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Ruth Rendell - Trece escalones

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Trece escalones: resumen, descripción y anotación

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa. Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash. Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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Ruth Rendell Trece escalones Título original Thirteen Steps Down Traducción - photo 1

Ruth Rendell

Trece escalones

Título original: Thirteen Steps Down

Traducción: Montserrat Batista Pegueroles

Para P. D. James, con afecto y admiración

1

Mix se encontraba allí donde debería haber estado la calle. O al menos, allí donde él creía que debería haber estado. La impresión y la incredulidad ya habían quedado atrás. Lo embargó entonces una amarga decepción que se transformó en furia y que le fue subiendo hasta la garganta, medio ahogándolo. ¿Cómo se habían atrevido? ¿Cómo podían haber destruido, quienesquiera que fueran, lo que tendría que haber sido un monumento nacional? La casa en sí debería haber sido un museo, con una de esas placas azules en lo alto de la pared, y el jardín tendrían que haberlo conservado con el mayor cuidado tal y como estaba, como parte del recorrido que podrían haber hecho los grupos de visitantes. Si hubiesen necesitado un conservador allí estaba él, no tendrían que haber buscado más.

Todo era nuevo, diseñado con esmero e insensibilidad. Ésa era la palabra adecuada, «insensible», y se sintió orgulloso de sí mismo por el hecho de que se le hubiera ocurrido. Era un lugar «ideal», pensó asqueado, un edificio que sería típico del país de los yuppies. Las petunias de los arriates lo encolerizaron especialmente. Por supuesto, sabía que poco antes de que él naciera habían cambiado el nombre de Rillington Place por el de Ruston Close, pero ahora ya ni siquiera existía Ruston Close. Había traído consigo un mapa antiguo, pero no le sirvió de nada, pues era más difícil encontrar las viejas calles que buscar los rasgos del niño en el rostro quincuagenario. Cincuenta años era apropiado. Había pasado medio siglo desde que atraparon a Reggie y lo ahorcaron. Si tenían que cambiar el nombre a las calles, podrían haber puesto un letrero en alguna parte donde dijera: «Antes Rillington Place», ¿no? O algo que indicara a los visitantes que se encontraban en territorio de Reggie. Allí debían de acudir cientos de personas, algunas de ellas con expectación y profundamente decepcionadas, otras que no sabían nada en absoluto sobre la historia del lugar, y todas ellas se topaban con aquel pequeño enclave de ladrillo rojo y arriates elevados donde los geranios y las alegrías de la casa desbordaban las jardineras y los árboles se habían elegido por su follaje de tonos dorado y crema.

Era pleno verano y hacía un día magnífico, sin una sola nube en el cielo azul. En las pequeñas parcelas crecía un césped lozano de un verde intenso y una planta trepadora tendía un manto rosado sobre las paredes construidas ingeniosamente a distintos niveles. Mix se dio la vuelta para marcharse en tanto que la furia que lo invadía hacía que el corazón le palpitara más deprisa y con más fuerza, pum, pum, pum… De haber sabido que habían borrado hasta el último vestigio nunca hubiese considerado el piso de Saint Blaise House. Había ido a ese rincón de Notting Hill únicamente porque había sido el barrio de Reggie. Ya sabía que la casa y sus vecinos no estaban, por supuesto, pero aun así había confiado en que el lugar sería fácilmente reconocible, una calle que los pusilánimes evitaran, frecuentada por entusiastas inteligentes como él. Sin embargo, los débiles, los escrupulosos y los políticamente correctos se habían salido con la suya y lo habían tirado todo abajo. Pensó que se habrían reído de la gente como él, se habrían sentido triunfadores al reemplazar la historia con una urbanización de mal gusto.

Se había estado reservando aquella visita para darse un capricho cuando se hubiera instalado. ¡Para darse un capricho! Siendo niño, ¿con qué frecuencia el capricho prometido acababa en decepción? Demasiado a menudo, por lo que él parecía recordar, y no dejaba de ocurrir cuando se era una persona adulta y responsable. De todas formas no iba a volver a mudarse, y menos después de haber pagado a Ed y a su amigo para que le pintaran el piso y acondicionaran la cocina. Se volvió de espaldas a esas viviendas nuevas e ideales, a los árboles y arriates, empezó a caminar lentamente por Oxford Gardens y cruzó Ladbroke Grove para ver la casa en la que la primera víctima de Reggie había tenido una habitación. Al menos eso no había cambiado. A juzgar por el aspecto del lugar, nadie lo había pintado desde la muerte de la mujer en 1943. Por lo visto no se sabía qué habitación había ocupado, no había ningún detalle al respecto en los libros que había leído. Contempló las ventanas especulando y haciendo conjeturas hasta que alguien lo miró desde una de ellas y le pareció que lo mejor era seguir adelante.

La zona de Saint Blaise Avenue con Oxford Gardens era para gente pudiente, un lugar arbolado con cerezos ornamentales; sin embargo, a medida que descendías por ella, la calle iba perdiendo categoría hasta que sólo encontrabas viviendas construidas por el ayuntamiento en la década de los sesenta, tintorerías, negocios de recambios para motocicletas y tiendas de comestibles. Salvo por la hilera de edificios del otro lado, aislada, elegante y victoriana, y por la casona, Saint Blaise House, la única en todo el barrio que no había acabado dividida en una docena de pisos. Mix pensó que era una lástima que no hubieran derribado todo aquello y dejado Rillington Place tal y como estaba.

Allí no había cerezos, sino unos grandes plátanos cubiertos de polvo y cuyos troncos se descortezaban. Estos árboles eran en parte los responsables de que el lugar fuera tan oscuro. Se detuvo a observar la casa, maravillándose de sus dimensiones, como siempre hacía, y preguntándose por qué demonios la anciana no la había vendido a una promotora inmobiliaria años atrás. Era un edificio de tres plantas, con paredes de estuco antes blanco pero ahora gris y una escalinata que conducía a una gran puerta principal medio oculta en las profundidades de un pórtico con columnas. En lo alto, casi debajo del alero, había una ventana circular completamente distinta de las otras, que eran alargadas, en tanto que ésta tenía una vidriera de colores, empañada por la suciedad que se había ido acumulando con los años desde la última vez que la habían limpiado.

Mix entró en la casa. La primera vez que había visto el lugar pensó que sólo el vestíbulo, grande, cuadrado y sombrío como todo lo demás allí dentro, ya era lo bastante amplio como para contener un piso de dimensiones normales. Inútilmente colocadas contra la pared, había unas sillas grandes y oscuras de respaldo grabado, una de las cuales se situaba bajo un espejo enorme con el marco de madera labrada y el cristal salpicado de manchas verduscas como islas en un mapa del mar. Una escalera conducía a un sótano, pero él nunca había estado allí y, que supiera, hacía años y años que nadie lo pisaba.

Al entrar casi tuvo la esperanza de que ella no estuviera por ahí, y normalmente no estaba, pero aquel día no tuvo suerte. La mujer se encontraba junto a una formidable mesa tallada que debía de pesar una tonelada, vestida con las prendas habituales -chaqueta de punto larga y lacia y falda con caída- y sujetando en alto un folleto colorido que anunciaba un restaurante tibetano. Al verle, le dijo: «Buenas tardes, señor Cellini», con su acento de clase alta y una voz que, a juicio de Mix, expresaba una gran cantidad de desprecio.

Cuando hablaba con Gwendolen Chawcer, en las ocasiones en las que resultaba inevitable dirigirse a ella, hacía todo lo posible por escandalizarla… de momento sin éxito notorio.

– Nunca adivinaría dónde he estado.

– Eso es casi seguro -repuso ella-, por lo que parece inútil intentarlo.

¡Vieja bruja sarcástica!

– En Rillington Place -anunció-, o mejor dicho, donde estaba antes. Quería ver el lugar del jardín en el que Christie enterró a todas esas mujeres que mató, pero ya no queda ni rastro.

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