Ruth Rendell
Un Beso Para Mi Asesino
Titulo de la edición original: Kissing the Gunner's Daughter
Traducción del ingles: Carme Camps
En memoria de Eleanor Sullivan
1928-1991
Una gran amiga
El 13 de mayo es el día de peor suerte del año. Las cosas serán infinitamente peor si da la casualidad de que cae en viernes. Sin embargo, ese año era lunes y eso bastaba, aunque Martin no era supersticioso y habría emprendido cualquier empresa importante el 13 de mayo o habría subido a un avión sin ningún escrúpulo.
Por la mañana encontró una pistola en la cartera que su hijo llevaba al colegio. Actualmente se le llama mochila, pero se trataba de una cartera de mano. La pistola se encontraba entre un montón de libros de texto, manoseadas libretas, papel arrugado y un par de calcetines de deporte, y por un terrible instante Martin creyó que era de verdad. Durante unos quince segundos pensó que Kevin se hallaba realmente en posesión del revólver más grande que él jamás había visto, aunque de un tipo que no era capaz de identificar.
Reconocer que se trataba de una reproducción no le impidió confiscarlo.
– Puedes despedirte de esta pistola, te lo prometo -anunció a su hijo.
Este descubrimiento se produjo en el coche de Martin poco antes de las nueve de la mañana del lunes 13 de mayo, camino de la escuela de Kingsmarkham. La cartera de Kevin, mal cerrada, se había caído del asiento trasero y parte de su contenido se había esparcido en el suelo. Kevin contempló con aire triste y en silencio a su padre meterse en el bolsillo del impermeable la pistola de juguete. Ante la puerta del colegio, bajó del coche diciendo adiós sin apenas mover los labios y sin mirar atrás.
Éste fue el primer eslabón de una cadena de acontecimientos que acabaría en cinco muertes. Si Martin hubiera encontrado la pistola antes y Kevin hubiera ido al colegio solo, nada de ello habría sucedido. A menos que se crea en la predestinación y el destino. A menos que se crea que los días de uno están contados. Si uno puede imaginárselo, si uno puede percibirlos numerados al revés, de la muerte al nacimiento, Martin había llegado al Día Uno. El lunes, 13 de mayo.
También era el día libre, este Día Uno de su vida, del sargento detective Martin del departamento de Investigación Criminal de Kingsmarkham. Había salido temprano, no sólo para llevar a su hijo al colegio -eso era excepcional, consecuencia de salir de casa a las nueve menos diez- sino para que le instalaran unos limpiaparabrisas nuevos en el coche. Era una mañana excelente, el sol brillaba en un cielo claro y el pronóstico era bueno, pero aun así no quería arriesgarse a llevar a su esposa a Eastbourne a pasar el día con unos limpiaparabrisas que no funcionaban.
Los del garaje se comportaron como era típico. Martin había concertado esa visita por teléfono dos días antes, pero eso no impidió que la recepcionista reaccionara como si nunca hubiera oído hablar de él, ni que el único mecánico disponible meneara la cabeza diciendo que era posible, que podía hacerse, pero habían llamado a Les inesperadamente para una emergencia y más valía que Martin les dejara telefonearle. Al final prometieron a Martin que los tendría instalados a las diez y media.
Regresó a pie por Queen Street. La mayoría de las tiendas todavía no habían abierto. La gente con la que se cruzaba iba camino de la estación para dirigirse a su trabajo. Martin notaba la pistola en el bolsillo derecho, su peso y su forma. Era una pistola grande y pesada con un cañón de diez centímetros. Si la policía británica fuera armada, notaría esto. Cada día, todo el día. Martin pensó que ello tendría sus inconvenientes y sus ventajas, pero de todos modos no podía imaginar que semejante medida fuera aprobada por el Parlamento.
Se preguntó si debería contarle a su esposa lo de la pistola, y se preguntó muy en serio si debería decírselo al inspector jefe Wexford. ¿Qué hace un muchacho de trece años con una reproducción de lo que probablemente era un arma de la policía de Los Ángeles? Era demasiado mayor para las pistolas de juguete, claro, pero ¿cuál podía ser el propósito de una reproducción sino amenazar, hacer creer a los demás que era real? ¿Y esto podía tener una intención criminal?
En aquellos momentos Martin no podía hacer nada. Aquella noche, por supuesto, decidiera lo que decidiera hacer, debería tener una charla seria con Kevin. Se metió en High Street, desde donde pudo ver el reloj azul y dorado de la torre de la iglesia de St. Peter. Eran casi las nueve y media. Se dirigía al banco, con intención de sacar dinero suficiente para pagar el garaje, así como para gasolina, almuerzo para dos, gastos extraordinarios en Eastbourne y que quedara un poco para los dos días siguientes. Martin desconfiaba de las tarjetas de crédito y, aunque tenía una, raras veces la utilizaba.
Su actitud era la misma con respecto al cajero automático. El banco todavía se hallaba cerrado, impidiéndole el paso su sólida puerta principal de roble, pero había un cajero automático instalado en la fachada de granito. Llevaba la tarjeta en la cartera, la sacó y la miró. En algún sitio había escrito el número secreto. Intentó recordarlo: ¿cincuenta-cincuenta-tres? ¿Cincuenta-tres-cero-cinco? Oyó que corrían los cerrojos y daban vuelta a la llave de la puerta. Esta se abrió hacia adentro y dejó al descubierto la puerta interior de cristal. El grupo de clientes del banco que estaban esperando cuando Martin llegó entró primero.
Martin se acercó a uno de los mostradores que estaban equipados con un secante y un bolígrafo sujeto con una cadena a un falso tintero. Sacó su talonario. No necesitaría la tarjeta de crédito para respaldar su cheque, ya que todo el mundo le conocía al tener allí su cuenta; uno de los cajeros ya le había visto y se habían saludado.
Sin embargo, pocos conocían su nombre de pila. Todos le llamaban Martin y siempre lo habían hecho. Incluso su esposa le llamaba Martin. Wexford debía de saber cómo se llamaba, y también el departamento de cuentas, y todo el que se ocupara de estas cosas en el banco. Cuando se casó, lo había pronunciado y su esposa lo había repetido. Bastante gente creía que Martin era su nombre de pila. La verdad de ello era un secreto que él guardaba tan dentro de sí como podía, y en aquella ocasión firmó el cheque como hacía siempre: «C. Martin».
Dos cajeros entregaban dinero o recibían depósitos tras sus pantallas de cristal: Sharon Fraser y Ram Gopal, cada uno de ellos con el nombre en el cristal y una luz en lo alto para indicar que estaban libres. Se había formado cola en la zona recién designada para esperar, señalizada con unos postes cromados y cuerdas azul turquesa.
– Como si fuéramos ganado en un mercado -dijo indignada la mujer que tenía delante.
– Bueno, es más justo -replicó Martin, que era un gran amante de la justicia y el orden-. Así se aseguran de que nadie se cuela.
Fue entonces, justo después de hablar, cuando se dio cuenta de que ocurría algo. La atmósfera del interior de un banco es muy tranquila. El dinero es serio, el dinero es silencioso. La frivolidad, la diversión, los movimientos rápidos, las prisas no pueden tener lugar en esta sede de costumbres, de intercambios pecuniarios. Así que el más mínimo cambio se percibe al instante. Una voz alzada se hace notar, un sujetapapeles que cae se convierte en un estruendo. Cualquier mínima perturbación sobresalta a los clientes que esperan. Martin notó una corriente de aire cuando la puerta de cristal se abrió demasiado deprisa, percibió la sombra cuando la puerta principal, que jamás se cerraba durante el día, que permanecía permanentemente abierta durante las horas de trabajo, se cerró con cuidado y casi en silencio.
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