, aún de poca elocuencia:

—Los prados.

—Desde luego, qualquiera es capaz de ver ahí abaxo unos Prados. Pero bien sabes que según la posición del Sol, del color del Cielo, de la hora del día amp; de la estación, los Prados pueden aparecérsete baxo formas distintas, inspirándote distintos Sentimientos. Al villano, fatigado por el trabajo, aparécensele como Prados, y nada más. Lo mismo acontécele al pescador montes atemorizado por algunas de aquellas nocturnas Imágenes de Fuego que alguna vez en el cielo resplandecen, pero tan pronto como los Metheóricos, que son también Poetas, osan llamarlos Cometas Crin, Barbarea, Cola, Cabras, Través, Escudos, Hachas, amp; Saetas, estas figuras del lenguaje te hazen patente por quáles Símbolos agudos tenía intención de hablar la Naturaleza, que se sirve de estas Imágenes como de Geroglíficos que, por un lado, remiten a los Signos del Zodiaco y, por el otro, a Acontecimientos passados o futuros. ¿Y los Prados? Observa lo que puedes decir de los Prados, amp; cómo al decir, tú ves mucho más amp; comprendes: espira Fabonio, la Tierra se abre, lloran los Ruyseflores, se pavonean los Árboles crinados de Frondas, amp; tú descubres el admirable ingenio de los Prados en la variedad de sus estirpes de Hierbas amamantadas por los Arroyos que juguetean en amena Puericia. Los Prados jubilosos se regocijan con lépida alegría, cuando aparece el Sol abren su semblante y en ellos ves el arco de una sonrisa amp; se alegran por el retorno del Astro, ebrios de los besos suaves del Austro, y la risa danza en la Tierra misma que se abre a muda Leticia, amp; la tibieza matutina tanto los colma de Gozo que se desbordan en lágrimas de Rocío. Coronados de Flores, los Prados se abandonan a su Genio amp; componen agudas Hypérboles de Arco Iris. Pero bien pronto su Mocedad sabe que se apresura a Muerte, su risa se turba de una palidez improvisa, destiñe el cielo amp; Zéfiro, demorándose, ya suspira sobre una Tierra desfalleciente, de suerte que a la llegada de los primeros despechos de los cielos invernales, se entristecen los Prados, amp; tornándose esqueletos se cubren de Escarcha. Ahí lo tienes, hijo mío: si tú hubieres dicho simplemente que los prados son amenos no me habrías representado otra cosa que lo verde de los Prados, del que ya sé, pero si tú dixeras que los Prados ríen, tú me harás ver que la tierra es un Hombre Animado, amp; recíprocamente aprenderé a observar en la cara humana todas las anotaciones que he cosechado en los prados… Y esto es oficio de la Figura excelsa entre todas, la Metáphora. Si el Ingenio, y así pues el Saber, consiste en aunar las remotas y separadas Nociones y hallar la Semejanza en cosas desemejantes, la Metáphora, entre las Figuras la más aguda y peregrina, es la única capaz de producir Maravilla, de la cual nace el Gusto, como de repentino trueque de la scena en el theatro. Y si el Gusto recopilado de las Figuras es el de aprender cosas nuevas sin fatiga y muchas cosas en pequeño volumen, he aquí que la Metáphora, llevando en vuelo nuestra mente de un Género a otro, nos hace ver en una sola Palabra más de un Objeto.

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