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Piedad Bonnett - El prestigio de la belleza

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Piedad Bonnett El prestigio de la belleza

El prestigio de la belleza: resumen, descripción y anotación

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En El prestigio de la belleza, la autora relata sus tratos con la belleza, los terrores de la infancia, la educación estricta y constreñida, el proceso de aprendizaje, la aparición de la literatura, las transformaciones mínimas, los cambios del cuerpo, la salida de la casa familiar y los tropiezos del amor. Estas vivencias son narradas con emotivo y sincero orgullo, en este libro cargado de humor y del impecable lirismo característico de la prosa de una de las escritoras colombianas más destacadas de nuestros días.

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En El prestigio de la belleza, la autora relata sus tratos con la belleza, los terrores de la infancia, la educación estricta y constreñida, el proceso de aprendizaje, la aparición de la literatura, las transformaciones mínimas, los cambios del cuerpo, la salida de la casa familiar y los tropiezos del amor. Estas vivencias son narradas con emotivo y sincero orgullo, en este libro cargado de humor y del impecable lirismo característico de la prosa de una de las escritoras colombianas más destacadas de nuestros días.

PIEDAD BONNETT
El prestigio de la belleza
Alfaguara
Sinopsis
En El prestigio de la belleza, la autora relata sus tratos con la belleza, los terrores de la infancia, la educación estricta y constreñida, el proceso de aprendizaje, la aparición de la literatura, las transformaciones mínimas, los cambios del cuerpo, la salida de la casa familiar y los tropiezos del amor. Estas vivencias son narradas con emotivo y sincero orgullo, en este libro cargado de humor y del impecable lirismo característico de la prosa de una de las escritoras colombianas más destacadas de nuestros días.
Autor: Bonnett, Piedad
©2010, Alfaguara
ISBN: 9789587581959
Generado con: QualityEbook v0.75
El prestigio de la belleza
Piedad Bonnett
...
también la verdad se inventa.
ANTONIO MACHADO
¿Cuánta verdad contar?
DORIS LESSING
... todo el secreto consiste en parecer
mentiroso cuando se está diciendo
la verdad.
RICARDO PIGLIA
... asistía al espectáculo, subyugada por
el prestigio de la belleza.
AMÉLIE NOTHOMB
I.
La niña de la foto es realmente fea. Debajo de la enorme capota se ve una carita grumosa, de enormes cachetes y diminutos ojos de zarigüeya, vivos y sonrientes. Sobre el labio superior, como un oprobio, la huella mínima, pero inocultable, del dedo torpe del dios que sopló sobre el barro aún fresco para darle vida.
Esa niña soy yo y este relato es, entre otras cosas, el de mis tratos con la belleza. Y, como todo relato verdadero, es también, hasta cierto punto, un ajuste de cuentas con los demás, pero sobre todo conmigo misma. Una lona en cuyas esquinas no hay segundos. Un laboratorio donde remiendo mi propio Frankenstein.
No sé si la mancha sobre el labio es rosa pálido, o violeta o marrón, en parte porque la fotografía es en blanco y negro —uno de esos «retratos» antiguos de bordes blancos y ondulados— y en parte porque ya no tengo el estigma: por alguna razón misteriosa a los tres o cuatro años se diluyó, o lo aspiré en un acto desesperado que me libró de él para siempre.
Todo comenzó para mí, como para cualquier mortal, en el reino del agua: la vieja historia de un sereno flotar que un día cualquiera cesa y se convierte primero en inquietante chapoteo en el vacío y luego en la sensación de que una boca monstruosa te absorbe y te saca de las plácidas tinieblas. Hasta aquí ninguna novedad. En mi caso, sin embargo, la última parte de ese primer capítulo no culminó de la forma sintética, fluida y eficaz que siempre se espera. Cuando mi cabeza empezó a penetrar en el túnel que me conduciría a la salida, me encontré con un obstáculo, el primero de los muchos que iba a tener a lo largo de la vida. Mi persistencia de topo ciego se estrellaba reiteradamente contra un mundo cerrado, un colchón de fulgores violáceos que empezó a provocar estallidos en mi cerebro. Los oídos, que apenas si habían captado hasta entonces pálidos rumores, empezaron a zumbar, como si en cada uno de ellos habitara un abejorro gigante. Todo me daba vueltas. Dentro de mi cuerpo sentía un tum tum de tambores. En mi frente empezó a crecer un resplandor color sangre y en mi boca apareció un sabor amargo. Aquel mar, antes acogedor, comenzó a ahogarme. Yo luchaba como un gladiador diminuto entre las fauces de una fiera. Entonces, en el momento mismo en que mi esfuerzo amenazaba con desfallecer, me convertí en un silbo, en una partícula luminosa que bajaba en espiral desde la eternidad, que es, como se sabe, un mar sin orillas. Un siglo después salí por un agujero sangrante. El Tiempo apareció, me hizo saber que ya no era un renacuajo perpetuo y me instó a usar mis pulmones. Entonces di un alarido pavoroso, que era a la vez de liberación y de miedo.
Mi madre se asustó al verme. Yo era la primogénita y ella había estado esperando un niño rosado, de ojos almibarados como los suyos y una cabeza perfecta, redonda y calva. (La cabeza fue siempre fundamental en su juicio sobre la mayor o menor perfección del prójimo: la proporción, la forma y el vigor capilar eran definitivos.)
Lo que expulsó, en cambio, después de veinticuatro amargas horas de dolores y pujos, fue un ser repulsivo, de cabeza oblonga, que venía envuelto, casi como presagio atroz, en una sustancia llamada meconio, que no es otra cosa —según definición del diccionario— que un excremento negruzco formado por mocos, bilis y restos epiteliales.
Mi madre me dio unos días de plazo para desamoratarme, desarrugarme, y entonces sí develar mi verdadero ser, acorde a su noción de belleza. Imposible que la genética le hubiera jugado esa broma cruel, ignorando las pestañas cerradas, la barbilla perfecta y la piel lechosa de ella misma y de mis innumerables tías y primas. Tendría paciencia, pensó, mientras se recuperaba de los malos tratos de la naturaleza, que había hecho que yo desgarrara su vagina, causándole una hemorragia que obligó a mi abuela y a un par de asistentas a extender al sol sábanas y trapos durante casi dos semanas.
Aquel plazo silencioso que ella me había dado empezó a tardar tanto que antes del año ya había perdido las esperanzas. Su lógica cartesiana, que la llevaba a pensar que hasta el más insignificante de los hechos está inserto en una trama de causas y efectos, hizo que sin malicia alguna, sin perversidad, decidiera para sus adentros que, ya que en su familia la belleza era la constante, tanta fealdad debía venir de la familia de mi padre. Este era un hombre normal, de pelo abundante y labios fruncidos, inocente de que en su árbol genealógico existiera una abuela sin gracia. Y que tal vez nunca paladeó el amargor final de la frase con que mi madre catalogó, durante toda mi vida, todo aquello de mí que le resultaba molesto: «Eso es heredado de su papá».
Sin embargo, aquel deslucimiento mío no iba a quedarse así como así, pensó mi madre, educada en la más absoluta disciplina y con una idea muy clara de que un hombre se labra su destino minuciosamente. Algo podría ella hacer, aunque la cosa no pintara fácil.
El impacto de mi fealdad tuvo, sin embargo, rápida compensación para mi madre: cuando mi hermana, con una facilidad pasmosa, sacó su cabeza por el camino ya expedito que yo tan brutalmente había abierto once meses antes, todo en su semblante testimoniaba que se había librado de los genes implacables de la abuela desconocida. Era una niña preciosa, de ojos oscuros, nariz fina y piel transparente como papel de arroz.
Mientras nos miraba, una al lado de la otra, mi madre debió preguntarse secretamente por nuestros destinos. Mi hermana ya llevaba buen trecho ganado, pues la belleza, bien se sabe, es ganzúa que hace ceder todas las cerraduras. Pero ¿qué hacer conmigo? La primera decisión fue elemental: si el espíritu, el carácter, la inteligencia, pueden moldearse, ¿por qué no el cuerpo, máxime si este es reciente, no ha acabado de cuajar, todavía es blando, flexible, maleable? Fue así como se dedicó a frotar mi tabique con manteca de cacao, a peinarme con agua de linaza y de manzanilla, a embadurnar la mancha de mi labio con un pegote de concha de nácar, a darme leche en cantidades colosales para dotar de calcio mis huesos. Todo aquel tratamiento tesonero se combinaba con batas de ojalillo, moños en la cabeza, zapatos blancos y aretes diminutos. Yo fui así altar, tótem, pastel, objeto sagrado frente al que mi madre se doblegaba con reverencia mientras untaba sus sales y sus bálsamos. Yo no sabía que detrás del rito se ocultaba una vocación de alquimista. Mucho tiempo después iba a enterarme de que el amor se manifiesta a veces con desesperación, egoísmo, tretas, trampas. Que el amor jamás es inocente.
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