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Luis Miguel Martínez Camino - Llanto y rabia de un pequeño Maltratado

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Llanto y rabia de un pequeño Maltratado: resumen, descripción y anotación

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En la España de los años sesenta y setenta, transcurre la historia que narra este libro, historia real, vivida por el protagonista, que da a conocer la violencia ejercida sin piedad sobre algunos menores maltratados por sus progenitores, así como la lucha por sobrevivir a los malos tratos por sí mismos.

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Llanto y rabia de un pequeño Maltratado — leer online gratis el libro completo

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Luz

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A mi esposa, por convertirse en mi mayor inspiración y por enseñarme día a día lo bonita que es la vida; ella me ha guiado por el buen camino.

A mi hijo Adrián, por animarme a escribir esta biografía y mostrarme lo grande que puede ser un joven con tan solo dieciocho años, implicándose en mis cuidados y ayudándome hasta la saciedad.

Gracias por resultar las personas más importantes de mi vida.

Hola, me llamo L . M. Después de tanto pensar y meditar, luego de tantos años, mi esposa y mi hijo me animan a que cuente la historia de mi vida y la verdad. Como ahora voy a tener bastante tiempo libre, debido a un diagnóstico médico bastante difícil para mí, he decidido hacerles caso y ponerme manos a la obra. Además, de esta manera , me olvido un poco de lo que guardo en mi cabeza y seguro que me sentiré mu cho mejor.

Al relataros mi crónica, creo que os daréis cuenta de las muchas cosas que las personas debemos cometer para sobrevivir y salir adelante.

Mi historia está llena de tristeza, penurias, maltrato y muchas vivencias tremendas que necesito expresar, aunque también hay experiencias bonitas, que me han llevado a continuar todos estos años y que espero que ganen sobre todo lo injusto.

Desde que cumplí cuatro años, mi mente se convirtió en un ordenador, almacenando mi vida por carpetas; puedo asegurar que, desde entonces, recuerdo todo como si f uera ayer.

La primera vez que mi madre me pegó, yo tenía cuatro años. Estaba jugando en la calle con amiguitos, cuando, de pronto, alguien mencionó una palabra que yo no había oído nunca y que me llamó mucho la atención: «Puta». Mi mamá y mi abuela me llamaron para recogerme e ir a cenar y, entonces, yo la repetí. Como castigo, probé el jarabe de palo; uf, c ómo dolió.

Pero no quedó la cosa así. Mi madre cogió una guindilla y me la restregó por la boca, con tan mala suerte que me rasqué los ojos con las manos y aquello se convirtió en un drama de escozor y lágrimas. Sus palabras de alivio hacia mí fueron: «Verás como ya no lo vuelves a decir nunca más». Resul tó cierto.

A partir de ese momento , me transformé en un niño que apenas hablaba ni en el cole ni en la calle.

Pasó una quincena y la escuela comenzó sus vacaciones de verano. Mi madre me llevó a visitar a mi tía, que vivía en San Blas. Fue un día muy divertido con mis primos. A la vuelta, mi madre me compró un helado, hacía mucho calor. Ya en el autobús, me pidió un poquito y yo, como niño que era (egoísta), se lo negué. Su reacción consistió en quitármelo y tirarlo por la ventana; cuando nos bajamos en Villaverde, fue pegándome azotes hasta la casa de mis abuelos, donde residíamos. Menos mal que estaba mi abuelo, que me cogió de la mano, y nos fuimos a dar una vuelta por el barrio.

Mis abuelos me querían mucho y me ofrecían buenos consejos de comportamiento para que mi madre no me pegara. Alguno memoricé, pero era un niño y no entendía much as cosas.

Como no teníamos tele, por la noche en verano íbamos a casa de una vecina a ver los dibujos. Cuando aparecían los Telerines , nos mandaban a dormir. A mí me gustaban mucho, así que me castigó sin tele. Lloré tanto que me quedé dormido del cansancio. Al día siguiente , no salí.

Días más tarde y, por supuesto, después de la siesta (que yo no dormía), me dejó bajar a la calle. La sorpresa fue descubrir que mi abuelo me había comprado un traje de torero. Me lo puse corriendo y empecé a dar pases con el capote de un lado a otro, sin importarme que la gente me mirara; entre «olés», me olvidé de lo mal que lo habí a pasado.

A la semana siguiente, mi madre me llevó en el tren a Badajoz para conocer a mi padre, que habitaba en un sitio muy extraño para mí, llamado cárcel. Todos los hombres me observaron, incluido el señor que decía que era mi pariente . Este me regalaba cosas que yo recibía con recelo, porque no identificaba a e se señor.

—Soy tu papá —m e repetí a—. Dentro de poco, estaremos juntos, porque me iré a vivir contigo.

Solo por sus palabras y su manera de mirarme, intuí que con él empezaría mi calvario en casa. Desgraciadamente , así fue.

Cumplí cinco años el catorce de febrero y, en marzo, el director del colegio me llamó y m e anunció:

—L. M., sal de la clase, que tienes una sorpresa.

Yo era muy reservado y no respondí . Cuando abandoné el aula, vi a mi madre y a un señor que no conocía; este me abrazó. Ell a comentó :

—Es tu padre.

Bueno, si ella lo decía, serí a verdad.

Pasó un año y mi mamá me dio un hermano. Era precioso. A partir de ese día, todo fueron broncas con mi abuelo y eso me provocó mucho miedo , puesto que, en una ocasión, testifiqué cómo mi padre le pegaba.

Un día de verano, me llevé la mayor sorpresa de mi corta vida. Vinieron mis tíos de Alemania con regalos y alegría para todos; qué fin de semana tan maravilloso. Sin embargo, se fastidió cuando mi padre anunció: «Nos vamos a vivir a Galicia». ¿Qué iba a ser de mis abuelos, de mis amigos o de mi vida? Yo no me quería ir y así lo hice saber a mis padres. Su respuesta fue: «Tú vendrás a donde yo decida, que para eso mando yo»; contesté que allí mandaba mi abuelo. Su inmediata reacción fue pegarme, hasta que mi abuelo y mis tíos lograron quitármelo de encima. Dios mío , cómo me atizó; parecía que estaba poseído. También empujó a mi abuelo, tirándolo al suelo (nunca se lo perdoné). En mi cabeza, empezaron a fluir pensamientos muy oscuros.

Camino de Galicia, no hablé, ni siquiera mostré un solo gesto; solo miraba a mi hermanito y, de vez en cuando, el paisaje. Para mí, todo era nuevo; me resultaron preciosos la carretera, los árboles, los ríos que veía al pasar y , sobre todo, el olor a na turaleza.

La cosa continuó bien , hasta que paramos a cenar. Pidieron platos que a mí no me agradaban; protesté y mi madre me dijo:

— Si no te tomas la sopa, te meto la cabeza en el plato.

A lo que mi padre replicó:

— Y yo te parto esa cara de tonto qu e tienes.

Seguí el consejo de mi abuelo («si no te gusta la comida, traga sin masticar lo que puedas; así evitarás problemas») y funcionó, vaya si funcionó. Sabio mi abuelo.

Llegamos a Galicia y nos instalamos en una casa enorme en Vigo. Allí solo estuvimos dos meses, hasta que mi padre puso un negocio de venta de vinos y nos trasladamos a un pueblo llama do Moaña.

Él volvía siempre muy tarde, casi nunca lo veía en días laborables. Los fines de semana, nos llevaba a la playa y lo pasábamos muy bien. Parecía que todo estaba hallando su sitio, incluso cuando hice la comunión. Fue un día maravilloso porque vinieron mis abuelos para quedarse con nosotros; estaba muy feliz.

Tenía amigos nuevos y una habitación enorme para mí solo. En los estudios, iba bien, ¿qué más podía pedir? Además, mi madre se volvió más protectora con nosotros, quizá por la presencia de mis abuelos. Lo noté porque, regresando de la playa, mi abuela se despistó y se perdió, así que mi madre se puso muy nerviosa; incluso se echó a llorar. Llamaron a la Policía para rastrear la zona y la encontraron casi a cinco kilómetros de casa. Entonces, me di cuenta de que mi madre había cambiado para bien; ¡qu é alegría!

También ese año, nos visitaron mis tíos de Madrid; un verano perfecto.

Pronto cambiarían las cosas otra vez, qué poco dura lo bueno.

No sé qué pasó con la empresa, creo que algún desfalco o algo así. El caso es que nunca me enteré, pero mi padre desapareció y retornó a los dos meses. Nos llevó a un chalé enorme a las afueras del pueblo, organizando la mudanza por la noche. Fue algo tremendo, traía bastante dinero para que mi madre pagase el alquiler y nos a limentara.

Volvió a marcharse por la tarde, pero esta vez, bajó al pueblo a ajustar cuentas, según alegó a mi madre. La vi muy inquieta, pero como no nos explicaban nada, pues me fui con mi abuelo a pasear.

Cerca de las nueve de la noche, mi madre me pidió que la acompañara a la entrada de la casa, porque había escuchado ruidos. Acudimos a inspeccionar mi madre, mi abuelo y yo. Vaya movida, mi padre estaba tirado en el suelo, sin poder moverse, de la paliza que le habían propinado. No parecía ni siquiera él; su cara hinchada y ensangrentada me asustó mucho, solo quería meterme en la cama y n o pensar.

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