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Neil Gaiman - Humo y espejos

Aquí puedes leer online Neil Gaiman - Humo y espejos texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1999, Editor: Norma, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Neil Gaiman Humo y espejos

Humo y espejos: resumen, descripción y anotación

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Luz

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LEYENDO LAS ENTRAÑAS: UN RONDEL

«—Quiero decir —dijo ella—, que uno no puede evitar hacerse mayor.

—Quizá uno no pueda —dijo Humpty Dumpty—, pero dos sí. Con la ayuda adecuada, podrías haberte quedado en los siete años.»

—LEWIS CARROLL, A TRAVÉS DEL ESPEJO.

Lo llamarán azar o suerte o lo llamarán destino,

las cartas y las estrellas que no dejan de dar vueltas.

El mañana se manifiesta y trae la cuenta

de cada beso y muerte, los pequeños y los grandes.

¿Quieres saber el futuro, cielo? Pues espera:

contestaré a tus preguntas impacientes. Aun así,

lo llamarán azar o suerte o lo llamarán destino,

las cartas y las estrellas que no dejan de dar vueltas.

Vendré a ti esta noche, querido, cuando sea tarde,

no me verás; quizá sientas un escalofrío.

Esperaré a que duermas, después me saciaré,

y ahí estará servido tu futuro.

Lo llamarán azar o suerte o lo llamarán destino.

REINA DE CUCHILLOS

La reaparición de la dama es cuestión del gusto de cada uno.

—Will Goldston, TRICKS AND ILLUSIONS.

Cuando yo era pequeño, de vez en cuando,

pasaba unos días en casa de mis abuelos

(ancianos: yo sabía que eran viejos,

pues nadie se comía los bombones hasta que yo llegaba,

y eso, entonces, era envejecer).

Mi abuelo siempre preparaba el desayuno al alba:

té para tres, ella, él y yo,

unas tostadas con mermelada

(hebras de plata sobre oro). La comida y la cena

eran tareas de mi abuela, la cocina

volvía a ser su dominio, todos los cacharros y las cucharas,

la picadora, todos los batidores y cuchillos, sus súbditos leales.

Solía preparar la comida con ellos, cantando sus cancioncillas:

Daisy, Daisy, contéstame, por favor,

o a veces,

Me hiciste amarte, yo no quería,

yo no quería.

No tenía mucha voz, que digamos.

El negocio iba muy flojo.

Mi abuelo pasaba los días en la parte de arriba de la casa,

en el cuarto oscuro diminuto donde no se me permitía ir,

sacando rostros de papel de la oscuridad,

las sonrisas tristes de las vacaciones de otra gente.

Mi abuela me llevaba a dar paseos grises por la rambla.

Principalmente, me entretenía explorando

el pequeño espacio cubierto de hierba húmeda de detrás de la casa,

las zarzamoras y el cobertizo.

Fue una semana difícil para mis abuelos,

obligados a entretener a un niño ingenuo, así que

una noche me llevaron al Teatro del Rey. El Teatro de...

¡Variedades!

Bajaron las luces, el telón rojo subió.

Un cómico popular en aquellos tiempos

apareció, dijo su nombre tartamudeando (su frase típica),

sacó una lámina de cristal y colocó medio cuerpo detrás,

para alzar el brazo y la pierna que podíamos ver;

al reflejarse,

parecía volar, era su sello característico,

así que todos nos reímos y aplaudimos. Contó un chiste o dos,

bastante mal. Su infortunio, su torpeza,

eso era lo que habíamos venido a ver.

Desconcertado, casi calvo y con gafas,

me recordaba un poco a mi abuelo.

Y entonces el cómico había terminado.

Algunas señoritas bailaron todo piernas por el escenario.

Un cantante cantó una canción que yo no conocía.

Los espectadores eran ancianos,

como mis abuelos, cansados y jubilados,

todos se reían y aplaudían.

En el entreacto mi abuelo

hizo cola para un helado de chocolate y unos recipientes.

Nos comimos el helado mientras bajaban las luces.

El TELÓN DE SEGURIDAD subió y luego el telón de verdad.

Las señoritas bailaron por el escenario otra vez,

y entonces retumbó un trueno, el humo hizo puff,

un mago apareció e hizo una reverencia. Aplaudimos.

La dama salió a escena, sonriendo desde los bastidores:

Relucía. Brillaba. Sonreía.

La miramos y, en aquel momento, a él le crecieron flores,

y le cayeron sedas y banderines de las puntas de los dedos.

Las banderas de todas las naciones, dijo mi abuelo, dándome un codazo.

Las tenía en la manga.

Desde que era joven

(no me lo imaginaba de niño),

mi abuelo reconocía haber sido

uno de ésos que saben cómo funcionan las cosas.

Se había construido su televisor,

me contó mi abuela, cuando se casaron;

era enorme, aunque la pantalla era pequeña.

Aquello fue en la época anterior a los programas de televisión;

aun así, la veían,

no muy seguros de si eran personas o fantasmas lo que estaban viendo.

Tenía también una patente de algo que había inventado,

pero que nunca se fabricó.

Se presentó a las elecciones locales, pero quedó tercero.

Podía arreglar una maquinilla de afeitar o una radio,

revelar un carrete o construir una casa de muñecas.

(La casa de muñecas era de mi madre. Aún la teníamos en mi casa;

vieja y destartalada, estaba fuera en el césped, mojada por la lluvia y olvidada.)

La dama de los destellos trajo una caja con ruedas.

La caja era alta, del tamaño de un adulto, y negra.

Abrió la parte delantera.

Le dieron la vuelta y golpearon la parte de atrás.

La dama entró, sonriendo todavía.

El mago le cerró la puerta.

Cuando la abrió, ella había desaparecido.

Él hizo una reverencia.

Espejos, explicó mi abuelo. En realidad aún está dentro.

Tras un gesto, la caja se desmoronó, hecha trizas.

Una trampilla, aseguró mi abuelo;

La abuela le siseó para que se callase.

El mago sonrió, tenía los dientes pequeños y muy apretados;

caminó, despacio, entre el público.

Señaló a mi abuela, hizo una reverencia,

una reverencia centroeuropea,

y la invitó a subir con él al escenario.

La otra gente aplaudió y gritó entusiasmada.

Mi abuela puso reparos. Yo estaba tan cerca

del mago que podía olerle la loción para después del afeitado

y susurré, «caray, caray...» Aun así,

trató de coger con sus dedos largos a mi abuela.

Pearl, vamos, sube, dijo mi abuelo. Ve con el hombre.

Mi abuela debía de tener entonces, ¿cuántos? ¿Sesenta años?

Acababa de dejar de fumar,

estaba intentado perder un poco de peso. Estaba de lo más orgullosa

de sus dientes, que, aunque con manchas de tabaco, eran todos suyos.

Mi abuelo los había perdido, de joven,

montando en bicicleta; tuvo la idea brillante

de agarrarse a un autobús para coger velocidad.

El autobús había girado

y el abuelo besó la calle.

Ella masticaba regaliz duro, cuando miraba la TV por la noche,

o chupaba barras de caramelo, quizá para fastidiarle.

Se puso en pie, entonces, lentamente.

Dejó el recipiente de papel medio lleno de helado,

con la cucharita de madera,

caminó por el pasillo y subió los escalones.

Y al escenario.

El mago la aplaudió otra vez.

Ella era complaciente. Eso es lo que era. Complaciente.

Otra mujer relumbrante salió de los bastidores,

traía otra caja.

Ésta era roja.

Es ella, afirmó mi abuelo, la que

desapareció antes. ¿Lo ves? Es ella.

Quizá lo fuera. Lo único que veía

era una mujer que brillaba, de pie junto a mi abuela

(que jugaba con sus perlas y parecía turbada).

La señorita sonrió y se volvió hacia nosotros, entonces se quedó inmóvil,

una estatua o un maniquí de escaparate.

El mago tiró de la caja,

con facilidad,

hasta la parte de delante del escenario, donde mi abuela esperaba.

Un momento más o menos de cháchara:

de dónde era, cómo se llamaba, ese tipo de cosas.

¿No se habían visto antes? Ella negó con la cabeza.

El mago abrió la puerta,

mi abuela entró.

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